Ayer era nochebuena. Mira qué bien. A Carrefour pastores, a El Corte Inglés chiquitos, que hoy cenan marisco los angelitos. Cada vez se pone más cara la cosa del pesebre.
Pero tranquilidad, que no voy a ponerme a rajar ni de la navidad ni de su celebración mundana. Además, dicen que hace una temporada quedaba muy bien en el ambiente (¿que qué ambiente? El de la gente guay, hombre, cuál va a ser) lo de criticar la navidad, pero ahora se considera snob. Pues chitón.
Me pongo más intimista y cuento una historia real que viví ayer.
Fui a visitar a mi madre a la residencia en la que vive, en las afueras de Gijón, en Castiello de Bernueces. Me acompañaban mi padre y mi hijo. Era por la tarde, a eso de las seis. Había música, pues un familiar de un residente tocaba prodigiosamente el acordeón. El clima era alegre, dentro de lo que cabe. Más alegre que otras tardes, desde luego. Y había bastante gente, con muchos familiares de visita. Es que era navidad, no sé si lo he mencionado.
Al lado de mi madre se sienta siempre María. A los viejos les gustan mucho las rutinas y que las cosas estén fijadas y no cambien. Por ejemplo, cada uno tiene su sitio en el salón y ay del que se lo ocupe. Así que el que se sienta junto a otro queda en esa compañía para mucho tiempo. Como María y mi madre, siempre la una al lado de la otra.
María es madrileña y tiene noventa y dos años. Cada vez que llego apenas me deja besar a mi madre y decirle hola, pues me pide besos ella también. Y de inmediato me pregunta, siempre igual, si no llevo algún caramelito. Le doy un par de ellos y se los mete en el escote con una sonrisa angelical. A veces dice: me endulzas la vida.
Ayer sonaba la música de acordeón, como ya he dicho. Vemos que mi madre está bastante bien y nos alegramos los tres. Su corazón débil había vuelto a resentirse últimamente. Cojo sillas para sentarnos los tres a su lado, cerca también de María. No llego apenas a sentarme, pues María me coge del brazo y me dice que vamos a bailar.
Pero tranquilidad, que no voy a ponerme a rajar ni de la navidad ni de su celebración mundana. Además, dicen que hace una temporada quedaba muy bien en el ambiente (¿que qué ambiente? El de la gente guay, hombre, cuál va a ser) lo de criticar la navidad, pero ahora se considera snob. Pues chitón.
Me pongo más intimista y cuento una historia real que viví ayer.
Fui a visitar a mi madre a la residencia en la que vive, en las afueras de Gijón, en Castiello de Bernueces. Me acompañaban mi padre y mi hijo. Era por la tarde, a eso de las seis. Había música, pues un familiar de un residente tocaba prodigiosamente el acordeón. El clima era alegre, dentro de lo que cabe. Más alegre que otras tardes, desde luego. Y había bastante gente, con muchos familiares de visita. Es que era navidad, no sé si lo he mencionado.
Al lado de mi madre se sienta siempre María. A los viejos les gustan mucho las rutinas y que las cosas estén fijadas y no cambien. Por ejemplo, cada uno tiene su sitio en el salón y ay del que se lo ocupe. Así que el que se sienta junto a otro queda en esa compañía para mucho tiempo. Como María y mi madre, siempre la una al lado de la otra.
María es madrileña y tiene noventa y dos años. Cada vez que llego apenas me deja besar a mi madre y decirle hola, pues me pide besos ella también. Y de inmediato me pregunta, siempre igual, si no llevo algún caramelito. Le doy un par de ellos y se los mete en el escote con una sonrisa angelical. A veces dice: me endulzas la vida.
Ayer sonaba la música de acordeón, como ya he dicho. Vemos que mi madre está bastante bien y nos alegramos los tres. Su corazón débil había vuelto a resentirse últimamente. Cojo sillas para sentarnos los tres a su lado, cerca también de María. No llego apenas a sentarme, pues María me coge del brazo y me dice que vamos a bailar.
Aquí conviene añadir algún detalle. María camina con andador o tacatá o como se llame ese aparato con ruedas en que algunos se apoyan para no irse al suelo al dar sus pasos. Así que yo le sonrío, divertido, pues creo que está de broma. Me lo repite muy seria: vamos a bailar, tiene que bailar conmigo. Yo le respondo con las chanzas y juegos de palabras más trillados: María, que no estamos ni usted ni yo para muchos bailes, que nos van a silbar, etc.
Nones. Que si quieres arroz, Catalina. Que vamos a bailar. Así que la ayudo a levantarse del sofá y, muy digna, me toma del brazo y nos dirigimos así al espacio que hay delante del que toca.
Sonaba un vals. Nos colocamos en posición y, oh sorpresa, María hace milagros con sus piernecillas tan escuálidas, tan torcidas, tan deformadas por los años y quién sabe qué caminos. Yo pienso que el que tuvo retuvo y que sin duda esa mujer había bailado mucho y bien en sus nueve décadas de vida. Termina la pieza y hago ademán de soltarme, pues temo que esté agotada o que se me vaya a caer en cualqueir momento. Que te crees tú eso. No me suelta y, además, me dice que pidamos un tango.
Aquí abro otro pequeño paréntesis. Soy bailón. Y, para los tiempos que corren, no de los peores. Y no de academia, no, de los otros, de los que empezaron en el "prau" de la romería y siguieron en todo tipo de garitos discotequeros, como aquel mítico Náutico de Gijón, donde a mi amigo Marcelino y a mí, con nuestro andar de pastores y nuestro aroma de la braña (eau de brañé, pour l´homme et la vache), nos dijo que sí por primera vez una chavala cuando llegaron los lentos y empezamos una de aquellas agotadoras rondas de calabazas. Nos dijo que sí a los dos. Primero a él y en otro baile, después, a mí. Era tan fea tan fea, la pobre, que la llamamos para siempre la checoslovaca. No es que fuera checa ni que tuviéramos nada contra las eslavas, es que por entonces lo de Checoslovaquia nos parecía lo más exótico que se nos podía ocurrir y nos daba por pensar que las de allá debían de ser todas unos engendros tal que así. Digo pobre de ella y no sé por qué digo pobre. Los pobres éramos nosotros, doblemente perdidos y desorientados, en la ciudad y con las mujeres, rediez. Pero volvamos al hilo.
Estábamos en que me gusta bailar todos esos ritmos clásicos, pasodoble, vals, etc. Pero tango no sé. Para mi desgracia, no sé bailar tango. Una vez mi pareja y yo lloramos en Buenos Aires viendo cómo lo bailaba una gente bien humilde en un local popular, sin turistas. Jamás me tocó tan fuerte la sensibilidad el ver bailar a alguien. Peligro, vuelvo a desviarme de lo que quería contar. Así que retorno. Le digo a María que tango yo no sé bailar y que mejor dejamos que el acordeonista interprete lo que quiera. Me dice que bueno, pero que ella podría enseñarme, pues en su juventud, en Madrid, fue profesora de baile. En esto suena un pasodoble y comenzamos a caminar a su ritmo, p´arriba y pabajo. No doy crédito al espíritu que le pone la mujer y a que sea capaz de moverse tan ágil. Las enfermeras y sus compañeros tampoco, y le dicen todo el rato que desde cuándo ha vuelto a caminar.
Se acaba ese baile y nos aplauden. Bueno, no sé por qué digo nos. Aplaudimos todos a María. Hago ademán de sentarme y ella aprovecha para pedirle un baile a mi hijo, que le confiesa que no sabe bailar y que imposible. Hoy las cosas son así. De modo que vuelve a tomarme del brazo y me dice: esto es un danzón, tenemos que bailarlo. Yo nunca supe qué es un danzón, pero lo bailamos. Yo sudaba un poco y me fatigaba algo. Ella nada, como nueva todo el rato.
Y apenas acabó esa pieza y volvieron a sonar los aplausos y las bromas, cuando María ya me había arrastrado adonde el músico para pedirle un tango. Sonó La Comparsita, nada menos. Ahí definitivamente ya me dejó a la altura del betún, aunque también debo confesar, sin la más mínima exageración, que consiguió enseñarme algún pasito. Benévola y comprensiva, al ver mi escasa habilidad para ese ritmo me dijo: bueno, no se preocupe (me trata de usted), bailemos sin filigrana. Y al acabar: tengo que enseñarle más pasos, pues esto es mucho más bonito con filigrana.
Al acabar la música, acabó nuestra danza de variados ritmos. Regresó de mi brazo a su asiento y me dijo que lo había pasado muy bien. Y siguió contándome que de soltera había enseñado a bailar a mucha gente en un salón de baile en Madrid, incluido algún actor, como Luis Durán. Y que luego ya bailaba menos, pues el marido le resultó serio y bastante soso. Se le venía la nostalgia y se le acumulaban las historias. Recordaba con una sonrisa un cancán que bailó una vez entre grandes aplausos, al parecer. Me explicó que había sido en un salón de baile en Ocaña, donde un gitano muy bien plantado y dominador la había sacado a bailar y ella lo había dejado sumido en la derrota a golpe de cancán.
Esta mañana he vuelto a la Residencia. Mi madre estaba débil nuevamente y dormitaba, apenas era capaz de conversar un minuto. María aprovechó para narrarme más cosas. Pero antes, cuando le recordé que el tango no me había quedado muy lucido, me contestó exactamente esto: es porque no me ceñía usted bien la cintura. La próxima vez tiene que apretarme más la cintura.
Estaba muy orgullosa de cuánto la habían felicitado todos anoche y esta mañana por lo bien que había bailado. Me dijo que era yo un caballero con el que querría bailar cualquier señora que se preciase. Caramba, eso me puso contento. A ver quién le dice a uno una cosa así en estos tiempos posmodernos. Me lo apunté para el curriculum, qué diablos. Un artículo sobre el concepto de nación entre los bosquímanos lo escribe cualquier mindundi, como está bien demostrado, pero que a uno le suelten un piropazo así, ya me dirán cuándo sucede.
Luego María siguió hablando, una hora entera. La escuché todo el tiempo y lamenté no tener una grabadora para ayudar a mi memoria. Resumo aquí. Ella vivía en Madrid y adora la capital. Pero sus dos hijos estaban fuera. Buscó una mujer que la cuidara y dice que le pagaba bien. Pero la señora no quería conversar con ella. Era limpia, cocinaba bien. Pero cuando salían a sentarse en el parque la acompañante leía una revista. María quería conversar. Con su maravilloso castellano, me lo decía así, no que deseara hablar, quería conversar. Y la señora le dijo finalmente que no tenían nada de qué hablar. Ese día la despidió y rogó a sus hijos que le buscasen una buena residencia en Gijón, cerca de ellos. Dice que su sueño era encontrar en ella compañeros para conversar, pero que ninguno habla apenas. Sus hijos la regañan cuando les cuenta que no es feliz porque no tiene con quién conversar. Yo soy una señora, me decía, usted lo sabe, soy discreta, no ofendo a nadie y yo también escucho lo que me dicen. Pero nadie conversa conmigo.
Hemos quedado para el 31, nochevieja. Para bailar otro rato. Y, si hay ocasión, conversar un poco más. María no sabe lo difícil que es para todos nosotros hoy en día, para todos, conversar.
Nones. Que si quieres arroz, Catalina. Que vamos a bailar. Así que la ayudo a levantarse del sofá y, muy digna, me toma del brazo y nos dirigimos así al espacio que hay delante del que toca.
Sonaba un vals. Nos colocamos en posición y, oh sorpresa, María hace milagros con sus piernecillas tan escuálidas, tan torcidas, tan deformadas por los años y quién sabe qué caminos. Yo pienso que el que tuvo retuvo y que sin duda esa mujer había bailado mucho y bien en sus nueve décadas de vida. Termina la pieza y hago ademán de soltarme, pues temo que esté agotada o que se me vaya a caer en cualqueir momento. Que te crees tú eso. No me suelta y, además, me dice que pidamos un tango.
Aquí abro otro pequeño paréntesis. Soy bailón. Y, para los tiempos que corren, no de los peores. Y no de academia, no, de los otros, de los que empezaron en el "prau" de la romería y siguieron en todo tipo de garitos discotequeros, como aquel mítico Náutico de Gijón, donde a mi amigo Marcelino y a mí, con nuestro andar de pastores y nuestro aroma de la braña (eau de brañé, pour l´homme et la vache), nos dijo que sí por primera vez una chavala cuando llegaron los lentos y empezamos una de aquellas agotadoras rondas de calabazas. Nos dijo que sí a los dos. Primero a él y en otro baile, después, a mí. Era tan fea tan fea, la pobre, que la llamamos para siempre la checoslovaca. No es que fuera checa ni que tuviéramos nada contra las eslavas, es que por entonces lo de Checoslovaquia nos parecía lo más exótico que se nos podía ocurrir y nos daba por pensar que las de allá debían de ser todas unos engendros tal que así. Digo pobre de ella y no sé por qué digo pobre. Los pobres éramos nosotros, doblemente perdidos y desorientados, en la ciudad y con las mujeres, rediez. Pero volvamos al hilo.
Estábamos en que me gusta bailar todos esos ritmos clásicos, pasodoble, vals, etc. Pero tango no sé. Para mi desgracia, no sé bailar tango. Una vez mi pareja y yo lloramos en Buenos Aires viendo cómo lo bailaba una gente bien humilde en un local popular, sin turistas. Jamás me tocó tan fuerte la sensibilidad el ver bailar a alguien. Peligro, vuelvo a desviarme de lo que quería contar. Así que retorno. Le digo a María que tango yo no sé bailar y que mejor dejamos que el acordeonista interprete lo que quiera. Me dice que bueno, pero que ella podría enseñarme, pues en su juventud, en Madrid, fue profesora de baile. En esto suena un pasodoble y comenzamos a caminar a su ritmo, p´arriba y pabajo. No doy crédito al espíritu que le pone la mujer y a que sea capaz de moverse tan ágil. Las enfermeras y sus compañeros tampoco, y le dicen todo el rato que desde cuándo ha vuelto a caminar.
Se acaba ese baile y nos aplauden. Bueno, no sé por qué digo nos. Aplaudimos todos a María. Hago ademán de sentarme y ella aprovecha para pedirle un baile a mi hijo, que le confiesa que no sabe bailar y que imposible. Hoy las cosas son así. De modo que vuelve a tomarme del brazo y me dice: esto es un danzón, tenemos que bailarlo. Yo nunca supe qué es un danzón, pero lo bailamos. Yo sudaba un poco y me fatigaba algo. Ella nada, como nueva todo el rato.
Y apenas acabó esa pieza y volvieron a sonar los aplausos y las bromas, cuando María ya me había arrastrado adonde el músico para pedirle un tango. Sonó La Comparsita, nada menos. Ahí definitivamente ya me dejó a la altura del betún, aunque también debo confesar, sin la más mínima exageración, que consiguió enseñarme algún pasito. Benévola y comprensiva, al ver mi escasa habilidad para ese ritmo me dijo: bueno, no se preocupe (me trata de usted), bailemos sin filigrana. Y al acabar: tengo que enseñarle más pasos, pues esto es mucho más bonito con filigrana.
Al acabar la música, acabó nuestra danza de variados ritmos. Regresó de mi brazo a su asiento y me dijo que lo había pasado muy bien. Y siguió contándome que de soltera había enseñado a bailar a mucha gente en un salón de baile en Madrid, incluido algún actor, como Luis Durán. Y que luego ya bailaba menos, pues el marido le resultó serio y bastante soso. Se le venía la nostalgia y se le acumulaban las historias. Recordaba con una sonrisa un cancán que bailó una vez entre grandes aplausos, al parecer. Me explicó que había sido en un salón de baile en Ocaña, donde un gitano muy bien plantado y dominador la había sacado a bailar y ella lo había dejado sumido en la derrota a golpe de cancán.
Esta mañana he vuelto a la Residencia. Mi madre estaba débil nuevamente y dormitaba, apenas era capaz de conversar un minuto. María aprovechó para narrarme más cosas. Pero antes, cuando le recordé que el tango no me había quedado muy lucido, me contestó exactamente esto: es porque no me ceñía usted bien la cintura. La próxima vez tiene que apretarme más la cintura.
Estaba muy orgullosa de cuánto la habían felicitado todos anoche y esta mañana por lo bien que había bailado. Me dijo que era yo un caballero con el que querría bailar cualquier señora que se preciase. Caramba, eso me puso contento. A ver quién le dice a uno una cosa así en estos tiempos posmodernos. Me lo apunté para el curriculum, qué diablos. Un artículo sobre el concepto de nación entre los bosquímanos lo escribe cualquier mindundi, como está bien demostrado, pero que a uno le suelten un piropazo así, ya me dirán cuándo sucede.
Luego María siguió hablando, una hora entera. La escuché todo el tiempo y lamenté no tener una grabadora para ayudar a mi memoria. Resumo aquí. Ella vivía en Madrid y adora la capital. Pero sus dos hijos estaban fuera. Buscó una mujer que la cuidara y dice que le pagaba bien. Pero la señora no quería conversar con ella. Era limpia, cocinaba bien. Pero cuando salían a sentarse en el parque la acompañante leía una revista. María quería conversar. Con su maravilloso castellano, me lo decía así, no que deseara hablar, quería conversar. Y la señora le dijo finalmente que no tenían nada de qué hablar. Ese día la despidió y rogó a sus hijos que le buscasen una buena residencia en Gijón, cerca de ellos. Dice que su sueño era encontrar en ella compañeros para conversar, pero que ninguno habla apenas. Sus hijos la regañan cuando les cuenta que no es feliz porque no tiene con quién conversar. Yo soy una señora, me decía, usted lo sabe, soy discreta, no ofendo a nadie y yo también escucho lo que me dicen. Pero nadie conversa conmigo.
Hemos quedado para el 31, nochevieja. Para bailar otro rato. Y, si hay ocasión, conversar un poco más. María no sabe lo difícil que es para todos nosotros hoy en día, para todos, conversar.
1 comentario:
Tres asuntos :
Ojalá llegase yo a la edad de esa dama María con ese salero y esas ganas de conversar, pero si tengo que morir mañana, me da igual.
dice garciamado "un artículo sobre el concepto de nación entre los bosquimanos ...", otro ataque al comunitarismo, ¿el comunitarismo se limita a hablar del Quebec, pigmeos, quechúas, catalanes y nazis ( cientificamente,incluyo a los vascos nacionalistas en el concepto de nazis) ?, me da la impresión que intentar reducir el comunitarismo a una merienda , en hotel de lujo, de burriprofes con negros e indígenas "papito" es demasiado simplista.
Navidad, navidad y la madera no deja de trabajar, tengo que reconocer que no todos son iguales, esta vez después de la comida de Navidad sólo me acusaron de haberme saltado dos semáforos en rojo y unicamente fue necesaria la presencia de dos coches patrulla, las vejaciones fueron mínimas : listo y jeta simplemente como calificativo a un ciudadano y no me empujaron a pesar que la intervención fue en la C/ Víctor de los Ríos a las 16,00 h y no pasaba por allí ni Cristo. Van mejorando, lo malo es que yo no, en cuánto forme la asociación van a saber lo que es cumplir la ley , el reglamento, la ordenanza y la puta que los parió, como dicen ellos : tengo toda la vida (y no sólo hasta la jubilación como ellos) para perseguirles y como dicen ellos también , en los escasos casos en que no torturan, les voy a hacewr más daño con la máquina de escribir que dándoles una paliza, la ley lo permite.
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