21 octubre, 2012

Tatuajes. Por Francisco Sosa Wagner



Hubo un tiempo en que, al menos entre nosotros, el tatuaje fue marca propia de los condenados a largas penas de prisión y se veía como lógico pues estos desdichados entretenían sus ocios carcelarios dejándose pintar la piel por otro recluso que no habiendo podido pintar la familia de Carlos IV porque llegaba tarde, pintaba en un brazo una sirena u otro ser quimérico o un diablo monstruoso, recursos estos frecuentes pues el encierro enferma la imaginación y propende a dirigirla hacia extravagancias. También era propio el tatuaje entre las gentes de mar acostumbradas a ver pasar las aves por el cielo en ardores de hoguera, y pasear los puertos rudos y visitar los prostíbulos amarillentos de orines.

El tatuaje ha estado ligado entre nosotros a las gentes del bronce, es decir, a gentes despachadas y prontas a la pendencia.

Aunque es verdad que tatuajes y por tanto tatuados ha habido muchos a lo largo de la historia de la Humanidad y en algunas civilizaciones han tenido una función mágica pues se le atribuían efectos protectores frente al infortunio o eran considerados como rito de paso entre la niñez y la pubertad. Se sabe que en determinados ambientes, en cuanto el nene cumplía doce años, se le regalaba un rifle para cazar y se le pintaba en un muslo una gacela herida. A veces el lugar elegido era un miembro al que se suele dar un uso más íntimo.

Pensando en este grave asunto de los tatuajes, me doy en imaginar, en islas remotas de cielos paralizados, a bellas muchachas tatuadas. Chicas hermosas de la Polinesia, las que pintaba Paul Gauguin con el falo, esas criaturitas estoy seguro que llevaban tatuajes enrevesados y soñadores en su piel tersa, que era - al menos así lo creo- piel de sacramento recién administrado, piel tibia en la que se habían desposado la excitación y el temple. Serían tatuajes en relieve, mórbidos, terapéuticos: ¡cómo galopan mis sentidos imaginando a estas hechuras tatuadas!

Pero, ay, vuelvo a la realidad y pienso en los tatuajes que los nazis marcaban a los prisioneros de los campos de concentración para eternizar en ellos la condena y dejarles en la piel un número con calambres de humillación. Esos tatuajes son ominosos y nos traen recuerdos a los huevos podridos que deja el ave ponzoñosa de la intolerancia.  

En la sociedad actual el tatuaje ya no es propio de las gentes del bronce que antes evocaba ni de los marineros o los sentenciados por estupro sino de los banqueros, de los empleados de las agencias de rating, de las nadadoras olímpicas, de los brokers (que no sé lo que son pero me suenan a oficio pavoroso unido al mundo sórdido de las bolsas) y hasta estoy por pensar que los notarios y los profesores de instituto llevan un tatuaje pintado en salva sea la parte. Tampoco el tatuaje es hoy eterno sino superficial de manera que quien hoy se pinta un dragón comiéndose a un niño, mañana lo cambia por un velero llegando a las costas de Sicilia. 

Y así el tatuaje se convierte en una suerte de metáfora propia de nuestros tiempos que son frívolos, aéreos, pasajeros, adolescentes ... En la piel ya no queda nada escrito de forma indeleble sino que es asunto de juego, de perfumes fugitivos, de indiferencia, de yerba siempre infantil ... 

1 comentario:

Isa dijo...

Quizás todavía habemos algunas personas a las que hacerse un tatuaje significó una afirmación de su personalidad, y lo llevaremos con orgullo hasta el último de nuestros días...