26 diciembre, 2008

Más sobre cebo y engorde de crituras

Nada hay sin razón suficiente, decía el clásico, y puede resultar entretenido preguntarse por las causas de esa obsesión alimenticia que abuelas (sobre todo abuelas, tiene razón el anónimo que comenta la entrada anterior) y madres -y algunos padres, seamos justos- aplican a los niños pequeños, provocándoles irritación y disgusto, cuando menos, y secuelas físicas y psíquicas perdurables.
Juguemos a elaborar unas hipótesis al respecto. Una primera causa puede encontrarse en el hambre de nuestra posguerra. En los que no la vivieron no queda memoria de la misma, pero sí se han transmitido de generación en generación algunos gestos compulsivos por ella provocados. En aquel contexto de escasez, el aprovechamiento máximo del alimento disponible se volvía imperativo económico y moral al mismo tiempo. Había que comer lo que hoy se tuviera, por si acaso mañana no llegaba nada. Y como de tal convencimiento había que imbuir también a los que no podían o no querían razonarlo así, se hacía valer la idea de que era inmoral y pecaminoso desperdiciar el alimento que caía en el plato. Recuerdo a mi madre, que había pasado en su juventud de ese tiempo más hambre que Carpanta, diciéndome que era pecado no terminar la comida del plato y que, especialmente, era pecado dejar el pan y tirarlo a la basura. Incluso era pecado, supongo que venial, dejar el pan caer al suelo. Aquí se aplicaba, además, otra ley: cuanto más barato era un alimento, mayor era la inmoralidad de no atiborrarse de él. Pasaba ante todo con el pan. Los economistas siempre ponen ese ejemplo, el de que cuando escasean más los recursos se consume más pan, pues es mas barato. En cambio, si un día había carne y alguien rehusaba, no se le tenía por gran pecador. Además, se hacía una interpretación muy ad hoc del precepto del catecismo que nos decía que los enemigos del hombre son el mundo, el demonio y la carne. Era la carne de ternera o de pollo la que podía llevarnos al fuego eterno y no había que pedirla todos los días en lugar de las sopas de ajo y la hogaza mojada en leche aguada. En tiempos de hambruna, la gula es falta más grave que la lujuria; en tiempos de abundancia, al revés. Pregunten a los obispos, si no me creen.
Seguramente por entonces se ratificó muy firmemente la gordura como signo de estatus. Los pobres no tenían para comer y, por tanto, andaban flacos por famélicos. En cambio, los que lucían una obesidad bien llamativa seguramente eran ricos y pudientes, buen partido para trabar con ellos cualquier relación, amistosa o amorosa. Engordaba el que tenía para llevarse a la boca, y ése seguramente tenía porque era inteligente o de buena familia, librada de los avatares y las incertidumbres. “Del que no come nada se puede esperar”, afirmaba el dicho, y tenía doble sentido: sería siempre un flojo y, además, sería poco recomendable como compañero de fatigas o como árbol a cuya sombra cobijarse.
Luego la comida le fue llegando al pueblo, y hasta el Seiscientos hace unas décadas y el BMW, hace menos. Porque el coche y el niño tienen una cosa en común: cuanto más grandes en mejor lugar nos dejan. El niño bien rollizo ya no es señal de riqueza, pero sigue siendo moneda de cambio en la competición social. No hay más que ver cómo se suele hablar de lo que pesaron los bebés al nacer. Cuanto mayor, mejor, aunque la madre reviente o salga a cesárea por descendiente. ¿Cuánto pesó el tuyo al nacer? Tres ochocientos, ¿y el tuyo? Cuarenta y cinco arrobas en canal. Ozú, qué maravilla de niño, qué envidia.
Los pediatras también ayudan lo suyo. Mucho insistirnos en que hay que tener cuidado con la obesidad de los infantes, pero luego sacan a relucir el jodido percentil. En realidad, tienen que justificar ese rito tan curioso de las revisiones pediátricas. Tú llevas al niño al examen periódico y compruebas que la ciencia consiste en pesarlo y medirlo y en preguntarte si está bien. Si le dices que sí, que todo bien, el médico concluye que tu niño está bien. Si le dices que no duerme, no come, se tira miles de pedos y ha desollado ya varios gatos del vecindario, te tranquiliza insistiéndote en que está bien igual, pues son fases en el normal desarrollo infantil. Eso sí, que vuelvas el mes que viene para examinarlo otra vez, por si acaso. El mes que viene retornas con la carne de tu carne pecadora y el pediatra vuelve a pesarlo y medirlo y a preguntarte si está bien. Tú le dices que no, que ahora, además de lo de antes, se pasa el día eruptando, intentando comerse sus propias cacas y atacándote a ti con una katana, y te responde lo mismo de la ocasión anterior, que eso es normal a estas edades, aunque unos niños hacen eso y otros no, pues cada niño es un mundo y lo normal es que no haya dos iguales. No hay niño más normal, para el pediatra, que el anormal del todo. Y así sucesivamente, sigues haciendo la visita todos los meses con el mismo resultado. Pero, entretanto, cada mes también te han medido y pesado el paquete de tus entrañas. Podrías hacerlo tú en casa con una báscula y un metro, pero, ah, amigo, la ciencia no está en la acción de pesar y medir, sino en el percentil. El pediatra tiene más tablas que tú, tiene unas tablas que le permiten situar el peso y medida de tu descendiente en un punto entre coordenadas y abcisas que da como resultado qué porcentaje de los de su edad están más desarrollados que él y cuántos menos. Y vuelta a competir en la pelu: pues el mío está en un percentil del setenta y cinco por ciento. Ay, pues el mío, del ciento veinticinco por ciento, ya dice el pediatra que es un monstruo. ¡Estoy más contenta! ¡Y no veas cómo me come! Ayer se tragó un juanete de la tata, ¡más rico!
Es un buen sistema. Hasta los cuatro o cinco años llevamos a los niños al pediatra para que nos diga como engordarlos y nos enseñe trucos para que se coman hasta el palo de la escoba; y de los cuatro o cinco en adelante los llevamos para que les ponga una dieta de adelgazamiento, pues ya no caben en el sofá con ese culo seboso que se les ha puesto.
Y uno no para de hacerse preguntas. Por ejemplo: por qué nosotros, que ya no tenemos casi nada en común con el modo de ser y pensar de nuestros abuelos y abuelas, seguimos empeñados en que el niño tiene que comer por narices y ser el más alto, fuerte y gordo del pueblo? Más: ¿por qué seguimos compitiendo a ver quién tiene el niño más desarrollado, como si los hijos fueran cerdos y los estuviéramos preparando para el sanmartín o para venderlos en el mercado de los domingos? Y otra cosa, más importante: puestos a obsesionarnos con percentiles, ¿por qué no averiguamos, con las tablas del pediatra, en qué percentil se ubican nuestro pene de papá o nuestras tetas de mamá y, si la curva está baja, nos operamos de una maldita vez o nos jartamos a comer, por si hay alguna relación? Sería más honesto que presumir de niño grande a base de meterle la comida con un embudo.
¿Alguien ha investigado si la epidemia de anorexia y bulimia entre los jóvenes tiene alguna relación con la obsesión de sus padres y abuelos por hacerlos comer para poder lucir su buena raza por los paseos de la ciudad o ante las cuñadas en las cenas de nochebuena? No sería raro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A mi los bebes y, sobre todo, los niños gordos y rollizos me dan mucha pena, pienso en cuánto se reirán de ellos cuando vayan a la escuela y sufro de antemano. Pero, seamos justos, la culpa no es de los pediatras: en el primer mundo nos gusta que nuestros hijos estén vigilados continuamente, y por eso esa rutinaria visita nos tranquiliza. En algunos casos, además, en esas rutinarias visitas se detectan enfermedades más graves. Los pediatras no mandan engordar a los niños como focas, al contrario, suelen tranquilizar a los padres diciéndoles que están bien y que si no comen no es preocupante. Son los padres y las madres quienes se obsesionan, y quizá también las abuelas. Pero a quien no le guste como cuida la abuela a su hijo, que le busque otra cuidadora. Los niños rollizos han pasado de moda, es una competición de pueblo, en el sentido malo de la expresión. Una paletada.

Anónimo dijo...

No hace falta que la abuela sea la cuidadora del niño: con que sea su abuela y esté presente, meramente de visita, EN CASA DE LA CRIATURA, cuando la susodicha te dice que el Petit Suisse te lo tomes tú... o tu señora madre, que te considera ra un madrastrón de mucho cuidado porque no la obligues a tomárselo colgándote de la lámpara a lo Pinito del Oro, y que te llamará por teléfono nada más que llegue a su casa, a ver si la criatura cenó.