(Publicado en El Mundo)
El hecho de que el momento que Europa vive sea
preocupante es el adecuado caldo de cultivo para que –en algunos de sus países–
proliferen ensayos firmados por observadores con buena pluma y entendederas
aptas para tejer argumentos y arriesgar propuestas. O por actores que se hallan
en medio del tráfico de las instituciones europeas pero que saben alzar la
mirada por encima de las bardas de sus respectivos cometidos. Se agradecen
estos esfuerzos porque tratan de poner sordina a las atropelladas descalificaciones
o los mal intencionados dicterios de tanto bucéfalo como anda suelto. Es el
caso del libro que acaba de publicar Martin Schulz y que ha titulado Der
gefesselte Riese. Europas letzte Chance y cuya traducción sería El gigante
encadenado. Última oportunidad para Europa. Schulz es persona que lleva en el
cuerpo varias legislaturas en Estrasburgo como diputado y, en la actualidad,
ocupa la presidencia de la Cámara europea. Hombre combativo, es criticado y al
tiempo respetado porque sus convicciones las expresa sin muchos dengues
diplomáticos.
Confiesa Schulz que de joven había soñado, como
final de la integración europea, con unos Estados Unidos de Europa, es decir,
con un Estado federal que recogiera la tradición y las enseñanzas de los de
América. Pero con los años ha podido constatar la fuerza de las identidades
nacionales y por ello no puede concebir que un día dejemos de considerarnos
alemanes, polacos, españoles… Ni falta que hace –razona Schulz– porque nuestra
diversidad y nuestras específicas experiencias constituyen una hacienda que
sería absurdo destruir. Por ello el estado nacional no corre el peligro de
disolverse ni tampoco las identidades nacionales se van a mezclar configurando
una identidad europea. Una realidad ésta que, empero, no excluye que existan
intereses comunes, intereses que exceden el ámbito de nuestros territorios
tradicionales, y que están presentes y se nos enredan entre nuestros cuerpos y
nuestras sombras como un imperativo de la razón mientras que las identidades
son ante todo llamas que engendra el fuego de la emoción. De ahí que apueste
por la configuración de Europa como una Federación de Estados en la línea que
defiende la jurisprudencia del Tribunal Constitucional alemán. Pues nosotros,
como europeos, no seguimos unidos por puro entusiasmo sino por un ejercicio de
la inteligencia a la que mueve la existencia de esos citados intereses comunes.
Si, históricamente, Europa se forma como
respuesta a las necesidades de paz tras la batahola desencadenada por el cabo
austriaco, hoy avanzamos juntos porque sabemos de muy buena tinta que ya
ninguno de los estados nacionales que la Historia ha dejado como estela es
capaz de proyectar señal inquietante alguna en el escenario de un mundo
radicalmente nuevo. Sólo nuestra unión nos permite disponer de instrumentos
aptos para conformar la realidad pues, aunque con 500 millones de habitantes y
con el mayor mercado interior del mundo somos una entidad política impresionante,
seguimos siendo pequeños si tomamos los cinco continentes como medida.
Tenemos pues un artefacto importante entre manos
que son las instituciones europeas. Hay quien quiere destruirlas como el
insensato que quema los muebles del palacio para calentarse las manos y hay
quien quiere simplemente dejarlas como están. Schulz está por renovarlas con
decisión corrigiendo los defectos pero manteniendo sus muchos elementos
positivos. No se trata de querer «más Europa» sino de esforzarnos por definir qué
Europa concreta queremos en ámbitos como la economía, el comercio, la moneda,
la protección ambiental y las políticas exterior y migratoria.
Un socialdemócrata convencido como es Schulz
proyecta en su libro sobre todas estas cuestiones sus particulares preferencias
ideológicas. A mí, personalmente, me convencen bastante pero no es éste lugar
para abordar tal debate. Lo que me interesa más es airear las propuestas
organizativas concretas que ofrece quien atesora una larga experiencia como
lidiador en el ruedo bruselense.
En tal sentido, propone el refuerzo de las
instituciones comunes de la Unión, a saber y sobre todo, del Parlamento y de la
Comisión (yo añadiría un recuerdo para el Tribunal). La Comisión debe ser el
Gobierno europeo y su presidente debe salir del debate propio de las elecciones
europeas y sus resultados. En las próximas de 2014, las grandes familias
políticas –y las demás opciones que quisieran unirse a ellas– presentarían sus
candidatos a la presidencia de la Comisión con un programa determinado. Con
ello, la influencia de los jefes de Estado y de Gobierno a la hora de nominar
al candidato a la presidencia de la Comisión se desvanecería. Y ello tendría
otro efecto: habría alternativas ideológicas y así podríamos aclararnos todos
sobre qué Europa concreta quieren unos y otros. El Parlamento elegiría y el
Parlamento podría cesar a ese presidente de la Comisión, quien ya no dependería
de quienes ostentan el mando en los estados nacionales. Se lograría así además
algo que no existe en la actualidad y es la configuración de un Gobierno y una
oposición, lo cual es muy importante pues buena parte de la población tiene lo
que me atrevo a llamar mentalidad de espectador de fútbol y quiere ver
enfrentamientos para seguir la función.
En este escenario, el Parlamento no solo tendría
las muchas atribuciones con que ya hoy cuenta, como advertimos los
parlamentarios a la hora de votar cientos y cientos de cuestiones enrevesadas,
sino que se le atribuiría el derecho a presentar iniciativas legislativas, como
es usual en los parlamentos nacionales.
Por su parte, los intereses de los estados
quedarían representados en una segunda Cámara, compuesta por los representantes
de los Gobiernos de los estados miembros, lo que no sería sino la reproducción
a escala europea de la estructura propia de Estados federales que llevan muchos
años funcionando con desenvoltura.
Algunas de estas reformas pueden introducirse sin
alterar los tratados. Las que exigieran su modificación deberían llevarse a una
Convención en la que estuvieran presentes las instituciones europeas y las
nacionales más las organizaciones representativas de intereses culturales,
sociales, etcétera. Aquellos países que no ratificaran el nuevo Tratado se
verían obligados a abandonar automáticamente la Unión porque «no podemos
permitirnos que un texto elaborado con una amplia participación descarrile por
el veto ejercido desde un Estado». Esta previsión es muy importante pues
forzaría a debatir con seriedad entre los ciudadanos, quienes acabarían por
tener una cabal visión de lo que significa estar o no estar en la Unión.
Hay decenas de observaciones fecundas en el libro
de Schulz (que alguien se debería animar a traducir), entre ellas las dedicadas
a la división de poderes en el seno de la Unión y a la relevancia de nuestros
lazos culturales que han de ser grapa de luz y grapa de saber. Todas ellas
están destinadas a «liberar» al gigante encadenado que, a su juicio, es hoy
Europa. O, dicho de otro modo: a salir de las vagas fábulas de la demagogia
para escribir el relato lúcido de una Europa renovada que se beba las lágrimas
del desencanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario