(Publicado en El Mundo el día 24 de julio)
La polémica ha saltado hace unos
días al conocerse que el presidente del Tribunal Constitucional es o ha sido
afiliado a un determinado partido político. Ello ha motivado una reunión
extraordinaria de los magistrados que han respaldado por unanimidad a su jefe
de filas alegando razones de interpretación de las normas pero probablemente
también repasando mentalmente (algunos de ellos) su propia biografía.
La politización de la justicia
constitucional es asunto ligado a su propio nacimiento. Quien la inventa en el
siglo XX (precedentes los hubo en el XIX) fue el imaginativo jurista austriaco
Hans Kelsen cuyas simpatías socialdemócratas y su admiración por Ferdinand
Lassalle eran conocidas por todo el mundo. Nombrado tras la I Guerra Mundial
magistrado vitalicio del recién creado Tribunal Constitucional fue sin embargo
desposeído de su cargo por su postura en los pleitos referidos a la disolución
del matrimonio, a la sazón, indisoluble en Austria. La Iglesia desata una
campaña contra él, el Gobierno social-cristiano decide una reforma del
nombramiento de los magistrados que los socialistas apoyan presionados por la
amenaza de perder poder en su feudo vienés. A cambio estos obtienen dos puestos
de los 14 en el nuevo Tribunal. A Kelsen se le ofrece uno de ellos pero se
niega a ser magistrado «de un partido político» y además reprochó a los
socialistas haberse prestado a un juego sucio y peligroso. A partir de ahí
Kelsen, en medio de ataques feroces, decide abandonar Austria y acepta una
cátedra que le ofrecen desde Alemania. En una Alemania que está a punto de
tener como canciller a un tal Adolf Hitler… De allí pasará a Suiza y después a
los Estados Unidos donde morirá a edad muy avanzada.
Este precedente austriaco es el
que tienen en mente los juristas alemanes que diseñan su propio Tribunal
Constitucional al finalizar la II Guerra Mundial. Y es el que tienen asimismo
como referencia los juristas españoles que dieron a luz a nuestro Tribunal
Constitucional cuando iniciamos nuestra andadura democrática.
Karlsruhe –lugar donde se
encuentra la sede del Tribunal Constitucional alemán– es hoy, para el Estado de
derecho alemán, un lugar de culto, un lugar donde se administra la gracia. Sus
jueces son, para quienes buscan el Derecho, algo así como los santos tutelares
a quienes se pide protección. Su prestigio es inmenso y ha servido de modelo no
solo para España sino para casi todos los tribunales constitucionales que se
han constituido por aquí y por allá. El ejemplo de los países del Este es muy
significativo. Como ejemplo baste decir que la sesión constitutiva del Tribunal
Constitucional de Sudáfrica se celebró en la sede alemana de Karlsruhe.
Lo interesante, sin embargo, es
destacar ahora que muchos de sus miembros, desde su puesta en marcha, a
principios de los años 50, han procedido claramente de la política y han
mantenido su afiliación política. Permítaseme la pequeña vanidad de citar mi
libro (de inminente publicación) Juristas y enseñanzas alemanas (I) 1945-1975.
Con lecciones para la España actual donde expongo en muchas páginas la
peripecia de este Tribunal extrayendo enseñanzas para nuestro medio.
Porque, si bien es verdad que el
alemán es un tribunal de juristas que ha regalado y regala muchas horas de
gloria al noble arte de juzgar y razonar lo juzgado, lo cierto es que nadie ha
negado nunca ni niega su carácter político. Michael Stolleis, el gran estudioso
de la historia del Derecho Público alemán (a quien mi libro está dedicado), lo
resume bien: «los elementos políticos de su práctica, que se conocen desde los
inicios, son considerados necesarios». Y Heribert Prantl, en una obra dirigida
por el propio Stolleis, señala que «en verdad las sentencias del Tribunal son
política, exactamente política constitucional, la que ha querido expresamente
la Ley Fundamental … sobre los fines y los medios deciden los políticos. Si el
camino emprendido es transitable o si la Ley Fundamental lo cierra es algo que
deciden los jueces. ¿Es esto política? Naturalmente que es política pues quien
decide qué es lo que puede y lo que no puede hacer la política, está haciendo
política …». Es por lo demás un lugar común afirmar que el procedimiento ante
el Tribunal se convierte, en la lucha entre los partidos, en una cuarta lectura
de las leyes.
Su primer presidente fue
Höpker-Aschoff, un político que había sido diputado en el Parlamento de Prusia
y en el Parlamento del Reich así como ministro de Finanzas en Prusia antes de
1932. Durante el adolfato se esconde donde puede y tras la guerra es uno de los
fundadores del partido liberal y de nuevo ministro de Finanzas, ahora en el
recién creado Land de Renania del Norte-Westfalia. El segundo personaje en esta
hora fundacional (Rudolf Katz) es asimismo un político de la democracia
cristiana que se había visto obligado a abandonar Alemania y había vivido en el
extranjero. Era ministro del Land de Schleswig-Holstein cuando fue elegido
magistrado.
Otro presidente fue Gebhard Müller
(su antecesor murió de forma repentina) que cometió su pecado nazi, luego en la
democracia-cristiana, diputado y presidente de un Land antes de ir a Karlsruhe.
Ocupó su poltrona durante 13 años y era conocido su activismo en asociaciones
católicas. Le sucedió Ernst Benda quien, tras la guerra, se afilia a la CDU
donde destaca y asciende rápido en su organigrama. En 1971 lo vemos ya de
presidente del Tribunal y se estrena en su cargo afirmando públicamente que «yo
soy y seguiré siendo militante de la CDU, decir otra cosa sería una
hipocresía». Y así podríamos seguir desgranando nombres socialdemócratas que
vistieron la toga roja (formalidad que vendría años después) procedentes de
cargos políticos. Hay un momento en el que Adenauer, en la tribuna de canciller
en el Bundestag, dijo que «de los 23 jueces, nueve son militantes
socialdemócratas del SPD, dos o tres de la democracia cristiana CDU –¡dos! le
corrige un diputado–, uno, de las filas liberales, FDP».
Siguiendo con este recuento puede
decirse que, desde 1951 a 2000, el 28,5% de los jueces han sido –y lo siguen
siendo durante su mandato– militantes con carné de la democracia cristiana; el
34,2% de los socialdemócratas y el 3,4% han pertenecido a los liberales.
El catedrático de Derecho Público
Roman Herzog que fue presidente del Tribunal, había ejercido varios cargos de
ministro y, a la salida del Tribunal, fue presidente de la República Federal de
Alemania, ha puesto de manifiesto en sus Memorias (Jahre der Politik: Die
Erinnerungen, 2007) su sensibilidad ante las críticas que el Tribunal recibe
acerca del comportamiento de los jueces e incluso acusaciones abiertas de
parcialidad no han faltado en su historia. La distinción entre conservadores y
progresistas, que se usa en España, también existe en Alemania y se hace sobre
la base de los colores rojo y negro (como en las peripecias de Julián Sorel en
la novela de Stendhal).
El hecho de que el nombramiento
provenga directamente de los partidos justifica el recelo descrito por Herzog
y, por supuesto, ocasiones ha habido en que las decisiones tomadas han venido
muy bien al gobierno de turno o a la oposición y en ellas han tenido un influjo
determinante tal o cual juez. Pero una «coloración única» no existe como regla.
Dicho en términos numéricos, y teniendo en cuenta que en cada Senado (Sala) se
sientan hoy ocho jueces, una votación cuatro-cuatro en función de la
procedencia partidaria de los jueces apenas se da, lo normal es que se
produzcan «mezclas».
Ello se debe a que los jueces
necesitan para ser elegidos una mayoría amplia, lo que es una garantía de su
independencia aunque no es transparente el proceso de selección porque las
negociaciones no se hacen a la luz del día. Una segunda garantía para la
neutralidad del TC la asegura la no reelección de los jueces: se les elige con
un límite de edad y un periodo determinado –doce años– pensados en interés de
la continuidad de los trabajos del tribunal. Para el juez suele ser la
culminación de una carrera. En estas condiciones, ha de pensar en su
«necrológica» y sabe que lo que de él quedará es aquello que haya hecho como
magistrado. Si es cierto que no gusta ingresar en la historia como un juez
partidista, cada cual se esfuerza en comportarse de tal modo que nadie pueda
dirigirle con fundamento una acusación tan grosera.
Pero Herzog admite que todos
estos razonamientos no son creídos por los medios de comunicación,
especialmente por los que se ocupan de las sesiones y decisiones del tribunal,
medios que cultivan una especie de «astrología judicial» que sirve para predecir
cuál va a ser el contenido de una sentencia. Y añade: «debo admitir que algunas
veces sus profecías se cumplen». Pero con la misma regularidad erran en otras
ocasiones. Y es que, por encima del tribunal, no hay más «que el cielo azul o
Dios» –según se prefiera– pues sus decisiones no pueden ser corregidas más que
por el poder constituyente y esto por lo general no ocurre. Por ello, por la
importancia de lo que se decide en esa última instancia, sus sentencias están
razonadas y fundadas hasta el último detalle. Que esto no es una garantía en
términos absolutos, por supuesto, pero es que tales garantías no pueden darse
en el trabajo de los hombres. «Es, en todo caso, la mejor garantía de entre las
posibles».
Una última consideración. En
Alemania siempre se tuvo muy claro que los jueces constitucionales habrían de
desarrollar su labor lejos del poder, es decir, lejos de Bonn. Berlín no era
mal sitio, por Colonia abogaba el propio Adenauer pues era «su» ciudad, pero no
pudo imponer su criterio y al final se optó por Karlsruhe que era también la
sede de otro importante Tribunal a cuya hospitalidad se acogió hasta que pudo
disponer de edificio propio en las inmediaciones del palacio del Gran Duque de
Baden.
¿Es impertinente reflexionar en
nuestra España atribulada sobre esta experiencia?