30 junio, 2012

El idiota que llevo dentro. Por Francisco Sosa Wagner


Por fin alguien se ha atrevido a decirlo con nitidez y ha sido un actor, que son quienes menos inhibiciones padecen: “todos llevamos un idiota dentro”.

El gesto es meritorio por lo que tiene de franqueza aunque su autor se ha quedado corto: ¿cómo uno? No, señor actor: todos llevamos dentro varios idiotas, una porción considerable de imbéciles y otra bien despachada de mentecatos. “El número de estultos es infinito” se lee ya en el libro sagrado y se lo recuerda don Quijote a Sancho. 
                                                          
Pues veamos el asunto con cierta frialdad: si esto no fuera así ¿cómo se explicarían nuestros comportamientos? ¿Alguien entendería algo de las decisiones que se adoptan en el seno de las familias numerosas, de las empresas de gas, de las redacciones de los periódicos o de los colegios concertados? Nadie y esta es la prueba concluyente de la modestia con la que la observación ha sido formulada.

Una modestia tan ostensible que lleva a la inexactitud. Porque no es que llevemos un idiota dentro sino que además llevamos a un listo y a un habilidoso con los ordenadores o a un despistado genial o a un entusiasta de la armónica de cristal. Todo eso somos: muchas cosas a la vez y todas forman la criatura inarmónica, caótica, pero adorable y fecunda que somos los humanos.                                         

Por algún sitio tengo escrito que “cuando acariciamos nos sale el cisne que llevamos dentro”. Y es que el cisne y las más diversas especies del reino animal anidan en nosotros con absoluta campechanía y se pasean por nuestro ser como las propietarias que en puridad son de nuestro destino. Y así unas veces somos ese cisne que acabo de invocar y otras somos un león rugiente, un pajarillo cantarín, un ceremonioso pingüino o una aplicada lechuza. Yo me he sentido más de una vez una ardilla y otras me he desempeñado como una marmota adulta.

Todo esto sin contar que, como nos enseñó Pascal, “no hay hombre más diferente de otro que el hombre mismo en sus diferentes edades”. ¿Qué sustancia queda de nosotros a los sesenta años de lo que hemos sido a los veinte? ¿Nos reconoceríamos si nos pudiéramos ver a través de un artilugio, de un pasadizo secreto que recorriera nuestras historias personales? Nos ocurre como a esas palabras que se aprenden en la gramática que sólo tienen número plural (las “exequias” o las “nupcias”).

Por eso huyo resueltamente de quien me dice esa frase tan amenazadora de: “yo siempre he sido de una sola pieza”. Este sujeto es tan temible como quien te anuncia que él “llama al pan, pan y al vino, vino” porque a renglón seguido te suelta una grosería.

Ese hombre de una sola pieza es una de las filigranas más logradas del pelmazo, del ser plano que es incapaz de mirar por encima de sus narices que las lleva atiborradas de mocos, secos como tópicos. Es parecido a ese otro que te espeta que es “de derechas de toda la vida” (o de izquierdas, pues tanto vale), ignorando que esas actitudes nadie las mantiene -si no se quiere sentar plaza de hipocritón- sin fisuras ni desfallecimientos. Así de irisadas son -felizmente- nuestras entretelas.
 
Menos las de aquellos que, en lugar de constituir una sutil combinación de sentimientos, citas bíblicas, cantares sin ritmo y lecturas descosidas, están fabricados en plomo.

1 comentario:

un amigo dijo...

Eh sí. ¿Alguien se explicaría la "cumbre" de Rio+20, por ejemplo, si no fuésemos un patético rebaño de siete mil millones de idiotas?

¿Alguien se explicaría que la administración de Obama, ese preclaro Nobel de la Paz, haya luchado a brazo partido por eliminar lo que la administración de Buch senior había aceptado veinte años antes?

No, no. La única explicación es el idiota que llevamos dentro, sentado cómodamente en el puesto de mando.

Salud,