Anda por alguna exposición importante el famoso
cuadro del pintor noruego Edvard Munch “el grito” que sigue causando pasmo y ha
dado lugar a polémicas variadas, una de ellas en torno a la pregunta de cómo se
puede pintar un grito.
La respuesta es bastante simple: como se pinta la
alegría o la cólera o la envidia o los celos. O el canto de las campanas o el
mugido del toro. En eso consiste el arte pictórico. El gesto de la reina María
Luisa en el cuadro que Goya dedicó a la familia de Carlos IV es más elocuente
que si esta mujer hubiera dejado un relato en el que nos contara su vida, sus
afanes, sus temores y sus miserias.
En el caso del grito de Munch, y teniendo en cuenta
la personalidad del autor y el contexto del paisaje, todo parece indicar que se
trata de un grito de horror ante algo que de pronto ve el paseante por el
puente.
Pero el grito es proteico y bien podría pintarse
-quien tenga habilidades para ello- el grito de asombro, el de dolor, o el
grito ante la injusticia o el que reclama atención o el de alegría que también
es usual. Puede ser igualmente el grito un reto o el “evohé” con el que las
bacantes convocaban al dios Baco. También un insulto descomulgado o un piropo
(cuando -como ocurre hoy- los piropos no se llevan por miedo a incurrir en
incorrecciones imperdonables).
Ante su sonido turbador nos preguntamos, yo al menos
me pregunto: ¿hasta dónde llega el grito? ¿hasta el cielo como se expresa en el
dicho popular? ¿trepa por las montañas y se enreda entre los árboles o puede
atravesarlas sin emplear esfuerzo alguno? ¿es algo fugaz o, por el contrario,
tiene vocación de estabilidad y para no extinguirse se agarra a las laderas de
las montañas o de los acantilados bravos? Y ya que hablamos de acantilados ¿qué
parentesco tiene con el ronquido de las olas? ¿no será ese ronquido el grito
que las olas emiten pidiendo amparo ante su inevitable desvanecimiento? Y lo
mismo ocurre con el ciclón o el tornado ¿no son estos desafueros destructores
el grito de una naturaleza que demanda cuidados ante las desatenciones que con
ella tenemos?
De otro lado ¿tiene color el grito? ¿hay el grito
azul, el rojo, el amarillo y por ahí seguido con la paleta del pintor en la
mano? Algún narrador importante ha escrito sobre el grito de la tortuga, ella
tan apacible y de la que nunca podríamos sospechar que diera una voz más alta
que otra.
Y por cierto: ¿por qué se grita en el campo de
fútbol y no se grita en los cementerios?
Como se ve, todo un rimero de preguntas que cada
cual puede contestar a su manera. Y hacerlo, si lo desea, a voz en grito.
Si yo fuera pintor llevaría al lienzo a dos
parientes cercanos del grito que son el eco y el susurro. Al eco le dedicaría
un cuadro de gran formato para que pudiera oírse con holgura. Y al susurro uno pequeño donde
quedara reflejada la voz de cristal que lo emite.
Y para ganar fama imperecedera pintaría el más
moderno y más molesto de cuantos hoy se padecen: el de la señora que tenemos al
lado en el tren cuando, a través del móvil, informa a su interlocutor del
estado del tiempo y le prescribe el momento en que deben sacarse las croquetas
del congelador. A gritos.
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