(Sí, no sé qué me pasa. He vuelto a hacerlo. Ya me curaré algún día.
Absténganse rigurosamente todos los no enfermos de iusfilosofía. Y si alguno se aventura, que no me venga luego con que qué raro y qué largo. Yo he avisado, esto es para maniacos).
Tres son los autores hoy más a menudo citados como sumamente
relevantes por los iusmoralistas que se dicen no iusnaturalistas: Dworkin,
Alexy y Nino. Voy a referirme aquí a algunas tesis autipositivistas del
tercero, de Nino, especialmente en la forma en que aparecen en su libro póstumo Derecho, moral y política[1].
La “tesis central” de Nino en tal obra es “que el derecho es un fenómeno
esencialmente político, es decir, que tiene relaciones intrínsecas con la
práctica política. Algunas de esas relaciones son directas, y otras se dan a
través de la moral”[2].
Lo que Nino primero examina es si entre derecho y moral hay conexión conceptual
y conexión justificatoria.
Sabido
es, y Nino lo recuerda, que una tesis esencial y definitoria es la de la
separación conceptual entre el derecho y la moral. Mas tratemos nosotros de
aclarar qué significa separación conceptual, así como su contrario, unión o
conexión conceptual. Luego volveremos a la doctrina de Nino.
Entre
dos conceptos hay conexión conceptual cuando el uno necesariamente presupone el
otro, cuando no puede pensarse el uno sin el otro, sin asumir el otro. Creo que
un ejemplo de conexión o unión conceptual es el que se da entre ética
individual y libertad del individuo: no podemos pensar ni tiene ningún sentido
que pensemos en la existencia de deberes morales sin presuponer la libertad del
individuo, individuo que así, en cuanto
libre, tiene la facultad de hacer o no hacer lo que las normas éticas le
señalan como moralmente debido. Si pensamos la ética sin presuponer la libertad
podemos llegar a entender que también hay una ética de los gatos o de las
piedras, lo cual tendremos por profundamente absurdo.
Entre
dos conceptos hay separación conceptual si es perfectamente posible entender y
pensar uno sin presuponer de ninguna forma el otro, de modo que entre ellos
pueden darse todo tipo de relaciones, no solo un tipo de relaciones necesarias.
Así, pongamos, hay separación conceptual entre viajar y rezar, pues estos dos
conceptos de ninguna manera se implican o se presuponen. Alguien puede rezar
sin moverse a ningún lado o puede viajar sin rezar, pero también cabe que viaje
rezando o rece viajando. Entre dos conceptos separados o no implicados no hay relaciones
necesarias y caben distintas relaciones contingentes.
Mencionaré
un ejemplo que ya he usado otras veces al hablar de este tema. Tomemos el
concepto de amor y el concepto de cópula sexual entre humanos. Entre esos dos
conceptos ¿hay conexión o separación conceptual? En mi infancia, ciertos
educadores de negro nos explicaban que puede haber amor sin sexo (es más, se
trataba del amor más puro y perfecto), pero no sexo sin amor. ¿Quería esto
decir que entre humanos es materialmente imposible el ayuntamiento carnal sin
sentimiento amoroso, de manera que si dos hacen el amor ha de ser
necesariamente porque se aman, aun cuando también puedan amarse sin hacer el
amor?
Es
un problema definitorio o de estipular definiciones. Que materialmente cabe
cópula sin amarse no lo ha podido negar jamás ni cura ni Papa siquiera, pues
bien lo demuestra la experiencia, sea ajena o propia. ¿Entonces? Pues entonces
aplicamos la definición: si todo sexo propiamente dicho implica necesariamente
amor, ¿qué es la cópula sin amor? Pues no es sexo, tiene otro nombre. Los curas
de mi colegio la llamaban genitalidad. Así que para que se pueda mantener la
conexión conceptual necesaria entre sexo y amor hace falta negarle la condición
de prácticas sexuales a una buena parte de las prácticas sexuales: las llamamos
genitalidad y queda así la regla sentada y aplicada: nada más que hay sexo con
amor y el sexo sin amor no es sexo, es genitalidad.
Volvamos
a aquel ejemplo anterior del viajar y el rezar. Decíamos que son conceptos
claramente separados y separables, que en modo alguno se conectan o se implican
de modo necesario. Ahora supongamos que aparece un nuevo grupo religioso
cristiano que tiene como uno de sus dogmas el del rezo en movimiento; es decir,
los fieles están obligados a rezar al menos una vez a la semana, pero sólo se
admite el rezo en viaje. Así que para cumplir con el precepto de rezar una vez
por semana se impone viajar una vez a la semana. Porque el rezo sin viaje no es
rezo, es incluso pecado grave, pongamos.
¿Qué
dirán los cultivadores de ese credo de la costumbre que otros grupos tienen de
rezar en su casa o sin moverse del pueblo o sentados tranquilamente en la
iglesia? Pues que eso no es rezar, ya que aunque cabe viajar sin rezo, no es
pensable rezo que propiamente lo sea sin viaje.
El
ejemplo es útil para ayudarnos a reparar en lo siguiente: en este tipo de
supuestos la conexión conceptual no resulta de ningún tipo de lógica o de regla
ineludible de nuestro pensamiento, sino de una regla de otro tipo, de una norma
estipulada por los mismos que sientan la conexión conceptual necesaria: sin la
norma de que hay que rezar viajando no habría inconveniente para pensar que
también es oración la que se hace sin desplazamiento. Estamos, pues, ante
conexiones conceptuales que son necesarias por estipuladas. Y la pregunta está
en si es de este tipo la conexión conceptual necesaria que entre derecho y
moral afirman los iusmoralistas, como Dworkin, Alexy, Nino y toda la tradición
iusnaturalista anterior, con las diferencias que se quiera entre unos y otros.
Volvamos
a Nino. Según este acreditado autor, “Si observamos atentamente cuál es el
mínimo común denominador de los principales exponentes del positivismo, desde
Bentham y Austin hasta Carrió, Bulygin y Raz, pasando por Kelsen, Ross y Hart,
creo que sólo vamos a encontrar una tesis de índole conceptual. Esa tesis es
que el derecho puede definirse, identificarse y describirse sólo en términos
fácticos, tomando en cuenta ciertas propiedades que son valorativamente
neutras” (DMP, p. 23). Y sigue: “De modo que los positivistas conceptuales
enfatizan la posibilidad de definir el derecho, de individualizar cierto
sistema jurídico y de describir su contenido, teniendo sólo en cuenta
propiedades de hecho, sin necesidad de incurrir en consideraciones valorativas
sobre la justicia, adecuación axiológica o moralidad de los fenómenos que son
objeto de tal definición, identificación o prescripción” (DMP, p. 24)[3].
Una constante de ese positivismo conceptual sería la insistencia “en la necesidad
de separar el derecho que <> del derecho que <>” (DMP, p. 25).
Detengámonos
aquí un momento. Los positivistas, nos dice Nino, opinan que es posible
establecer dónde hay un sistema jurídico o qué mandan sus normas, describir ese
derecho y esas normas jurídicas, sin necesidad de apelar a la justicia o
moralidad de ese sistema jurídico o de esas normas jurídicas que se han
identificado o cuyo contenido se describe. Así, el iuspositivismo vendría a
contarnos que son plenamente coherentes y posibles enunciados como los
siguientes:
-
“En la Roma de la época de Augusto había un sistema jurídico que permitía la
esclavitud y sometía a la mujer a la autoridad del paterfamilias”.
-
“Durante la década de 1940 en España el derecho vigente no permitía a la mujer
casada enajenar sus bienes inmuebles sin la autorización del marido”.
-
“Según el vigente Código Penal español, art. 525.1, incurren en delito los que
para ofender los sentimientos de los mientras de una confesión religiosa, hagan
públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento,
escarnio de su dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también
públicamente, a quienes los profesan o practican”.
-
“En España, a día de hoy, febrero de 2012, es derecho y como tal está vigente
la Constitución de 1978”.
En
cambio, para los no positivistas, como Nino, esos enunciados solo tienen
sentido si al hacerlos o bien presuponemos un carácter moral positivo de esas
normas o del correspondiente sistema jurídico, o bien presuponemos que hay
razones morales poderosas para atribuir carácter jurídico a ese sistema o a
esas normas. Dicho de otro modo, para el no positivista no tiene sentido
propiamente un enunciado como el siguiente: “La norma jurídica N, perteneciente
al sistema jurídico SJ, es horriblemente injusta”; pues si es horriblemente
injusta no será jurídica[4].
O este otro: “El sistema jurídico SJ era espantosamente injusto”; ya que si era
tan injusto no podría ser jurídico.
Si
esto es así, un no positivista sólo puede llamar jurídico a un sistema
normativo cuyo contenido no le resulta moralmente rechazable, o muy rechazable.
Por ejemplo, sólo alguien que no rechace moralmente la esclavitud o que no esté
en grave desacuerdo con el machista predominio del marido sobre la esposa podrá
explicar el Derecho romano como derecho o el derecho español del siglo XVI como
derecho.
Si
sólo puede ser en puridad derecho el derecho que moralmente debe ser, ninguna
norma moralmente indebida será con propiedad jurídica, sólo lo aparentará o
nada más que lo pretenderán, sin éxito, sus autores o aplicadores. Así que
quien explique la historia del Derecho civil español al llegar al Derecho civil
de los tiempos de Franco deberá puntualizar que no eran verdaderas normas de
Derecho civil las que subordinaban completamente a la esposa a la autoridad del
marido.
En
este punto es donde muchos autores, y Nino entre ellos, apelan a la hartiana
distinción entre punto de vista interno y punto de vista externo. El punto de
vista externo es el de quien distanciadamente explica o describe un sistema
jurídico bajo cuyas normas no se siente implicado, o concernido por ellas. Es
decir, cuando yo explico el Derecho romano de la época de la República, doy
cuenta de algo ajeno, en un doble sentido: ni yo dependo para nada de esas
normas ni esas normas dependen para nada de cómo las considere yo, si como derecho
o de otra manera.
El
punto de vista interno es el de quien está vivencialmente afectado por las
mismas normas a las que se refiere. Cuando yo cuento que es derecho aquel art.
525.1 del vigente Código Penal español, no sólo describo lo que jurídicamente
obliga para otros, sino también lo que me está obligando a mí; y al describir
esa norma como derecho no me limito a tal descripción, sino que cuando la identifico
como jurídica co-constituyo su juridicidad. Pues si mis coetáneos y
compatriotas y yo mismo no viéramos esa norma como jurídica, aquí y ahora, no
sería aquí y ahora jurídica.
De
acuerdo, al describir no sólo describo lo que jurídicamente hay, sino que me
implico con lo que jurídicamente es. Pero, entonces, ¿incurro yo en algún tipo
de contradicción si digo que en el vigente derecho español la norma N es derecho
y, además, es injusta o una completa inmoralidad? Por ejemplo, si tal pienso
del contenido del art. 525.1 del Código Penal, ¿no puedo decirlo sin ser un
incoherente o sin padecer una especie de esquizofrenia conceptual? Y, si yo
viviera bajo el franquismo en los años cincuenta del siglo XX, ¿no podría decir
que me parece aborrecible e inmoral ese derecho de mi tiempo? ¿Los únicos que
en la época de Franco, en España, veían el derecho en verdad eran los que no
veían derecho ni en aquel Código Civil ni en aquel Código Penal? ¿Era, entonces
y aquí, derecho un conjunto de normas no legisladas o no jurídicamente
positivadas, de normas morales que decían y mandaban lo contrario de lo que
como derecho era socialmente considerado y como derecho aplicado por los
tribunales y la Administración y cumplido por los particulares en sus contratos
y actos jurídicos?
Parece
ser que el error del iuspositivismo está en separar conceptualmente el derecho
que es del derecho que debe ser, olvidando que el que no debe ser no puede ser.
Pero ¿qué significa que no debe ser? Cuando decimos “el derecho que es”
describimos unas normas que “son” derecho, al menos que lo son con arreglo a
ciertos parámetros formales o sociales. Pero cuando decimos “el derecho que
debe ser” estaremos empleando un parámetro normativo externo al del “derecho
que es”, al de ese conjunto de normas que llamamos “el derecho que es”. Ese
parámetro que, en ese sentido, es externo, es un parámetro moral. O sea, que al
referirnos al “derecho que debe ser” queremos decir “el derecho que, según la
moral, debe o debería ser”. Y lo que el no positivista hace es sostener que si
“el derecho que es” no es “el derecho que debe ser”, el derecho que es no es
derecho o no lo es del todo o no lo es perfectamente. Pero ahora vamos a otra
cosa y no a esta paradoja.
Quedamos
en que para que podamos cotejar “el derecho que es” con el “derecho que debe
ser”, a fin de ver si el que es es, debemos tener un patrón moral con el que
medir. Es ese patrón moral el que nos señala cuál es el derecho debido, por
contraste con el que por moralmente indebido es derecho que no es derecho. ¿De
qué moral hablamos? Ha de tratarse de una moral objetiva u objetivable. Veamos
por qué.
Supóngase
un país P que tiene un sistema jurídico cuyas normas son consideradas
perfectamente justas por el noventa y nueve por ciento de sus pobladores, pero
que nuestro iusmoralista ilustrado estima como radicalmente inmorales. Si el
iusmoralista sostiene que el sistema jurídico de P será derecho para los
habitantes de P y como tal puede ser descrito por nosotros (desde nuestro punto
de vista externo) o por ellos (desde su punto de vista interno), pero no será derecho
para nosotros, este iusmoralista se va a encontrar con dos problemas. El
primero, que su postura vendrá a ser muy similar a la del positivista. Ambos
describen como distinto el derecho que es y el derecho que debe ser. La única
diferencia estará en que el iusmoralista incorpora a la descripción del derecho
que es el juicio moral favorable de los que bajo él viven y piensan que ese
derecho que es es el que debe ser.
El
segundo problema está en que esa postura llevaría a entender que hay tantos
derechos que son como derechos que alguien puede pensar que deben ser. En otras
palabras, que existirían tantos sistemas jurídicos posibles como sistemas
morales posibles, esto es, como sistemas morales con posibles contenidos
diversos de sus normas. Así, por ejemplo, lo mismo podría ser un derecho
esclavista que uno no esclavista, bastando con que haya personas o grupos que
admitan como moralmente justificado uno y otro.
Vemos
que por esa vía el iusmoralismo conduce al caos teórico y práctico: no hay
manera en ninguna parte de ponerse de acuerdo sobre cuál es el derecho que es,
ni cabrá tampoco acuerdo sobre cómo debe ser el derecho para ser plena o
perfectamente derecho: existirán tantas concepciones de lo jurídico como
concepciones morales en pugna. En la práctica, esto significaría que con la
misma autoridad y fundamento con que un ciudadano le dice a un juez que no
aplique la norma N de ese sistema SJ, pues no es verdaderamente jurídica de tan
injusta, otro ciudadano le diría lo contrario, que aplique N porque es
totalmente jurídica por plenamente justa. El machista y el antimachista, el
esclavista y el antiesclavista que convivan en el mismo Estado tendrían los dos
la misma razón y tendría cada uno su sistema jurídico personal. ¿Constitución
incluida? Sí, claro, porque si la Constitución es derecho positivo y nada más
que derecho positivo, ¿por qué va a ser jurídica una norma constitucional
profundamente inmoral, como sería inmoral para el antiabortista una que permita
el aborto voluntario o como sería para el igualitarista una que prescribiera la
sumisión de la mujer al hombre? Por cierto, ¿son verdaderas constituciones, y,
como tales, normas jurídicas plenamente, las constituciones actuales que establecen
la superioridad de derechos del varón sobre la mujer?
Nada
más que de una manera se libra el iusmoralista de semejantes callejones sin
salida para su doctrina: presuponiendo, dando por sentada una moral
objetivamente correcta y, como tal, cognoscible. Es decir, tiene que ser
objetivista y cognitivista. La moral por referencia a la cual se mide si el
derecho que es es el derecho que debe ser tiene que ser una moral objetiva, en
el sentido de no puramente relativa a personas, tiempos o lugares. Porque si es
relativa esa moral de referencia, volvemos a las andadas: hay tantos derechos
debidos como morales posibles, y para que un derecho sea derecho bastará, todo
lo más, que allí donde rige se considere justo. Así que entre ciudadanos de
moral machista podrá ser derecho perfectamente tal un derecho machista. Por
cierto, que para regir en la práctica y poder ser eficaz un sistema jurídico
requiere una mínima consonancia con la moral dominante en la respectiva
sociedad es algo que siempre han resaltado también los positivistas de todo
cuño al hablar no de la justicia, sino de la eficacia de los sistemas
jurídicos. Pero recordemos que no están los iusmoralistas ocupándose de los
requisitos de la eficacia de las normas jurídicas cuando subrayan la conexión conceptual
entre derecho y moral.
El
objetivismo moral reviste dos formas principales, la tradicional y la del
constructivismo ético. La tradicional señala que la moral verdadera ha tenido
siempre y en todas partes los mismos contenidos, al margen de que en tal o cual
cultura se conocieran mejor o peor. El iusnaturalismo es objetivista en ese
sentido y siempre ha mantenido[5]
que el adulterio es contrario a derecho natural (con lo que no cabe que el
derecho “legalice” relaciones adúlteras) o que lo es la homosexualidad (por lo
que el derecho natural no permite por ejemplo el matrimonio homosexual) o que
es conforme a derecho natural que la mujer se someta a la autoridad del varón .
El
objetivismo constructivista no afirma que estén preconstituidas, preestablecidas,
las verdades morales, salvo en lo que tiene que ver con el igual derecho de
todo ser humano adulto a participar en los discursos y debates morales que lo
conciernen, sino que las normas morales objetivamente verdaderas serán en cada
tiempo y lugar las que se acuerden en el marco de una deliberación social libre
e igualitaria. Como esa deliberación tiene lugar sobre el trasfondo del “mundo
de la vida”, de los datos y conocimientos de la sociedad concreta de que se
trate, las verdades morales pueden cambiar, en la medida en que también cambien
los consensos a partir de modificaciones en ese mundo de la vida o
infraestructura cultural de la deliberación libre y de los acuerdos.
Asumamos
este tipo de objetivismo constructivista, que es al que Nino se acoge también. ¿Cuándo
podré yo considerar que es racional y verdadera la norma NM de mi moral? Cuando
pueda razonablemente presumir o dar por sentado que esa norma la considerarían
igualmente verdadera todos mis conciudadanos, si entre todos nosotros sobre ella
pudiéramos debatir en condiciones de perfecta imparcialidad y con total
ausencia de prejuicio. Es decir, sólo podré considerar racional y verdadera NM
si estoy sincera y seriamente convencido de que podría pasar ese test del
consentimiento del auditorio universal o de la comunidad ideal de diálogo,
aunque aquí y ahora, sobre la base de nuestro Lebenswelt o mundo de la vida.
Bien,
pongamos que NM es la norma de mi moral que dice que no es inmoral el aborto
voluntario de la mujer dentro de las primeras semanas de su embarazo. ¿Es
racional y verdadera NM, por cuanto que puedo estar convencido de que todos los
antiabortistas que me rodean no serían antiabortistas si no estuvieran llenos
de prejuicios y fueran capaces de razonar imparcialmente? ¿No pensarán
exactamente ellos lo mismo de mí, que si yo no anduviera obnubilado por falsos
ídolos estaría plenamente de acuerdo en que el aborto voluntario y libre dentro
de un plazo es una radical inmoralidad? ¿Realmente pueden ellos decir de mí o
yo decir de ellos que nuestras respectivas moralidades son irracionales y fruto
solo del prejuicio y de la incapacidad para razonar como es debido? No
olvidemos que el debate que aquí nos traemos no es meramente moral, sino
jurídico: de que estén en la verdad ellos o yo dependerá el que la norma de
derecho positivo que permite el aborto voluntario en plazo no sea jurídica,
aunque esté legislada y hasta avalada por el Tribunal Constitucional, o sí lo
sea. Y una pregunta más, malévola pero de hondo realismo: ¿alguien ha visto alguna
vez a un constructivista decir que él mismo se hallaba en el error moral, pero
que una vez aplicado el test del consenso imparcial hipotético se ha dado
cuenta de su yerro y ha cambiado sus convicciones morales para asumir las
verdaderas? ¿No sucede siempre al revés, que las convicciones de partida se ven
ratificadas mediante la afirmación de que cómo no van a superar el test, si
salta a la vista que son las únicas racionales o las de mayor racionalidad?
Será
inevitable, creo, topar de nuevo con la paradoja. Si el consenso racional que
hipotéticamente avala la moral objetivamente verdadera o correcta está
condicionado por las coordenadas culturales respectivas[6],
por el correspondiente mundo de la vida, podemos racionalmente tener por norma
moral verdadera hoy la que en otro tiempo o lugar es racionalmente tenible por
falsa; y a la inversa. Entonces, puesto que la moral objetivamente correcta
condiciona el derecho que pueda ser derecho y, por eso, un derecho contrario a
la moral correcta no es derecho o no lo es perfectamente, tenemos que la moral
condicionadora de la juridicidad es una moral relativa a cada tiempo y lugar:
aquella que en cada tiempo y lugar hipotéticamente alcanzaría el consenso del
auditorio universal. Pues o hay tantos auditorios universales como culturas,
con lo que los auditorios universales sólo son relativamente universales, o la
moral avalada por el auditorio universal es una moral objetiva al modo del
objetivismo tradicional, no del constructivismo.
No
hay inconveniente, pues, en considerar como jurídico uno que sea esclavista, si
en esa sociedad todavía no se han podido dar las condiciones para que los
sujetos capten lo contradictorio y absurdo que es consentir el esclavismo; o
sea, si en esa sociedad todavía no están en condiciones de imaginarse todos en
la rawlsiana situación originaria y bajo el velo de ignorancia o en la
habermasiana comunidad ideal de diálogo. Así que el Derecho romano puede seguir
siendo derecho y el derecho de un país islamista muy machista puede seguir como
derecho también, supongo. No nos contradecimos si llamamos derecho al “derecho”
del Afganistán de los talibanes, pero sí nos contradecimos si llamamos derecho
a un sistema jurídico de nuestro país que sea inmoral a tenor de lo que debe
ser para nosotros la moral racional, esa que podemos conocer imaginando lo que
al deliberar bajo condiciones de imparcialidad todos consentiríamos. Pero
entonces vuelvo a preguntar: ¿el aborto voluntario es moral o inmoral y, en
razón eso, es jurídica o no la norma que lo permite aquí y ahora?
Las
sociedades modernas occidentales de hoy están presididas por constituciones
jurídicas que amparan el pluralismo moral y la libertad ideológica y de
creencias. O sea, que no hay una moral más constitucional o más jurídica que
otra, salvo en lo referido a esa metamoral que obliga a consentir morales
distintas. En una sociedad así y con una Constitución tal, ¿cómo podemos
suponer que es parte del sistema jurídico, del único derecho que puede ser
derecho, una única moral correcta, que sería la que todos, aun tan distintos
moralmente, consentiríamos si deliberáramos y razonáramos en situación de
perfecta imparcialidad? ¿Podemos acaso decir, sin contradecir los más básicos
postulados de nuestro mundo, que los jueces deben decidir los conflictos
jurídicos que también suponen conflictos morales aplicando la moral
objetivamente correcta y mostrando así que algunos de los que estaban en ese
conflicto jurídico-moral (por ejemplo el antiabortista o el defensor del aborto
libre) se hallaba en el error pese a tener derecho a errar moralmente, y que
aunque tenga pleno derecho constitucional a sus ideas morales debe pasar por el
aro de la verdad, aunque sea la verdad de una minoría, de la minoría de la que
el juez o el profesor de turno forman parte? Y entonces, ¿para qué están los
derechos políticos? ¿Para qué permiten las constituciones las libertades
morales, si al final el derecho tiene que pasar por la moral objetivamente
correcta y si los resultados legales de la deliberación democrática no sirven
porque por encima está la deliberación imaginaria en la comunidad ideal de
diálogo o en la situación originaria?
De
nuevo con Nino. Subraya que es posible usar un concepto descriptivo de derecho,
como hacen los positivistas, y, además, que ese concepto puede ser
convencional. Es decir, que por derecho entendemos lo que en la práctica social
se toma por tal o se ve como tal. Sin embargo, junto a ese concepto descriptivo
surge uno normativo, y entonces hablamos del derecho en cuanto normas debidas.
Lo peculiar de ese concepto normativo de derecho es que no puede autofundarse[7].
Se reproduce así algo estructuralmente muy semejante al viejo problema
teológico del motor inmóvil. Recordemos ese viejo argumento religioso: podemos
retrotraernos en la cadena de los seres y la vida, pero la vida misma no puede
explicar el origen de la vida y por eso una cosa es que describamos los seres
vivos, cosa que podemos hacer sin Dios, y otra que fundemos la vida y demos
cuenta de su origen, en cuyo caso no podremos admitir que el primer ser vivo se
creó a sí mismo o se dio a sí mismo la vida, sino que tendremos que asumir la
existencia de Dios, cuya vida es eterna y de esa manera no hay que explicar de
dónde viene o desde cuándo.
Pues
bien, parece que con lo normativo pasa lo mismo. En cuanto que no sea un puro
fenómeno fáctico, sino que tenga también esa dimensión normativa o de “debido”,
el derecho, en tanto que norma o debido, debe fundarse en otra norma. Así vamos
por la cadena de validez hasta explicar la norma primera, que ya no podrá ser
jurídica, pues entonces diríamos que la primera o más alta norma jurídica tiene
una juridicidad fundada en sí misma, autorreferente; sería un hecho
originariamente normativo, una especie de contradicción en los términos. Así
que suponemos que la validez o dimensión normativa del primer “hecho” jurídico
o de la primera norma no proviene de ella misma, sino de una norma primera que
da la juridicidad y que es una norma moral que también es jurídica. Es decir,
presuponemos la primera norma
moral-jurídica como origen de cualquier derecho posible, de la misma forma que
aquellos teólogos presumen la existencia de un Dios vivo, pero eterno, como
origen de toda vida primera. Y problema resuelto. O problema aparentemente
resuelto, ya que lo solucionamos al renunciar a resolverlo: ya no preguntamos
quién creó a Dios, pues lo asumimos existente pero increado, en cuyo caso no se
sabe por qué no ha de ser existente pero increada la vida misma que a través de
Dios pretende fundarse; y ya no preguntamos de dónde proviene la validez o
normatividad de esa primera moralidad que funda lo jurídico en tanto que debido
o normativo: hay una norma moral que es válida en sí misma y no necesita un
fundamento normativo para su validez, norma fundante infundada, ser existente
por sí subsistente. La Santísima Trinidad como base también de la teoría
jurídica.
De
otra manera dicho, si rechazamos un concepto puramente convencional del derecho
porque del puro hecho de que opere una convención no se puede extraer la explicación
de por qué esa convención produce algo debido, obligatoriedad, tenemos que dar
por sentada o presupuesta una
normatividad no convencional y esa normatividad no convencional ya no es un
puro hecho, sino norma originaria que tiñe de normatividad los hechos
convencionales. Con esto va de suyo que hay una moral no puramente
convencional, una moral objetivamente verdadera. Pero, entonces, ¿cómo podemos
basar la moral objetiva en el constructivismo ético, al modo de Nino y muchos
otros iusmoralistas de hoy? ¿No es el consensualismo de ese constructivismo
ético una remisión a acuerdos sociales, a convenciones, y no necesita fundarse
en elementos normativos originarios y, como tales, no puramente convencionales?
En el fondo sí. Por eso los constructivistas éticos suelen ser, en el fondo,
objetivistas de los de siempre, sólo que con un añadido: piensan que cualquier
ser racional estaría de acuerdo en ese momento con lo que ellos consideran
moralmente debido y que si en algo yerran ellos no es porque su pensar no sea
en sí apto para el acuerdo racional de todos, sino porque a todos despista de
vez en cuando la cultura vigente, el “mundo de la vida”. El constructivista es
el único que sabe lo que pensaría cualquiera si estuvieran todos en la
situación originaria o en la comunidad ideal de diálogo, y por eso puede
enunciar lo que todos los seres racionales darían por bueno si fueran capaces
de ver tan lejos como solo ve él.
Vayamos
al núcleo de las razones que ofrece Nino para poner de relieve que entre derecho
y moral hay una conexión esencial que él llama “conexión justificatoria”.
Según
nuestro autor, “El uso de los conceptos descriptivos de derecho (…) parece ser
apropiado para un observador externo al derecho, mientras que el empleo de los
conceptos normativos es aparentemente adecuado para los participantes en la
práctica jurídica, como legisladores, jueces y abogados” (DMP, p. 43). El que
“desde dentro” ve el derecho y, por tanto, lo ve y lo vive como derecho válido,
no puede contemplarlo con una perspectiva puramente descriptiva o positivista.
Lo que en Nino define ese llamado punto de vista interno es que los que lo
adoptan toman en cuenta ellos mismos “razones a favor o en contra del
reconocimiento de tales estándares”. Este concepto normativo del derecho supone
“el conjunto de estándares que deben ser reconocidos” (DMP, p. 4). ¿Qué querrá decir
eso de reconocer los estándares que deben ser reconocidos?
Yo
en este momento vivo en España y constato que en este Estado en el que vivo los
ciudadanos de modo prácticamente unánime, así como los funcionarios del Estado
mismo, consideran o creen que las normas que en la Constitución de 1978 se
contienen son derecho, al igual que lo son las del Código Civil, el Código
Penal y multitud más de leyes y reglamentos de todo tipo. Cuando voy por la
autopista en España sé o siento o creo firmemente que hay y está en vigor una
norma jurídica que me prohíbe circular a más de 120 kilómetros por hora, bajo amenaza
de una sanción si rebaso dicho límite. Si nadie o casi ninguno creyera que en
esas sedes está el derecho y que esas normas son jurídicas, seguramente a mí
tampoco se me ocurriría pensar tal cosa o contemplar bajo ese estatuto especial
tales mandatos, de la misma forma que si hubiera un generalísimo acuerdo en que
lo que obliga de la manera especial del derecho es lo que cada día determinen
la Conferencia Episcopal o las asociaciones de jugadores de mus, así lo vería
yo también. ¿Qué es lo que reconozco? No sé qué reconozco, digamos que
participo de una convicción colectivamente asentada y de las consiguientes
prácticas. ¿Qué debo reconocer? Depende de lo que entendamos por deber. Al
reconocer derecho en la Constitución y en aquellas leyes y reglamentos no
cumplo con ningún deber ni atiendo ninguna normatividad ulterior: lo reconozco
porque es lo que hay, no porque estime que es lo que debe haber.
Ese
reconocer es independiente por completo de que a mí me parezca bien o mal que
haya derecho, pues a lo mejor soy anarquista, o que considere justa o injusta
aquella norma. Si yo soy anarquista y llamo a derribar el derecho y a terminar
con las normas jurídicas, ¿cómo sé qué es el derecho con el que quiero acabar y
cuáles las normas jurídicas que deseo expulsar de la sociedad? Pues porque las
reconozco en su presencia en el imaginario colectivo y las prácticas sociales,
aunque me parezcan pura ideología falsa o carentes de todo fundamento moral
aceptable. ¿Por qué se yo, juez o ciudadano común, que tal o cual norma
jurídica es injustísima? Porque la reconozco como jurídica con independencia de
ese calificativo de justa o injusta. Si no fuera así y así no pasara, sería
absolutamente imposible formular con sentido un enunciado como el siguiente:
“La norma jurídica N es (muy) injusta”.
Lo
que Nino defiende es que la perspectiva interna del derecho “está
indisolublemente ligada a la perspectiva interna de la moral y, en especial, a
la perspectiva interna de la práctica discursiva que la modernidad ha acoplado
a la moral positiva” (DMP, p. 50). Así
que, al parecer, sea yo anarquista o sea de las convicciones morales o
políticas que sea, no puedo ver el derecho como derecho si no me afilio a la
moral discursiva de la modernidad y si no pienso que lo que hace a fin de
cuentas que el derecho sea derecho son razones morales de ese tipo de moral.
Así que habrá que concluir que anarquistas, tradicionalistas, conservadores
premodernos o posmodernos escépticos o no saben ver el derecho tal cual es o lo
ven en lo que no es, muy equivocadamente. Y si todos aquí y ahora coincidimos
en que las normas del vigente Código Civil son derecho y, en cambio, no lo son
las normas que trata de dictarnos la Conferencia Episcopal, es porque todos
somos modernos y discursivos.
Tal
como Nino explica, si identificamos nosotros o identifican los jueces qué
normas son derecho es por referencia a ciertos individuos autorizados para
dictar esas normas, llámense legisladores o como se llamen, individuos que, por
tanto, “cuentan con legitimidad para
emitir tales prescripciones, o que son fuentes de normas válidas” (DMP, p. 56). En la cadena de competencia siempre
tendremos que llegar a un legislador que no esté habilitado por las normas de
otro anterior y, entonces, cómo vamos a basar la juridicidad de los mandatos de
ese primero si no es a partir de una normatividad primera que no es jurídica,
sino moral. Dice Nino: “Como ha observado Kelsen, la cadena de normas de
competencia no puede ser infinita. Vale decir que este concepto de derecho
necesariamente alude a normas que no son jurídicas en su identificación de las
normas jurídicas. El derecho es identificado, según este concepto, acudiendo a
normas no jurídicas” (DMP, p. 57).
¿Esas
normas últimas son morales? Según Nino, aunque podemos buscar palabras más
neutras, en realidad “la identificación descriptiva de ciertas proposiciones
normativas como jurídicas implica mostrar que derivan de ciertas normas morales que legitiman a determinadas
autoridades y de proposiciones descriptivas de las prescripciones de tales
autoridades” (DMP, p. 59). Así que, si no entiendo mal, todo el que piense que
la Constitución española, por ejemplo, es derecho aquí y ahora, lo pensará por
razones morales, porque a fin de cuentas es capaz de dar una justificación
moral de tal Constitución. Con lo que, supongo, si ahora mismo hubiera en España
un golpe de Estado como aquel franquista, con su guerra civil, se derogara esa
Constitución moralmente justificada y se instaurara una nueva incompatible con
esa moral, dicha Constitución nunca sería no podría ser derecho, aunque todos
los ciudadanos la vieran como tal (con independencia de que muchos moralmente
la aborrecieran) y como tal fuera absolutamente eficaz y el Estado por ella
jurídicamente presidido estuviera plenamente reconocido en el Derecho
Internacional, como lo están todavía hoy unas cuantas dictaduras, como la de
Cuba o China, entre otras. En realidad, sigo suponiendo, Cuba o China no tienen
ni Constitución ni derecho, salvo que supongamos que moralmente no están en la
modernidad y entonces se les permite por el momento que allá sea jurídico lo
que aquí no podría serlo porque no debería ser reconocido como siéndolo.
¿Qué
pasa si un chino (o unos cientos de millones de ellos) reconoce el derecho
chino actual como derecho? ¿Se equivoca al reconocer como jurídico lo que
jurídico no puede ser, por incompatible con la moral de la modernidad, o es derecho
porque los chinos así lo ven, aunque moralmente nosotros lo juzguemos como
moralmente descarriado y aun cuando ellos acabaran considerándolo injusto? Si
es lo primero, cuando un chino nos señale algún código vigente en su país y nos
diga que eso es derecho chino y pretenda explicárnoslo como tal, habremos de
corregirlo y de decirle que imposible, pues aunque él lo reconozca así, es
imposible que así lo reconozca, ya que ese reconocimiento presupone un visto
bueno moral que él no puede estar dándole si está en sus cabales o es
mínimamente racional o un poco moderno.
No
olvidemos cuál es la moral que sirve de referente para el reconocimiento moral
de la juridicidad, reconocimiento moral constitutivo de la juridicidad y sin el
que no habría derecho pues nadie se explicaría cómo ciertas normas pueden
serlo: la moral de la modernidad. En palabras de Nino, “La adopción de tales
normas que legitimen las fuentes de normas jurídicas se verá sometida a la
práctica discursiva mencionada antes, para imbricarla con la moral positiva de
la modernidad” (DMP, pp. 58-59). Sólo puede ser derecho, modernamente, el que
discursivamente todos podamos aprobar si razonamos en condiciones aseguradoras
de nuestra imparcialidad. Los otros sistemas jurídicos, como los de las
dictaduras de hoy, son derecho a todos los efectos pero nadie podrá
explicárselo, pues el auditorio universal no los consentiría si pudiera
expresarse; por eso, esos sistemas jurídicos no son jurídicos y aunque
funcionen plenamente como derecho son derecho que no es porque racionalmente no
puede ser, porque a nadie se le puede ocurrir una buena razón admisible para
ver juridicidad en sus normas jurídicas últimas.
Tal
como explica Nino, en “el marco discursivo de la modernidad” (DMP, p. 60) esas
normas que legitiman a las autoridades últimas que dictan prescripciones
jurídicas están sujetas a crítica. O sea, un cubano o yo podemos criticar
moralmente el sistema jurídico cubano y sostener que lo que la moral moderna
exige es que no veamos derecho en el derecho de una dictadura. Ahora bien,
porque quepa la crítica moral, o en particular la crítica con los presupuestos
discursivos de la moderna idea de moral, ¿dejará un sistema jurídico de serlo
si no supera esa crítica, si es desautorizado por ella? Si la crítica moral
deslegitima moralmente a las autoridades
jurídicas, ¿quedan estas jurídicamente deslegitimadas?
Es
el momento de ocuparse de una ambigüedad que oscurece enormemente el
razonamiento iusmoralista de Nino y de muchos autores de similar orientación.
Ya vimos en una cita anterior que la clave última yace en la legitimidad y
autoridad del legislador último, aquel cuya competencia normativa no viene de
un legislador anterior o superior. Pero aquí se están confundiendo dos nociones
de legitimidad (y de autoridad): la moral y la jurídica. La legitimidad
jurídica última no es moral, sino que deriva del hecho de un reconocimiento que
es meramente fáctico. Lo que hacía del derecho franquista derecho no era una
legitimidad moral propia o que la sociedad le atribuyera, sino el hecho de que,
con legitimidad moral o sin ella, en el Código penal o en el Código Civil en
tiempos de Franco la sociedad veía derecho y practicaba como derecho, aunque a
muchos les pareciera aborrecible, una porquería de sistema jurídico.
Hagamos
una comparación. Las razones por las que yo veo a mi padre como mi padre son
razones fácticas, no morales. No me contradigo si afirmo que mi padre es un
padre sin legitimidad moral, puesto que no se comporta conmigo como un padre
debe hacerlo. ¿Deja de ser mi padre por el hecho de ser moralmente un padre
malo? No, y por eso puedo decir lo que si no carecería totalmente de sentido:
que es un padre malo. ¿Qué significa
la afirmación de que yo lo reconozco como mi padre? Tiene dos sentidos. Uno,
que sé que es mi padre, que me doy cuenta de que materialmente lo es; otro, que
moralmente lo acepto así y que, en consecuencia, decido tratarlo como tal,
según las normas que rigen la relación con un padre moralmente reconocido como
tal.
Podríamos
adornar todo esto diciendo que en las condiciones morales de la modernidad el
comportamiento debido de un padre está sometido a condiciones deliberativas.
Estupendo. Eso nos permitirá distinguir sobre bases morales nuevas entre un
padre bueno y uno malo, pero no permitirá negarle la paternidad biológica al
que biológicamente sea padre, al que empíricamente lo sea, ni atribuirle la
paternidad biológica al que biológicamente no lo sea. Pues con el derecho igual,
es la moral de la modernidad la que nos permite decir, con todo sentido, que el
derecho del franquismo fue un derecho moralmente reprobable y que lo es también
el de la Cuba de los hermanos Castro. ¿O es que acaso bajo Franco o bajo Fidel
Castro se vivía en la anarquía y sin normas jurídicas y no nos habíamos
enterado?
Recapitulemos
las consideraciones principales al hilo de la tesis de Nino. Normativamente el derecho
no puede autofundarse, pues siempre habría que dar por sentada una norma
jurídica anterior que fundase la siguiente, pero si queremos evitar el absurdo
de la progresión al infinito en la cadena de fundamentaciones de la juridicidad,
acabamos necesariamente en una norma jurídica primera que no basa su
juridicidad en otra, o, si así se quiere decir, en un legislador que no lo es
por razón de la competencia atribuida por ninguna norma anterior. Según Nino,
ahí está la principal razón para que tengamos que echar mano de la moral como
fundamento, pues la pregunta sobre la condición jurídica de la primera norma
jurídica o sobre la competencia legislativa del legislador primero debe
responderse así: es jurídica esa norma o esa competencia por razones morales,
pues si no tuviéramos razones morales para considerar tal obligatoriedad
jurídica de esa norma o ese legislador, no los entenderíamos como jurídicamente
obligatorios, no veríamos normatividad en sus mandatos. Y lo que uno se
pregunta, entre otras cosas, pero ante todo, es esto: ¿cómo consigue la moral,
sistema normativo también, evitar esos problemas de los sistemas normativos, el
de la imposibilidad para autofundar sus normas últimas? ¿Por qué a los sistemas
normativos morales no les afecta ese problema que es esencial en los sistemas
normativos jurídicos? ¿Cuál es, en suma, el fundamento de la norma moral
última? ¿Dios? ¿La Naturaleza? ¿La Razón? Y si somos constructivistas y ponemos
en el consenso racional el fundamento básico de la normatividad moral verdadera
o correcta, ¿cuál es el fundamento moral de la norma moral que constituye el
consenso racional como pauta de corrección moral?
Mas
dejemos esos enigmas y prosigamos con la exposición de la doctrina de Nino.
Seguidamente explica que adopta “la perspectiva interna de los participantes en
el discurso jurídico” y que va a “mostrar, desde el punto de vista interno,
tres ejemplos de problemas y controversias que enfrentan a jueces, juristas y
abogados. Estos problemas –continúa Nino- demuestran que los jueces, abogados y
juristas al remitirse a normas no captables por un concepto descriptivo judicial
institucionalizado de derecho, para legitimar prescripciones de las autoridades
cuyo contenido significativo emplean en sus decisiones y propuestas, no se
agotan en tales normas sino que en realidad implican una remisión a todo un
sistema de justificaciones más amplio que el que está basado en las
prescripciones de las autoridades” (DMP, pp. 60-61). Esos tres ejemplos son:
“el de relación entre el derecho nacional y el internacional; el de validez de
las llamadas <de facto
>>,
o sea las emitidas por un régimen que usurpó inconstitucionalmente el poder; y
la justificación del control judicial de constitucionalidad” (DMP, p. 61).
En
primer lugar está el debate sobre si en la Argentina y conforme al art. 27 de
la Constitución los tratados internacionales prevalecen o no sobre la
Constitución. Hay una polémica doctrinal al respecto y, según Nino, lo curioso
está en que “quienes defienden la prioridad de la Constitución se apoyan en la
misma Constitución, y quienes defienden la prelación de las convenciones
internacionales se apoyan en una convención internacional” (DMP, p. 62). Pues
no sé, a lo mejor más raro sería que quien propugna la prioridad de la
Constitución se apoyara en un tratado internacional. Sea como sea, según este
autor, “Esto muestra que la validez de cierto sistema jurídico no puede
fundarse en reglas de ese mismo sistema jurídico, sino que debe derivar de
principios externos al propio sistema. Los jueces y juristas que debaten estas
posiciones monistas o dualistas no pueden evadirse de recurrir a principios
extrajurídicos, de índole moral en un sentido amplio, para apoyar sus
posiciones. Por ejemplo, principios acerca del valor de la soberanía estatal,
de no injerencia de otros Estados en los asuntos internos del Estado en cuestión,
del valor supremo de los derechos humanos básicos más allá de la soberanía de
cada Estado, de la validez de las decisiones democráticas, etc. Ello confirma
que dado un sistema jurídico, éste no provee, por sí mismo, un sistema cerrado
de justificación de soluciones” (DMP, p. 62).
¿Pero
alguien está discutiendo acerca de la validez de la Constitución argentina o de
la validez de tal o cual convenio internacional? No, no se trata de eso. El
debate es idéntico al que se da, por ejemplo, sobre si en una determinada
materia, en derecho español, rige una norma legal o una reglamentaria, o una
norma del Estado o una de una Comunidad Autónoma. ¿Por qué hay debate? No
porque se cuestione la validez de una u otra de esas normas, sino porque debido
a algún tipo de indeterminación expresiva no se sabe muy bien si una cierta
cuestión queda cubierta por una u otra de ellas. Que en esa discusión técnica e
interpretativa se den razones morales no tiene nada que ver con que la base de
la validez jurídica de la norma en cuestión sea moral. Es como si yo dudo sobre
si esta billetera es de mi padre o de mi madre o ellos discuten sobre quién es
el propietario de ella: habrá razones morales o económicas o de cualquier tipo,
pero eso no hace de la paternidad o la maternidad una cuestión moral ni,
tampoco, convierte el asunto de la propiedad de la billetera en un asunto
moral.
En
cuanto a las llamadas “normas de facto”, se refiere a las que se dictan bajo
las dictaduras que interrumpen el legítimo orden constitucional, y teniendo en
cuenta que no todas las normas legisladas en ese tiempo tienen connotación
política o contenido en sí injusto. Glosa Nino el caso de Argentina, donde tras
los sucesivos golpes de Estado la legislación resultante del nuevo régimen
dictatorial era avalada por la Corte Suprema con el argumento de que ejercía
ese régimen de cada ocasión un auténtico poder legislativo y que sus leyes sólo
podrían ser derogadas por otras posteriores. El problema estalla con la
autoamnistía para las violaciones de los derechos humanos que, en los años
ochenta del siglo XX, se da el gobierno militar. “Mantener esta ley implicaba
dejar impunes tales aberraciones y consagrar la tendencia a la antijuridicidad
perceptible en la vida institucional y social argentina, al endosarse el
principio de que los poderosos nunca caen bajo la ley. Sin embargo, no era
suficiente con simplemente derogar esa ley de autoamnistía, ya que sería de
aplicación el artículo 2º del Código Penal que establece la aplicación
ultraactiva de la ley penal más benigna –que sería esa ley- para los hechos
cometidos hasta el momento de su derogación. A su vez, este artículo del Código
Penal no podía, él mismo, ser derogado con efecto retroactivo sin infringir el
artículo 18 de la Constitución Nacional que prohíbe la legislación retroactiva
en materia penal” (DMP, p. 66).
Lo
que se hizo, según Nino, fue revisar la doctrina de las normas de facto,
haciendo ver que la validez de las normas jurídicas “no puede derivar de meras
circunstancias de hecho, como ser el centro de la fuerza en una sociedad, tal
como lo había supuesto la Corte Suprema de Justicia en su jurisprudencia
tradicional. Tiene necesariamente que derivar de valoraciones extrajurídicas
como es la legitimidad de las autoridades supremas del orden jurídico para
prescribir normas jurídicas. Si se admite que la única fuente de legitimidad
política posible la garantiza el proceso democrático, sólo las normas que
tienen este origen tienen una validez o fuerza obligatoria relativamente
independiente de su contenido. Las normas dictadas por un régimen de fuerza no
tienen por qué tener una validez de origen, y sólo si su contenido es
axiológicamente aceptable son obligatorias para los jueces y la población en
general. Ese no era, obviamente, el caso de la ley de autoamnistía (…) Ello
llevó a proponer al Congreso no la derogación sino la anulación de la ley de amnistía, lo que se hizo por unanimidad y
luego fue convalidado por la Corte Suprema de Justicia en el caso
<>” (DMP, pp. 66-67).
La
tesis de Nino es, pues, que no pueden considerarse válidas las normas de las
dictaduras o gobiernos ilegítimos o de facto, pues ello supondría tener que
considerarlas con las mismas propiedades que otras a la hora de aplicarles
ciertas garantías, como las referidas a la derogación de las normas penales.
Una vez más, el loable celo moral no debería embotarnos la capacidad analítica.
Una
cuestión es si cierta normativa emanada de un Estado bajo un régimen político
dado y eficaz en él es derecho y otra distinta es qué podamos hacer con esas
normas después y dado que nos provocan hondísimo reparo moral. Insisto en que si
vamos a pensar que no hay más derecho, aunque sea hoy en día, que el creado en
Estados democráticos y por legisladores respetuosos con los derechos humanos,
tendremos que ir buscando nombre para la normatividad de legisladores como el
cubano de ahora mismo, o explicar que no fue derecho el derecho de cuando
Franco en España o de los tiempos todos de la Unión Soviética o de las
dictaduras feroces y ultraconservadoras en Latinoamérica. Si un sistema
“jurídico” para ser jurídico no ha de poder contradecir gravemente la moral de
la democracia y de los derechos humanos, concluiremos que en el mundo son y han
sido bastante pocos los ordenamientos jurídicos existentes.
Pero
¿por qué entremezclar y confundir la validez, es decir, la juridicidad, la
elemental y simple condición de derecho de un conjunto de normas ligadas a un
Estado, con la legitimidad de ese Estado y de esas normas? ¿No tiene sentido
pleno y útil que podamos hablar también de derecho ilegítimo? ¿Acaso es
imprescindible que, en nombre de la moralidad, le tengamos que negar la validez
o juridicidad al sistema jurídico inicuo, a fin de que con sus normas o sus
legisladores o funcionarios podamos hacer lo que la moral decente nos demanda? ¿No
es precisamente la tan pregonada superioridad de la moral sobre el derecho, en
cuanto fuente de obligaciones primeras o de mayor relieve personal, la que nos
sirve para poder dar al mal derecho el tratamiento moralmente debido, aunque
sea contra las normas del derecho mismo? ¿Por qué mi comportamiento moral
contra el tirano ha de ser jurídico además, para poder ser plenamente moral?
Pongámoslo
en el caso argentino con que nos ilustraba Nino. Estamos de acuerdo en el repudio
radical de aquella ley de autoamnistía y en lo aborrecible de tantas normas
jurídicas de la dictadura. Pues bien, hagamos lo que se hizo, anúlese esa
amnistía, castíguese a aquellos funcionarios evitando su impunidad y hágase
todo ello desde un derecho posterior, democrático, que se usa para imponer su
merecido a los criminales, su merecido moral. ¿Es imprescindible para dar al
inmoral radical ese trato moral debido que afirmemos que no fueron derecho sus
leyes por ser tan injustas? En modo alguno, afirmamos, precisamente, la
superioridad de la moral democrática hasta sobre la ley, haciendo ver que no
deja de ser ley la ley injusta, pero que a su legislador desde la nueva
legalidad democrática podemos castigarlo aunque fuera formalmente jurídico su
comportamiento. Una vez más, por qué contaminar lo conceptual con lo material,
si no hace falta ni siquiera para los fines morales. Además, hasta suena
absurdo proclamar que la ley de amnistía se anula porque no era válida de tan
injusta. No, se anula porque era ley y no se quiere que pueda surtir ninguno de
los efectos de las leyes.
En
otras palabras, se hace una excepción a las garantías del Estado de derecho
para aquellos sujetos que son sus enemigos y que no merecen esas garantías. Los
castigamos aunque su conducta fuera jurídica, y para ello adecuamos la ley
nuestra a fin de que no sea antijurídica la conducta nuestra. Y santas pascuas.
Desde los Juicios de Nuremberg sabemos bien cómo se hace. Aquellos nazis
odiosos tenían que ser condenado, pero no porque lo mandara el derecho de
cuando ellos, sino porque lo pedía la moral de la gente de bien. Por mucho que
se anulasen o no se considerasen jurídicas las leyes del nazismo, no existía
entonces un Derecho penal internacional que no se les fuera a aplicar retroactivamente
a sus criminales. Pero bien estuvo que al derecho vigente se le hiciera una
excepción moral. Mas, insisto, para eso no hace falta acabar con la separación
conceptual entre derecho y moral, más bien al contrario: contra el tirano
sanguinario no ha de importarnos tanto actuar antijurídicamente, por un lado, y
por otro, tampoco adelantamos nada diciendo que sus leyes no eran derecho. Sí
lo fueron, si funcionaron como tales, pero por encima de ellas está la moral
nuestra. Por encima en la práctica, no en el concepto. En el concepto cada cosa
es lo que es, pero en la vida y en la lucha cada uno tiene que saber dónde está
y que las batallas no hay que ganarlas fundiendo conceptos, sino derribando
tiranos.
Ni
un ápice de legitimidad se le suma a la legislación de una dictadura
reconociéndole juridicidad si en la práctica la tiene y como derecho opera, y
ni una pizca de valor moral se añade la rebelión moral contra esas leyes al
negarles esa condición de derecho.
El
del control de constitucionalidad es el tercer ejemplo que Nino cita para
mostrar que la moral forma parte del derecho, pues es esencial para el tipo de
justificación que permite identificar lo jurídico. Nos explica que la “cuestión
valorativa” de si en un sistema constitucional es mejor o no que exista un
mecanismo judicial de control de constitucionalidad “no pueden resolverla
concluyentemente las normas del orden jurídico” (DMP, p. 70). Y sobre esto
concluye nuestro autor así: “Por lo tanto, la discusión interna en un orden
jurídico sobre los límites del control judicial de constitucionalidad no puede
agotarse en determinaciones del mismo orden jurídico. Se necesita acudir a
consideraciones valorativas sobre los fundamentos de la democracia y el
reconocimiento de derechos fundamentales que no pueden estar determinados por
las normas jurídicas que integran el sistema” (DMP, p. 71). También por este
camino quedaría acreditado que “el discurso jurídico no es un discurso insular
sino que está inmerso en un discurso justificatorio más amplio” (DMP, p. 71).
¿Qué
quiere decir “discurso insular”? No hay discursos insulares, pues de cada cosa,
de cualquiera, puede hablarse desde mil y un puntos de vista. Tracemos de nuevo
una comparación, espero que no inoportuna. ¿Es el de la anatomía un “discurso
insular”? Depende de cómo se mire y para qué. De lo que no cabe duda es de que
esa ciencia tiene perfectamente identificado lo que es el cuerpo humano y
cuáles sus partes o componentes. Si a un experto en anatomía va usted y le
reprocha que en sus explicaciones nunca tiene en cuenta la importancia del alma
humana, parangonable a la del cuerpo mismo o mayor, le va a despachar con
viento fresco diciéndole que anda usted confundido y que seguramente buscaba el
despacho de su párroco, o le recomendará que se pase a la teología y se deje de confusiones.
Entonces usted le replica: “¿Acaso cuando un médico tiene que amputar una
pierna que puede estar gangrenada no se plantea todo tipo de dilemas morales en
los que tiene muy en cuenta cosas tales como lo importantes que las
extremidades son para la vida del ser humano o el daño que la enfermedad
implica y si no habrá maneras de atajarlo con menos pérdida o menor dolor?” E
insiste usted, tenaz: “Ahí está la prueba de la relación conceptual entre
anatomía humana y moral, pues toda justificación de lo que con nuestro cuerpo
hacemos será una justificación con un esencial componente moral. En otras
palabras, que a la pregunta de qué debo hacer yo con mi pierna o con la pierna
enferma de mi paciente sólo puedo responder con base en razones morales”.
¿Qué
pensaría el anatomista de ese argumento suyo de usted? Pues yo creo que le
diría esto: “Bien, usted dígame solamente una cosa. Usted a esto que está aquí
cómo lo llama –y le enseña una pierna suya, de él-. ¿Está de acuerdo conmigo en
que esto es una pierna? Sí, ¿verdad? Pues ya está. Si yo uso esta pierna para
darle a usted una patada en las posaderas, incluso inmerecida e injustísima,
¿sigue siendo una pierna esta parte del cuerpo que usted y yo quedamos en que
es una pierna? Sin duda sí, ¿no es cierto? Pues entonces dejémonos de
zarandajas. Una pierna es una pierna y, como tal, es un elemento o parte del
cuerpo diferente de la nariz o de la epiglotis. Si usted quiere pensar que
también existe el alma, yo no se lo discuto, simplemente eso no es de mi
ciencia y yo de tales cuestiones no me ocupo cuando con mi ciencia auxilio a la
medicina o a cualquier otra disciplina. Si usted opinara que las piernas tienen
alma o que una parte del alma está en las piernas, que es un alma sucia o
pecadora la de la persona que use las piernas para fines inmorales o cualquier
otra cosa por el estilo, a mí me da igual, siempre que no me venga con ideas
raras como la de que una pierna desalmada no es una pierna o que las
extremidades inferiores de una mala persona que no usa rectamente sus piernas
no son piernas, sino patas, acabadas incluso en pezuñas y no en dedos”.
Fin
de la comparación y tómese en lo que valga. ¿Qué quiere decir que el discurso
jurídico es insular? Solamente que el derecho puede ser identificado en su ser,
en su existencia como este o aquel sistema jurídico, con independencia de los
juicios que sus normas merezcan a la moral, a la economía, a la estética, a la
teoría literaria, a la religión, etc. Más aún, si no fuera así, ni la moral ni
la religión ni la economía ni ninguna de esas otras especialidades o
disciplinas podrían emitir juicios negativos sobre normas jurídicas, pues la
correspondiente cualidad negativa haría que no pudiera ser jurídica la norma en
cuestión. Para que el sujeto de nuestro ejemplo pueda decir “la pierna derecha
de Fulano es una pierna pecadora” debe poder identificar las piernas y, entre
ellas, la derecha, y para que un iusmoralista pueda decir que cierta norma
jurídica no es jurídica por inmoral o injusta tiene que poder identificarla
previamente como de derecho y no, por ejemplo, como un simple consejo de un
presentador televisivo.
Argüir,
como Nino, que si no es el propio sistema jurídico respectivo el que valore en
sede de conveniencia moral o política si es mejor tal o cual sistema de control
de constitucionalidad o que no exista ninguno, tenemos ahí la prueba de que hay
conexión conceptual entre derecho y moral suena tan absurdo que seguramente
habré de concluir que soy yo quien no ha comprendido el argumento. Es como si mantenemos
que el derecho está conceptualmente unido a la moral porque ningún sistema
jurídico puede darnos la pauta moral sobre si es justa o injusta, mejor o peor,
la pena de cadena perpetua o un sistema de penas privativas de libertad
limitadas en el tiempo. Esto es una petición de principio como un castillo de
grande. Es talmente como si afirmamos que la moral es dependiente del derecho
porque ningún sistema moral es por sí sólo capaz de aplicarle sanciones
jurídicas al que haga lo inmoral. Si lo que le pedimos al derecho no es el
dictamen sobre si una conducta es jurídica o antijurídica o sobre si una
institución se configura en ese sistema jurídico de tal manera o tal otra, sino
que del derecho demandamos un dictamen moral o político o estético, por
ejemplo, no podemos concluir sobre la falta de autonomía conceptual de lo
jurídico. No, somos nosotros los que hacemos la pregunta donde no debemos. Es
como si a un médico le preguntamos sobre el bosón de Higgs y, al ver que no sabe
del tema, pues no es Físico, concluimos que no tiene ni idea de Medicina.
Qué
tiene que ver, en suma, lo que el derecho sea y cómo lo reconozcamos, con que
el derecho por sí mismo no pueda resolver los problemas morales o políticos que
impropiamente le planteamos al sistema jurídico.
Centremos
de nuevo la tesis de Nino, que es así: “el discurso justificatorio jurídico no
es insular sino que la adopción de normas que legitiman la prescripción de
normas jurídicas está sometido a crítica en el marco del discurso moral, sobre
la base de normas que, como las primeras mencionadas, no son jurídicas” (DMP,
p. 71). Repárese en que estamos ante el sempiterno problema de cómo fundamos o
de dónde derivamos la juridicidad de la norma jurídica primera o más alta. Sabemos
que Kelsen dijo que de ningún lado, pues simplemente ante esa norma positiva
primera o más alta presuponemos otra norma jurídica fundante, pero que esto es
una mera hipótesis o ficción para dar cuenta de que en últimas no hay más
fundamento de lo jurídico que la creencia compartida en la juridicidad de la
Constitución; que Hart ve un puro hecho social como origen de la juridicidad,
el reconocimiento por parte de la sociedad y de los funcionarios de que las
normas jurídicas son jurídicas y no de otra manera, reconocimiento, hecho
social, que se vuelve así constitutivo; y que los iusnaturalistas colocaban en
esa función de fundamento y límite la ley natural. Nino y los iusmoralistas de
las últimas década nos cuentan que lo que hace que la suprema norma positiva
sea derecho es la moral, la moral que emana de o se construye en el discurso
moral racional, y que esa comunión de base entre derecho y moral es la que
determina no sólo que las razones de por qué un sistema de normas es derecho y
no otra cosa son razones morales, sino también que no puedan ser jurídicos los
sistemas normativos inmorales, esto es, contrarios a la moral objetivamente
correcta.
En
el párrafo hace un momento citado Nino hace saber que las normas últimas del
sistema jurídico están sometidas a crítica “en el marco del discurso moral”
y sobre la base de normas “que no son
jurídicas”. ¿Y? ¿Por el hecho de que en su núcleo o fundamento último un objeto
esté sometido a crítica moral cobra ese objeto naturaleza moral? ¿Es moral por
eso la naturaleza de la música, el folclore, la gastronomía, la entomología, la
biología molecular, el juego de petanca o las reglas de educación en la mesa?
Puesto que todo lo que en algo se relaciones con la actividad humana puede ser
objeto de juicio y discusión moral, hay conexión conceptual y no separación
conceptual entre moral y música, folclore, juego de petanca, etc. y no puedo yo
afirmar con sentido que puedo identificar lo que sea música o no o lo que sea
folclore o no, al margen por completo de que quien toque la flauta o baile lo
haga para buenos fines o movido por la maldad?
El
concepto que, en opinión de Nino, hace de puente entre el discurso jurídico
justificatorio y el discurso moral más amplio es el concepto de validez
jurídica[8].
Para el autor argentino, ciertas paradojas de la teoría jurídica solo se pueden
solucionar si entendemos “que la Constitución no es, generalmente, la práctica
más básica de una sociedad sino que hay todavía una más fundamental que
determina la observación continua de la Constitución aun cuando ésta sea
modificada en forma regular” (DMP,p. 75) y “esta práctica básica que permite
explicar, desde el punto de vista externo, la continuidad del orden jurídico a
través del tiempo y a pesar de las reformas de su Constitución, no tiene como
contenido proposicional una norma que sea aceptada por estar prescrita por una
autoridad considerada como legítima. Tal norma, que da validez a las sucesivas
constituciones, no es, ella misma, una norma jurídica según el concepto
descriptivo judicial institucionalizado de derecho que se había propuesto. Se
trata de un principio extrajurídico, cuya adopción tiene las propiedades
pragmáticas distintivas de la moral” (DMP, p. 75).
Podemos
convenir en que todo entendimiento social de que una Constitución es norma
jurídica tiene una base moral, en el sentido de que entender jurídicamente
obligatoria la Constitución (y por extensión las normas infraconstitucionales
que de ella derivan su validez) no cabe sino entendiendo moralmente obligatoria
la Constitución. De esa forma y puesto que la validez jurídica no puede
autofundarse, se funda en la validez moral. Podemos, digo, hacer como que así
resolvemos el problema y como que no lo trasladamos al de si será que la moral
sí es capaz de autofundarse o en qué se fundará ella, a diferencia de otros
sistemas normativos que nada más que por referencia a ella pueden ser lo que
son. Mas, aun cuando aceptemos esa convención o ese modo de explicar la validez
jurídica, o bien esa base moral es formal o bien no son constituciones
verdaderamente la mayor parte de las que socialmente se tienen por tales.
Expliquemos esto.
Si
fundimos obligatoriedad jurídica y moral y validez jurídica y moral, decimos
que la Constitución es válida, por encima de sus cambios y al margen de sus
reformas, porque los ciudadanos se sienten moralmente obligados por la
obligatoriedad constitucional y, así, ya tenemos el origen del sentirse
jurídicamente obligado: el sentirse obligado moralmente. Es decir, la
Constitución no es Constitución por razones jurídicas, sino morales, y sólo
obliga jurídicamente si es percibida como obligando moralmente. Pero, entonces,
habremos de admitir que siempre que en una sociedad hay una percepción o
convicción o conciencia de la obligatoriedad jurídica de una Constitución, de
que una Constitución es norma jurídica, es porque hay una percepción, fundante,
de la moralidad de dicha obligación. Con eso, cualquier Constitución será
jurídica si es vista socialmente como obligatoria, y ello completamente al
margen del contenido de sus normas. Porque si solamente pueden estimarse
obligatorias, como Constituciones, las Constituciones justas o acordes con la
moral objetivamente correcta, volvemos a la perplejidad de siempre: en el mundo
no ha habido ni hay en puridad más que un puñado de auténticas Constituciones,
estén las otras “reconocidas” o no; y, por lo mismo, algunos de los sistemas
jurídicos que llamamos sistemas jurídicos, como el cubano, el chino o el de tal
o cual dictadura reaccionaria, no son en realidad sistemas jurídicos. La teoría
del derecho no tiene nada que hacer con el derecho cubano, chino, soviético,
nazi o franquista, ya que no eran sistemas jurídicos, y para qué se va a hacer
teoría del derecho de lo que no es derecho. Y, por otro lado, para qué vamos a hacer
teoría del derecho de los sistemas en verdad jurídicos, si, puesto que estos
son jurídicos por razones morales, mejor será reemplazar la teoría del derecho
por la teoría moral y así, a lo mejor, ganamos en seguridad jurídica y en
precisión lingüística.
Después
se enfrenta Nino con el problema de cómo explicar que dentro de un sistema
jurídico puedan estar y ser aplicables normas que contradicen lo prescrito en
una norma superior del sistema[9].
Es el problema que Kelsen trató muy malamente de solucionar con su teoría de la
cláusula tácita alternativa, que con acierto critica Nino[10].
Dice Nino, contradiciendo también a Bulygin, que no cabe pensar que sean normas
del sistema las que transmitan la obligatoriedad jurídica a esas normas del
sistema que no cumplen las condiciones del mismo, y ello, sobre todo, porque la
obligatoriedad de las normas del sistema jurídico no puede provenir del sistema
jurídico mismo. ¿Por qué? Porque “ello no permitiría predicar tal fuerza
obligatoria de las normas jurídicas de mayor jerarquía del sistema” (DMP, p.
78). Volvemos, así, a lo de hace un momento: la fuerza obligatoria de la
Constitución no puede originarse en la propia Constitución. Según Nino, nada
más que una norma extrajurídica puede aportar esa obligatoriedad de las normas
jurídicas. Estamos así, ante “un concepto de validez que hace referencia a
principios morales” (DMP, pp. 78-79) y es ineludible reconocer, incluso desde
un punto de vista externo, “un concepto de validez como fuerza moral, que
destaca, de nuevo la inserción del discurso jurídico en un marco de un discurso
justificatorio más amplio, facilitado, precisamente, por el concepto puente de
validez jurídica” (DMP; p. 79).
¿Por
qué tanto insistir Nino en que sólo la obligatoriedad moral puede fundamentar
la obligatoriedad jurídica? Porque emplea un concepto de obligatoriedad como
obligatoriedad moral exclusivamente. En realidad, es casi una tautología: si
partimos de que obligatoriedad propiamente dicha no hay más que la obligatoriedad
moral, no cabe obligatoriedad jurídica si no es como obligatoriedad moral o con
base en o por delegación de la moral. No es que la vinculación conceptual
necesaria entre derecho y moral quede así demostrada, sino que ha quedado de
mano excluida la tesis opuesta, la de la separación. Si no hay con propiedad
normatividad que en últimas no sea normatividad moral, cómo van a existir
sistemas normativos, sean jurídicos o de otros, que no sean sistemas morales. Y
el misterio de cómo puede el sistema moral ser el supersistema o sistema único
a pesar de que se habla también de derecho (y de otros tipos de sistemas
normativos) y de que socialmente las normas jurídicas (y de otros tipos de
normas) se diferencian de las morales, queda sin resolver, igual que no se
resuelve el de por qué al sistema moral no le afectan esos problemas de
autofundamentación que a los otros sistemas lo hacen depender del sistema moral
para estar fundamentados. Cuando el fundamento de la moral verdadera se ponía
en Dios, la explicación cerraba maravillosamente. Cuando se pone en un consenso
racional construible bajo condiciones ideales de imparcialidad, el misterio del
fundamento de lo jurídico se torna aún más profundo que aquel de la Santísima
Trinidad. Ahora ya no es un ser Uno y Trino, se trata nada menos que de la
humanidad entera, el auditorio universal al completo y yo imaginándome sus
dictámenes para saber si esta norma del código será derecho de verdad o de
mentira o si este juez no deberá tal vez inaplicarme a mi la norma que funda mi
demanda, ya que no la aprobarían los que se hallaren en la posición originaria
y bajo el velo de ignorancia.
¿Qué
significa “Yo debo hacer X”? Posturas teóricas como la de Nino se explican por
la ambigüedad de “deber” o de “estar obligado”, o quizá más bien de la incapacidad
para captar la pluralidad de sentidos de tales expresiones. “Yo debo hacer X”
puede significar tres cosas diferentes:
a)
Que yo me siento obligado o en el deber de hacer X.
b)
Que conforme a algún tipo de norma yo esté obligado a hacer X.
c)
Que objetivamente, según la naturaleza, la razón o algún tipo de orden
inapelable del ser yo esté obligado a hacer X.
Cuando
decimos que un sujeto tiene la obligación jurídica de hacer X estamos empleando
el sentido b). No tiene absolutamente nada de particular la expresión “A tenor
del derecho español actual, yo debo hacer cada año la declaración del impuesto
sobre la renta”. Ese “debo” no me compromete personalmente a nada, simplemente
tiene un valor informativo, por así decir: pone de relieve que según las normas
del ordenamiento jurídico español de ahora mismo, yo estoy obligado a hacer la
declaración de la renta. Pero ese sentido nada tiene que ver ni con el sentido
a) ni con el sentido c). Se me informa lo que a tenor de un determinado sistema
jurídico es mi obligación, no de lo que sea
o deje de ser mi obligación de conformidad con otros sistemas
normativos, como el moral, o con otras regularidades ontológicas, como la
naturaleza o la razón.
Supóngase
el siguiente juego. Nos juntamos tres personas y escribimos mil normas de
comportamiento que puedan tener algún sentido más o menos chusco, cada una en
un papel. Metemos esos mil papeles en una bolsa y sacamos tres al azar, con el
compromiso previo de que durante ese día nos atendremos estrictamente a lo que
esas tres normas determinen. Llamemos SL a ese sistema de tres normas. Tiene
sentido pleno que yo diga que estoy obligado por SL a rascarme un pie cada
cinco minutos o a no beber vino en todo el día o a no dirigirle la palabra a mi
familia en toda la jornada, si esas fueron normas de las que salieron. Pero al
decirme así obligado no expreso más que eso: que a tal me obligan esas normas
de dicho sistema, nada más. Ello no quita para que tales normas usted o yo
mismo las juzguemos inmorales, idiotas o perfectamente fútiles.
Que
la equivocidad está en la noción de deber se comprueba en párrafos como este de
Nino, que sigue a la insistencia en que no tiene sentido un discurso jurídico
insular, sino uno controlado por algún principio moral: “Las cosas podrían ser
diferentes de lo que son, y podríamos vivir bajo una cultura en que hubiera
discursos jurídicos insulares, como en otras culturas hubo discursos religiosos
insulares. Podría ser que decir que el rey ha prescrito x fuera una razón última e
incontrovertible para que x deba
hacerse, como hay culturas en las que decir que Allah ha prescrito x es una razón última e incontrovertible
para que x se realice” (DMP, p. 82).
Veamos: si que el rey haya dicho x es una razón incontrovertible y última para
que se haga x, será porque la voluntad del rey la hemos cargado de algo más que
la voluntad del rey, la hemos cargado de
valor moral absoluto, de imperio moral inatacable. Si no es así, decir
que el rey ha prescrito x sólo significa que desde el punto de vista del rey
los destinatarios de su prescripción deben hacer x. Nada más. No significa que
desde ningún otro punto de vista (ni personal ni moral ni político ni ninguno)
esos destinatarios deban hacer x.
El
estar obligado por las normas de un rey o de un sistema jurídico no es para
nada diferente del estar obligado por las normas de una mafia o de los mandatos
de un asaltante. Las diferencias que haya lo serán de legitimidad, y esa
legitimidad nos permitirá decir que algunas de esas obligaciones son legítimas
y moralmente o políticamente merecen nuestra obediencia y otras no. Mas si
pensamos que no hay más obligación que la legítima, nos quedamos sin la
posibilidad de decir “obligación ilegítima”, incurrimos en redundancia al decir
“obligación legítima” y, además, damos por sentado que toda obligación que lo
sea es legítima y compromete nuestra moral y nuestra conciencia. El
iusmoralismo acaba siendo muchísimo más heterónomo que el iuspositivismo.
Ha
dicho Nino que “el discurso moral de la modernidad tiene un carácter imperialista que impide la subsistencia
de discursos justificatorios insulares” (DMP, p. 79) y que “El único espacio
que queda para que discursos prácticos diferentes al moral generen razones que
justifiquen acciones y decisiones es el espacio que ese discurso moral deje
libre” (DMP, pp. 79-80). No es fácil entender esto. Si se refiere a que en esta
época si cabe la crítica moral abierta, frente a cualquier sistema de normas y
frente a las morales establecidas o dominantes, suena trivial por conocido. Si
quiere decir que precisamente en esta época moderna es cuando los sistemas
jurídicos pierden su autonomía conceptual y operativa y quedan sometidos a la
moral, parece que habla Nino del mundo al revés y que se olvida de que
imperialismo moral era el de la Edad Media, sin ir más lejos, no este de ahora
en el que lo jurídico se ha decantado frente a otros órdenes normativos y en el
que al fin no hace falta que los ciudadanos compartan las mismas normas morales
para que tengan el mismo derecho y con iguales derechos.
Pero
la clave está, una vez más, en las ambigüedades o en la falta de finura
analítica. Dice: “Este imperialismo del discurso moral implica que no existen
razones jurídicas que puedan justificar acciones y decisiones con independencia
de su derivación de razones morales” (DMP, p. 82). El problema se halla en lo
que signifique “justificar”. Cómo no va a haber razones jurídicas que
justifiquen jurídicamente una acción
o decisión con independencia de razones morales. Si así fuera, no habría más que
moral y no existiría el derecho, salvo como normativa moralmente redundante o
moralmente indiferente. Si una persona blasfema donde la blasfemia no tiene
sanción jurídica, esa acción está jurídicamente justificada aunque uno o un
millón la consideren moralmente injustificable; si una mujer aborta libremente
y dentro de cierto plazo donde el aborto está jurídicamente permitido en ese
plazo, esa acción está jurídicamente justificada, aun cuando media sociedad la
estime inmoral; si dos personas del mismo sexo se casan donde el matrimonio de
este tipo está legalmente permitido, esa acción está jurídicamente justificada,
aunque clamen al cielo el Papa y los obispos; si el matrimonio entre personas
del mismo sexo no está permitido en un Estado, ahí esa acción no está
jurídicamente justificada, aunque a mí y a muchos nos parezca una tontería o
una injusticia grande. ¿Tan difícil es apreciar lo obvio y diferenciar lo
distinto? Si lo que caracteriza esta época moderna de moral imperialista es esa
promiscuidad de lo jurídico y lo moral, ¿podemos con verdad decir que en Irán
la práctica homosexual entre adultos es legal o que en Irlanda está permitido
el aborto según una ley de plazo o que en España no es delito la negación del
holocausto, aunque las respectivas legislaciones digan lo contrario y los
jueces apliquen sus normas y hasta los tribunales constitucionales digan que no
hay problema?
Equívocos
conceptuales graves, aunque se haga algún amago de distinguir sentidos: “Por
cierto, las palabras <> y <>
pueden ser definidas estipulativamente en un sentido puramente descriptivo, que
sí hagan posible la existencia de razones jurídicas que justifiquen, por sí
solas, acciones y decisiones. Pero es obvio que tales conceptos no captan el sentido
pragmático de razón y justificación que se pone de manifiesto cuando se
advierte una inconsistencia práctica entre decir que hay una razón que
justifica hacer x y hacer no x” (DMP, p. 82).
Es
al revés. La muy peculiar definición estipulativa la hacemos cuando decimos que
toda justificación es lo mismo y que afirmar que la acción X está jurídicamente
justificada es lo mismo que decir que la acción X está moralmente justificada;
o a la inversa. No hay una “inconsistencia práctica” al decir, por ejemplo, que
hay una razón jurídica para hacer X y una razón moral para no hacer X, o que
hay una razón jurídica para no hacer X y una razón moral para hacer X. Y
también pueden concurrir a favor o en contra razones religiosas, económicas,
estéticas, de cortesía, etc. Lo que hay ahí es un problema práctico para el
individuo llamado a decidir. Si para quitarle al individuo el peso de sus
decisiones hemos de fingir que no hay dilemas normativos y decisorios, pues a
la postre todas las posibles contradicciones entre cualesquiera normas se sanan
en el supremo altar de la moral “imperialista”, o es que nos estamos engañando
muy ingenuamente o es que tratamos de volver a un modelo premoderno de normatividad
única y sagrada, aunque la religión de fondo sea ahora una sutil pero no menos
“imperialista” forma de religión civil.
[1]
Carlos Santiago Nino, Derecho, moral y
política. Una revisión de la teoría general del Derecho, Barcelona, Ariel,
1994. En adelante citaré esta obra así: DMP.
[2]
DMP, p. 11.
[3]
A continuación: “Las propiedades fácticas que son tenidas en cuenta en las definiciones
de derecho que estos pensadores proponen son, generalmente, la existencia de
prácticas sociales, en las que participan relevantemente quienes tienen acceso
a un cuasimonopolio de la coacción en un territorio dado, y que rigen las
condiciones para emitir prescripciones sobre el uso de la coacción” (DMP, p.
24-25).
[4]
Igual que para los de aquella religión del ejemplo de antes el que reza sin
viajar no está rezando, pues por definición no hay oración sin viaje mientras
se ora.
[5]
Y se supone que mantiene, pues qué iusnaturalismo sería uno de contenido
históricamente mutante y que explicara hoy como de derecho natural lo que como
contrario a derecho natural desautoriza mañana.
[6]
Si no fuera así, nos hallaríamos ante el objetivismo tradicional.
[7]
“Si de los conceptos descriptivos de derecho pasamos a algunos de los
normativos, el primero que conviene distinguir es un concepto de lege ferenda. Según este concepto, el derecho está
formado por todos aquellos estándares que deben ser reconocidos en el empleo
del monopolio de la cuasi coacción estatal. Este concepto exhibe una nota que
es común a todos los conceptos normativos: predica que es debido reconocer ciertos estándares que a su vez pueden declarar
que cierta conducta es debida, obligatoria o permitida. Está claro que el
primer deber no pueden establecerlo los mismos estándares que se dicen debidos,
ya que, de lo contrario, tales estándares serían totalmente autorreferentes. Si
bien el deber de reconocer un cierto estándar jurídico podría establecerlo otro
estándar jurídico, habrá por lo menos algún estándar cuyo reconocimiento
obedezca a principios no denotados por este concepto de derecho, ya que si
hubiera un círculo de estándares que predicaran de otros que su reconocimiento
es debido, tales estándares serían indirectamente autorreferentes” (DMP, pp.
37-38). “Por lo tanto, estos conceptos normativos de derecho presuponen el
empleo de normas o principios diferentes a los denotados por él mismo. Es por
eso, y no porque denote normas –como también lo hacen los conceptos
descriptivos-, que estos conceptos son calificados de
<>. Esta propiedad de ser debidos, que este concepto asigna
a los estándares denotados como jurídicos, también es aludido con la propiedad
de <>, entendida como fuerza obligatoria o vinculante”
(DMP, 38).
[8]
Cfr. DMP, p. 72.
[9]
“Una norma que objetivamente contradice las condiciones de órgano, procedimiento
o contenido establecidas por una norma superior, como en el caso de la
Constitución respecto de sus leyes o decretos, puede, sin embargo y en algunos
casos, ser considerada válida por jueces, abogados y juristas. Esto puede
suceder si no existe (...) un procedimiento de control judicial de
constitucionalidad, o no es ejercido, o sólo permite anular una norma en el
caso concreto y no en el general, o si el tribunal se equivoca sobre la
inconstitucionalidad o ilegalidad de una norma. De ser así, ello querrá decir
que el concepto de validez no podrá definirse de tal modo que se satisfagan
tales condiciones. Lo que se establece por definición no puede tener
excepciones según las circunstancias fácticas” (DMP, p. 76).
[10]
Cfr. DMP, pp. 76-78.
3 comentarios:
Bueno, después de leerlo todo he de decir que parece latir una confusión en Nino. La moral no es obligatoria, o yo no veo esa obligación, la verdad; en todo caso, de existir, será el individuo el que decida el alcance y el valor de dicha obligación. En cambio la norma de Derecho no solo es vinculante sino que también se aplica de manera coercitiva.
También se puede comprobar que debajo de la norma de Derecho subsiste una moral, que no tiene porqué ser "la" moral (esto se ve sobre todo en sede de Derecho Penal si se atiende a los bienes jurídicos protegidos, pero igualmente en otras ramas)
Por otro lado, la moral es anterior al Derecho, en tiempo pero también en forma puesto que el principio moral de actuación se va tejiendo por la propia sociedad en su vivencia cotidiana con independencia de que esté recogido en una norma jurídica, aunque ese acabe siendo su destino final(o no)
Por tanto, en tanto que anterior, el principio moral podrá ser origen de la norma jurídica, pero también igualmente no.
Por otro lado, esos principios morales no tienen porqué ser los mismos para todos. Podría decirse que debajo de las normas del Derecho romano subsistían sus principios morales, los propios de aquellas gentes y esa época; lo que igualaría su ordenamiento jurídico y el nuestro en cuanto a validez y legitimidad por muy repugnante y contrario a nuestra moral que nos parezca.
Ah, pero claro, que la única moral válida es la del que así lo afirma y todos los individuos de una sociedad concreta se rigen por los mismos principios morales, claro...
Tan interesante siempre las columnas del Dr. Juan Antonio, sobre todo cuando pone ejemplos muy llamativo como el de rezar y viajar! que hace notar claramente lo que se quiere transmitir. Saludos.
Finalmente, no llego a saber porque no se considera iusnaturalista racionalista a nino, porque aunque metodologicamente utilice sistemas epistemicos, claramente enfocados a posiciones empiristas mas positivistas, siempre acaba dandole valor a una moral verdadera o una meta etica.
Sinceramente pienso que o no conozco completamente los terminos o nino era iusnaturalista.
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