En el pasado he escrito sobre lo sostenible que nos
hemos vuelto todos y tal parece como si alguien hubiera lanzado el “sosteneos
los unos a los otros como yo os sostengo a todos” y esto en una época en la que
la sensación es justa la contraria, a saber, que vamos todos hacia abajo y que
sostenernos, lo que se dice sostenernos, nos sostenemos más bien poquito. En la
misma abominable onda se halla lo solidario y así acudimos a banquetes y bailes
solidarios, endilgamos o nos endilgan una conferencia solidaria o emprendemos
una excursión solidaria. Hasta el “sobre” que se reparte en algunas
alcantarillas de las instituciones públicas está al parecer inspirado en la
máxima solidaridad. ¡Ay aquella época en la que la palabra “sobre” conservaba
la dignidad intacta de una preposición! (sobre esto volveremos otro día).
Queda recordada así la proliferación de estos
vocablos que podemos llamar vocablos-tabarra por lo mucho que aburren a las
personas no acatarradas por las modas y los extranjerismos. Circula otro que
está haciendo estragos: “inteligente”. Hasta ahora tal cualidad se predicaba de
un talentudo que descubría un microbio, patentaba un invento redentor, escribía
un soneto o se hacía concejal sin haber perdido el tiempo en adquirir
conocimiento alguno. La capacidad de resolver problemas de álgebra o la
habilidad o destreza a la hora de afrontar una situación peliaguda también ha
estado ligada a la inteligencia. Fuera de estas aplicaciones, a lo más que
habíamos llegado era a asociar la inteligencia con los espías y agentes
secretos y así hemos hablado de los servicios de inteligencia para denotar
aquellas oficinas destinadas a conocer de un modo astuto y taimado los planes
militares del enemigo o las hechuras de las señoritas con las que holgaba el
primer ministro de una potencia extranjera. Las pantallas de los cines nos han
entretenido mucho con este tipo de relatos ligados a la aventura.
Por último, la “inteligencia” de un país hacía
referencia a esos aguafiestas que proliferan en todas las latitudes dedicados a
amargar la vida del prójimo perpetrando ensayos y publicando librotes sombríos.
Todo esto es el pasado. Hoy las agencias de viajes
nos ofrecen el turismo inteligente para disfrutar en una ciudad que asimismo es
inteligente. Y es calificado de botarate sin remedio quien conduce un coche no
inteligente. Hay, de otro lado, la comida inteligente como hay el ocio
inteligente. Y la energía inteligente y el transporte inteligente que los
políglotas por cierto, como personas que hacen gala de inteligencia, llaman
“smart”.
En fin, otro adjetivo que se nos colado en nuestra
cotidianidad es el de “salvaje”. También hasta hace poco se consideraba tal al
habitante de islas remotas a las que no habían llegado los misioneros y por
animal salvaje se tenía al no domesticado siendo las fieras de la selva el
ejemplo más a mano. Hoy, por el contrario, el camarero que nos atiende en el
restaurante -inteligente- nos ofrece una lubina “salvaje” aunque en ella lo
único nuevo que advirtamos sea el precio, que nos parece, ese sí, una
salvajada.
Y así vamos tejiendo nuestras vidas: sin mucho
acierto pero con lo sostenible, lo solidario, lo inteligente y lo salvaje al
hombro. Henchidos todos de tópicos.
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