El título es deliberadamente provocativo, pero vamos tratar de no alborotarnos de entrada. Este Estado que tenemos en España y en los países europeos afines es una versión o secuela de ese modelo llamado Estado del bienestar, aceptemos eso sin más vueltas. Y a continuación veamos un rato cómo es ese bienestar.
Para empezar, es un bienestar muy mal repartido, pésimamente repartido. Hay personas capaces que malviven y las pasan canutas día a día. Pero, ojo, un servidor no es nada partidario del reparto por el reparto, así que maticemos. En primer lugar, por imperativo constitucional, moral y de todo tipo, el engendro llamado Estado debería asegurar a todos la mínima satisfacción de las necesidades más básicas, lo cual, puesto en plata, significa que nadie ha de morirse de hambre o de enfermedad por falta de asistencia médica, ni sufrir en la más dura miseria. En segundo lugar, se debe asegurar muy escrupulosamente la igualdad de oportunidades, lo cual quiere decir que nazca uno en la cuna que nazca, ha de disponer de la posibilidad real de acceder a cualquier lugar o puesto de esta sociedad que no reparte por igual beneficios y ventajas. No tiene por qué cobrar lo mismo un ministro, un arquitecto municipal o un albañil sin especial cualificación, de acuerdo, pero el puesto en el que cada uno acabe ha de ser el resultado de sus capacidades y su esfuerzo, no de la predestinación social. En tercer lugar, y en íntima relación con el punto anterior, la vida social tiene que estar movida y determinada por la competición entre los ciudadanos, una competición regulada de forma que se asegure el juego limpio, sin trampa ni cartón, pero competición al fin y al cabo.
En la combinación de las tres exigencias anteriores está la clave y la dificultad, y con las diferentes posturas al respecto podemos fácilmente dibujar las opciones filosófico-políticas que en la teoría y en la práctica se enfrentan en nuestros días. Las doctrinas del ultraliberalismo económico tienden a cuestionar los tres principios que acabamos enunciar, pues, siendo partidarios de una sociedad que se configura a base de competir en el mercado, mantienen al tiempo el lema de que al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Los resultados de la interacción en el mercado son sagrados y han de respetarse hasta sus últimas y más terribles consecuencias, pues se piensa que en cuanto el Estado interfiere lo más mínimo en los productos del reparto espontáneo mediante la oferta y la demanda en el mercado, se produce un empobrecimiento que acaba siendo dañino para todos. Las corrientes que vienen de las versiones antiguas del comunismo y el socialismo sostienen, por contra, que el protagonismo del Estado debe ser pleno, con el fin de que predomine la distribución igualitaria de bienes y riquezas sobre cualquier otro principio, tanto sobre la “mano invisible” del mercado, como sobre cualquier aplicación estricta de pautas como las de mérito, capacidad o trabajo. Entre ambos extremos, las posturas que van de un liberalismo no economicista a la socialdemocracia tratan de buscar un equilibrio y admiten, por un lado, que el reparto de bienes y riquezas sea desigual, pero, a la vez, pretenden que no sea la pura suerte la que asigne una u otra condición social a los individuos, sino que se cumplan los dos requisitos antes citados: igualdad de oportunidades y recompensa del mérito y el esfuerzo. Redistribución de la riqueza sí, pero no porque sí, sino con dos matices. Uno, redistribución como imperativo para la igualdad de oportunidades y para que ningún ser humano tenga predeterminado su destino por sus circunstancias de cuna y sociales. Dos, competencia estricta a la hora de cubrir los distintos lugares en la escala social, competencia que, además, operará como acicate para el progreso social y el desarrollo económico, científico y de todo tipo.
En mi opinión, ahí radica el relativo fracaso de los partidos socialistas europeos, en que, si bien han sabido y saben poner las bases para que cada ciudadano no tenga en su nacimiento una condena inapelable a la pobreza y el padecimiento, no han sido capaces de romper, por otro lado, las cadenas del privilegio. Pongámoslo en términos más prácticos: los partidos de corte socialdemócrata, como el PSOE, son relativamente eficaces -o más eficaces que los partidos conservadores- para lograr que todo el mundo acceda a la sanidad pública o la educación básica, pero se muestran impotentes a la hora de procurar que los hijos de los ricos compitan en igualdad con los hijos de los pobres. En otras palabras, un partido socialista que merezca el nombre debe orientar su política a que el hijo del obrero o del inmigrante tengan las mismas probabilidades de acabar presidiendo el consejo de administración de un banco o de una gran empresa que los hijos del gran banquero, del constructor forrado o del catedrático de universidad -salvando todas las distancias que haya que salvar entre esos casos-. Y a esa meta no se llega porque desde el mismo momento en que el político socialista, sea cual sea su extracción social, alcanza puestos de relevancia, se dedica a que él, su familia y su círculo gocen de las ventajas de las clases privilegiadas, se incorpora con pasión al grupo de los que juegan con las cartas marcadas y vuelca su mayor esfuerzo en la administración de esa ventaja.
Pero yo quería aquí hablar de otra cosa, levemente relacionada con todo eso. En los ambientes burgueses -usemos la vieja expresión- en los que uno hoy se mueve, predominan personas situadas en las tres circunstancias siguientes. Primera, un nivel de vida de cierta calidad y unos ingresos bastante asegurados frente a las contingencias de las crisis económicas o los vaivenes del mercado. Segunda, consecuencia de la anterior, una creciente falta de motivación para hacer mejor el trabajo y aumentar el rendimiento profesional . Tercera, la presencia creciente de depresiones, angustias inconcretas y todo tipo de desarreglos psicológicos. Lo primero es señal de que se ha accedido a una posición social fuertemente inmunizada, firmemente resguardada y propia de los grupos dominantes en una sociedad estamental o, incluso, de castas. Lo segundo implica, en términos de eficiencia global y de progreso del conjunto, una rémora muy dañina. Lo tercero probablemente es manifestación, en la psicología individual, de la contradicción entre la ética teóricamente asumida y la realidad de la vida que se vive. Empecemos por esto último.
Cada vez le encuentro más sentido a aquella frase que tantas veces repetía mi madre: debería venir una guerra. La decía cuando veía a alguien holgazanear o quejarse por minucias. Ahora yo me la repito muy a menudo cuando veo lamentarse sin pausa a tantos colegas que ganan sus tres mil o cuatro mil euros mensuales a cambio de un trabajo por el que se exige poco. De ésos los hay de dos tipos. Unos son los puramente sinvergüenzas que inventan quiméricas injusticias como excusa para seguir sin dar golpe. Esos en realidad no sufren ni se inquietan, lo suyo es fachada, maniobra de despiste. Pero hay otros, entre los que a lo mejor me puedo incluir, que se desequilibran porque en el fondo saben que no hacen todo lo que según sus convicciones deberían hacer, porque se han acomodado, porque los puede la pereza, pero no logran acallar la conciencia.
¿Qué necesitaríamos los de este último grupo? Competencia, competición, acicate para superarse, razones para encontrar sentido al trabajo y el sacrificio. Me voy a poner yo mismo como ejemplo, aunque no estoy del todo seguro de encajar al cien por cien en esta categoría. ¿Es justo que mi rendimiento profesional dependa enteramente de mi ánimo, de mi ética profesional o de que sea capaz de retarme a mí mismo para hacer más cosas y hacerlas bien, puesto que prácticamente voy a cobrar lo mismo si me esmero o si no doy golpe? No, es profundamente injusto. Si no me basto como ejemplo, me bastará mirar alrededor. Veré unos pocos jóvenes con tremenda vocación universitaria e investigadora que no tienen donde caerse muertos o que se condenan a producir durante años y años a cambio de mil o dos mil euros, con la esperanza de logar una mínima estabilidad y salir del lumpen a los cuarenta y tantos años. Y, al tiempo, veré funcionarios de treinta y tantos o de cincuenta que no dan palo al agua, que navegan placenteramente en el cinismo. Y algunas noches, cuando uno está agotado y le puede la angustia porque no acabó aún aquel artículo que ha de entregar o no leyó todo lo que debía sobre un tema que ha de importarle por razón de oficio, se pregunta quién carajo le impide vivir como Fulano o Mengano y dedicarse como él a pasar de todo y marcar paquete ante los pequeños o los más pobres.
Uno, a su manera, es un currante -maldita conciencia escrupulosa, dichosa vocación-, pero muchas veces me pregunto cuánto habría hecho y cuánto de bueno si tuviera un acicate externo, si no estuvieran mis garbanzos garantizados en cualquier caso, si en verdad al sistema universitario y al país le importara algo lo que uno produce y lo premiaran o lo castigaran según hubieran sido los resultados. Créanme, yo sería más feliz, y en el fondo estoy convencido de que gran parte de los que se deprimen, gesticulan y se hartan en medio de la abundancia también se curarían de sus males psíquicos y andarían más dichosos. Y la sociedad se beneficiaría grandemente, si es que a la sociedad aún existe y le importa algo más que comer pizza delante de la tele que transmite un partido de fútbol.
Así llegamos a la justificación del título de este largo post. Si se quiere cambiar el modelo productivo, económico y social -Zapatero dice que quiere hacerlo, pero qué carajo va a saber la acémila de Zapatero-, a muchos hay que decirnos una cosita: mira, querido amigo, de hambre no te vas a morir, eso no, pero si quieres seguir dándote buena vida y cobrando unos hermosos dinerillos, hay que trabajar. Pues, ¿sabes?, lo que tú no desees hacer otros lo harán con gusto, y si resulta que tú eres un torpe que estás en ese puesto de funcionariete porque cogiste una buena ola, otros más hábiles y mejor dispuestos te sustituirán si no te superas.
Estado del bienestar sí, buenos sueldos en determinados puestos sí, pero el bienestar para el que se lo gana currando día a día y la remuneración generosa para el que la merece. Nada de apalancamientos en el privilegio, nada de posiciones ganadas para siempre, y nada -eso menos aún- de entender que tu status es poco menos que hereditario y puedes transmitirlo a tus descendientes aunque sean unos perfectos zoquetes o unos zánganos de marca.
Créanme, yo me iría de cabeza con un partido que diera caña de la buena por ese lado, pero sé que no hay una puñetera esperanza. Así que voy a ponerme a trabajar un rato en mis cosas, para olvidar y no cabrearme, como el que se chuta o se emborracha.
Tenías razón, madre, debería llegar una guerra, o el hambre, pero bien repartidos los tiros a los mangantes y los panes a los que se lo curren como es debido.