15 julio, 2013

La palidez, esa musa. Por Francisco Sosa Wagner



En san Juan de la Cruz, en su “Cántico espiritual”, es donde podemos leer: “no quieras despreciarme / que, si color moreno en mí hallaste, / ya bien puedes mirarme / después que me miraste / que gracia y hermosura en mí dejaste”.

Es así la Amada quien se atreve a pedirle al Amado que la estime y advierta sus gracias pues ya su piel no es morena y por tanto fea y lógico objeto de desprecio. Fue al mirarla cuando el Amado le suprimió ese color desgraciado recobrando una blancura hermosa y llena de encanto.

En estos días estivales en los que vemos a tantos exponerse, barriga tersa, a los rayos solares, conviene volver a los clásicos para recordar lo mucho que sufría una mujer en el pasado cuando estaba morena. La Amada del poeta recobra la palidez añorada gracias al amor de la misma manera que las mujeres en muchas culturas orientales -caso muy claro de Japón- recurren a cremas que eliminan la pigmentación e incluso se administran polvo de arroz -así, las geishas- para aproximar sus rostros a un lienzo apto para ser pintado en él la batalla de las Termópilas. 

En España hace treinta o cuarenta años las morenas eran las proletarias, las mujeres que trabajaban en el campo abiertas a los soles y al mugido de los vientos. O los hombres que picaban piedra en las carreteras bajo el pájaro del sol, incansable e impiedoso él allá en lo alto.

Luego vinieron las rubias de los países hiperbóreos a mancillar sus cuerpos de nieve en nuestras playas y crearon escuela: la morenez se empezó a cotizar alto y se ha pagado por ella, incluso con la vida cuando la hace añicos el melanoma asesino. En países como Alemania proliferaron los “estudios solares”, unos establecimientos donde el personal se ponía a tostar en unos ingenios diabólicos con la misma determinación con la que tratamos al pan bimbo antes de untarlo de mantequilla en el desayuno. Hubo una fiebre de estos locales pues unos días en tales parrillas creaban el trampantojo de haber pasado una temporada en Marbella o en la isla de Chipre, entregado a dulces experiencias y a las mejores quimeras fornicadoras.  De la misma manera que en nuestro Siglo de Oro unas migas de pan en la barba producían la imagen envidiada de haber comido una porción de torreznos bien frititos.

Hoy se vuelve a la mesura en estas prácticas y aunque es bueno tomar el sol sabemos que la palidez no es signo de penuria. Parece incluso que a las chicas que trabajan como modelos no les es permitido tomar el sol para no arruinar sus encantos.

Y es bueno que así sea y que nos dejemos guiar por las imagénes del sol blanco que es el padre de una luz que se mira presumido en un espejo inmortal, y de la luna, la “pálida coqueta del crimen y del amor” que cantó Manuel Machado.
La luna, esa bombilla que se ha dejado encendida la Noche.

Es en fin la palidez -nuestra musa- una vaga parienta de la inocencia. La inocencia, ay, que nos falta en esta España de peristas y receptadores.   

1 comentario:

Codín. dijo...

Y no se olvide el mayor de los valores que "in illo tempore" recibió la palidez: atestiguar la calidad de la ascendencia revelando la cianosis vascular propia de quien nacía de noble, y goda, cuna.