Hace tres días estuve en el MUSAC, reciente y ya muy prestigioso museo de arte contemporáneo en León, ciudad que merece ser conocida por algo más que por haber parido un ratón. Al llegar vi a un puñado de gente que comentaba algo excitadamente. Me acerqué por ver qué había ocurrido y di con un viejo conocido, quien me narró la siguiente historia sobre lo que acababa de pasar.
Un grupo de veinteañeros con aspecto de pertenecer a alguna asociación cultural estaba visitando el Museo y contemplando las sorprendentes obras que seguramente no es necesario que aquí describamos. Previamente les habían dado una charla sobre fundamentos del arte de nuestro tiempo, para ponerlos en situación y que no comenzasen con la cháchara habitual de esto es una tomadura de pelo, mi hermano de cinco años hace cosas más interesantes o qué morro le echa el personal y de quién será primo este genio. Parece que el especialista que les habló dominaba la materia o, al menos, esa nueva rama de la oratoria consistente en persuadir con maña a públicos variados de que esa caja de cerillas pisoteada que hay en medio de un recinto enorme y por lo demás vacío, es un alegato conceptual contra el fetichismo del objeto artístico y una liberación de la obra de las compulsiones del marco impuesto a modo de jaula o mordaza, etc., etc. Debía de ser bueno el conferenciante, digo, pues los jóvenes acabaron fuertemente motivados y dispuestos a sumergirse de pleno en eso que el expositor llamó un aquelarre hermenéutico mediado por la reducción eidética de la cotidianeidad como fuente de experiencias estéticas tan aleatorias como inconscientes.
A continuación comenzó una visita por los espacios del Museo, donde tenían lugar cuatro exposiciones. En la primera, una sala vacía albergaba un televisor no muy grande puesto en el suelo y en cuya pantalla una señora pelaba y picaba cebollas sin parar, con una sonrisa en la boca. Del aparato no salía ningún sonido, pero en toda la sala se escuchaba el ruido de un tenue goteo, plac, plac, plac. La guía iba diciendo que el artista, un australiano de Sydney que ahora vivía en Las Vegas y que era cofundador de una corriente llamada PlacArt, muy influyente en círculos minoritarios de la nueva texturalidad nórdica, había querido provocar en el espectador de su instalación una disociación entre sus recuerdos y sus reconstrucciones conscientes de la realidad, por un lado, y, por otro, una recomposición de su autopercepción como ser-en-el-mundo que se reinventa cuando tiene que adaptarse a figuraciones no convencionales. Y que ese efecto se lograba por el hecho de que la señora que pelaba cebollas sonreía en lugar de llorar y por la circunstancia de que el goteo se percibiera en una sala donde no había rastro de agua ni humedad ninguna.
Los jóvenes seguían atentos a la guía y parecía que se tomaban muy en serio sus elucubraciones sobre el sentido de cada obra o montaje. Y así llegaron a otra sala donde un artista canario, Paco Mancuerna, había preparado una instalación (no estoy seguro de si ésa es la denominación adecuada y de si fue así como mi amigo la llamó) en la que ocurría lo siguiente. La pared que quedaba enfrente de la entrada de la sala era un gran espejo en el que inevitablemente comenzaba a mirarse cada uno que allí llegaba. Una cámara oculta en la misma pared iba grabando esas miradas y esas posturas y proyectando tales imágenes sobre el techo con un retraso de unos diez segundos. Allí la guía hizo saber a los presentes de que el propósito del creador no era otro que el de ayudar a caer en la cuenta de que nuestra vida no es sino un sucederse de imágenes que, con ser nuestras, no toman realidad ni adquieren capacidad de influjo, y no digamos posibilidad de perduración, mientras no se reflejan en algo, un río, un espejo, los ojos del que nos mira, incluso. Y que los modernos medios de reproducción de imágenes tienen un efecto dislocador de la realidad, pues pueden detenerse en una imagen, multiplicarla, retocarla, etc. y, de esa manera, vamos perdiendo la propiedad sobre nuestra figura, esencia de nuestro ser, aprendemos a interactuar con esas imágenes congeladas, administradas, procesadas, y acabamos incapacitados para diferenciar lo real y lo irreal en los acontecimientos que nos rodean, lo que es espontáneo y lo que está preparado, lo crudo y lo cocido (según mi amigo, hombre leído, la guía parafraseó el famoso título de Lévi-Strauss, no se sabe si por propia iniciativa o porque tal asociación era idea del autor mismo de la instalación).
Terminada esa parte de la explicación, los miembros de ese grupo comenzaron a gesticular y a componer distintas posturas ante el espejo-cámara, al tiempo que echaban vistazos a ese techo que los mostraba con un retardo de pocos segundos. En una de éstas entró en la sala Manolín Pirolas. Esto merece una mínima aclaración sobre el personaje. Manolín Pirolas es un loco inofensivo que vive en el barrio de San Mamés y que es muy conocido de los parroquianos que después del atardecer frecuentan los bares y garitos de la zona. Sin embargo, veleidades artísticas o aficiones museísticas no se le atribuían hasta el momento. Se ve, por lo que mi amigo me dijo y ahora voy a contar aquí, que tampoco sabían nada de él los muchachos que se encontraban en aquella sala.
El apelativo de Manolín Pirolas no es gratuito ni caprichoso, como nada que haga el pueblo por su cuenta y riesgo y sin necesidad de semiólogos ni críticos de arte. El hombre, que, por cierto, rondará los cincuenta años, se llama Manuel, dicen –y parece que dicen bien- que está pirado y en cuanto se toma dos vasos de vino tiene la obsesión de ir sacándose el miembro viril nada más que ve reunidas a más de cuatro o cinco personas, y ya se sabe –y, si no, aquí lo aclaro yo- que en estas tierras algunos al pene lo llaman familiarmente pirula.
Pues apareció Manolín en el lugar, se supone que bien aprovisionado de morapio para sus adentros, y al ver aquel grupo de gente cuya imagen multiplicaba un espejo y una pantalla debió de pensar que era la ocasión de su vida, el instante esperado para el supremo lucimiento de su arte. Y se sacó el pene enfrente del espejo con una sonrisa de oreja a oreja y jugando con él ante la vista de todos como si fuera un trozo de goma flexible o cosa así. Los presentes quedaron un buen rato sumidos en la perplejidad. Para colmo, la guía en ese momento había salido y nada pudo explicarles. Y las explicaciones no eran ociosas pues, pasado el pasmo del primer instante, a unos cuantos se les vino a la cabeza buena parte de lo que allí mismo, en el Museo, habían estado oyendo ese día: que si en el arte más actual es esencial la interacción, que si el nuevo artista busca provocar en el espectador el shock y la sorpresa, que si ya no se trataba de acumular meras impresiones sensoriales de colores y formas, sino de esculpir, como si dijéramos, las experiencias, de construir paréntesis experimentales sin prólogo ni previo aviso para que, al sentirse el espectador sumido en un mundo que en cierto modo es virtual y provisional, pero plenamente dotado de conciencia y materialidad, prescinda por un instante de prejuicios, represiones, tabúes y cálculos y se lance a interactuar y a moldear por sí mismo y junto con los otros esa vivencia que, de pronto, se ha tornado tan sorprendente como libre y maleable a discreción. Estas cosas y otras similares debieron de recordar y parece que fueron unos cuantos los que llegaron al mismo tiempo a idéntica conclusión: aquel señor que se había sacado el colgajo y enredaba con él con beatífica expresión era sin duda parte de la obra que contemplaban o en la que, por mejor decir, habían pasado a estar insertos. Ninguno era del barrio de Manolín Pirolas ni lo conocía de nada, por lo que la confusión resulta bien comprensible. Súmese a esto la circunstancia de que en los carteles que anunciaban esta exposición de Paco Mancuerna la cara de éste aparecía completamente cubierta por una gran mancha roja que podría interpretarse como sangre, al tiempo que a la altura de las orejas alzaba las manos con todos los dedos separados y un ojo dibujado en la yema de cada uno, ojos que lloraban, ojos sanguinolentos, ojos heridos, distintos tipos de ojos, todos con su toque dramático. O sea, que no sabían cómo eran la cara y la pinta del artista y tomaron por tal al pobre Pirolas.
No se sabe quién empezó primero, pero a cada uno, o a la gran mayoría, les debió de atacar en el mismo momento el temor de que los demás pensaran de él que no está capacitado para comprender las incitaciones del arte de hoy o que no es capaz de librarse de sus apriorismos y sus temores para abandonarse a esa interacción a la que tan retadoramente se lo invita y una vez que, quiéralo o no, ha dejado de ser puro espectador de la obra y se ha tornado parte de ella, al tiempo que la obra misma entra en su propia vida en el nivel de experiencia singular que interrumpe rutinas previstas. Total, que al poco rato estaban la mayoría de los varones presentes con su pene al aire y muchas de las chicas se habían levantado la camiseta y se quitaban el sujetador, todo entre risas y exclamaciones de sorpresa y emoción y ante los ojos atónitos de Manolín Pirolas, que no sabía qué pensar, si es que había alcanzado de sopetón el paraíso tanto tiempo soñado o si una banda de gandules con mala fe intentaba burlarse de él. Más por salir de dudas que por cualquier otra cosa, decidió Manolín pasar a mayores, se abalanzó babeante sobre los senos de una matrona rubicunda y empezó a atizarles lametones, al tiempo que con la mano izquierda tomaba el pito de un mozalbete que caía a su lado y se ponía a menearlo como si en ello le fuera la vida. El así aprehendido se quedó rígido -me refiero al muchacho-, a punto de perder la confianza en su propia capacidad para estar a la altura de un arte de tanta hondura y temeroso de echar a perder lo que seguramente constituía el clímax de aquella exposición de Paco Mancuerna, que mira que ya es suerte que le haya coincidido a uno precisamente esta ocasión excepcional. Así que se quedó el hombre quieto y más acobardado que propiamente sumiso, pero sin atreverse a apartarle a Manolín la mano ni a proferir protesta de ningún tipo. Por contra, la amplia rubia de los grandes pechos sonreía y gozaba en pleno trance estético, soñando de pronto con convertirse en musa de Paco Mancuerna, protagonista de los happenings que habrán de hacer historia del arte y vete a saber si artista ella misma, pues llegado el arte a estos vericuetos de la experimentación, la interacción y el desafío de las reglas sociales, tenía ella un par de ideas que podían rendir fruto más que satisfactorio. Manolín lamía y sorbía como un poseso y a la rubia se le iban los ojos al techo, no sólo por la emoción sino porque gustaba de contemplarse en aquella gran pantalla y gozar de la obra con tanta plenitud y de esa manera multifuncional y polimorfa.
Grande fue el tumulto que se organizó en apenas un minuto y apareció una vigilante del Museo que, tras quedarse petrificada sus buenos segundos, pensó que lo que estaba sucediendo allí era un delito o, como mínimo, una colosal gamberrada. Se puso a vocear “señores, por favor, señores, por favor, salgan y no me obliguen a llamar a la policía”, sin que se le pasara por la imaginación ni una sola vez que pudiera ser lo allí representado parte de la representación buscada por el artista, etc., etc. A ella no se le ocurrió tal cosa de los demás, pero los otros sí lo pensaron de ella y la tomaron por otro de los personajes que, bajo la sabia batuta de Paco Mancuerna, trataban de forzar hasta el extremo la tensión dialéctica entre lo previsible y lo imprevisto, entre lo organizado y lo espontáneo, entre la regla y la excepción que se reglamenta para acabar de nuevo chocando con la excepción. Y así. De modo que unos cuantos de los que ya no sabían muy bien qué hacer con sus vergüenzas al aire, pues no se sentían tan osados como el artista, Manolín, y no se habían lanzado sobre parte alguna de sus compañeras semidesnudas, pensaron que con aquella compañera del artista todo sería más propio y natural y allá se fueron llenos de manos a buscarle las curvas y los abultamientos. Cuanto más gritaba ella, atrapada en aquella red de brazos y jadeos, más se convencían todos de que la pareja de artistas estaba forzando la situación para que pronto estallara en un fogonazo lúdico y en un espasmo trascendental.
Nada había estallado aún cuando llegó la policía, aunque eran ya dos o tres las parejas que se habían animado a copular en los rincones, mientras la vigilante se había desmayado, Manolín había perdido el pene que tenía asido y se había concentrado exclusivamente en las ubres de la dama y ésta se sentía levitar y daba gracias a Dios por esta vocación artística que tan inesperadamente la estaba invadiendo toda. Llegó la policía porque un muy alarmado portero la había llamado antes de correr a esconderse en los baños por lo que interpretó el principio de una revolución peligrosa o el indicio primero de la rebelión de algún grupo de desalmados contra el sistema y la globalización. Fueron los policías sacando uno a uno a los concurrentes, comenzando por un muy feliz Manolín, al que conocían de sobra, y se los iban llevando a la comisaría para declarar y poner sobre papel lo acontecido. Casi todos los así trasladados tardaron un buen tiempo en convencerse de que en verdad eran policías los policías y, aun así, alguno siguió pensando que era tan absolutamente prodigioso este montaje que hasta a la policía había conseguido implicar en la obra el muy genial Paco Mancuerna, del que ya casi todos creían para entonces que era hombre destinado a dejar en nada el recuerdo de un Duchamp, un Braque o un Brancusi, por mencionar sólo unos pocos de los que se les iban pasando por la cabeza.
Parece ser que por allí andaba un afamado crítico internacional de arte, Jeremias Stanton, profesor en Yale y conocido sobre todo por las lúcidas crónicas que en un par de las más prestigiosas revistas mundiales firmaba cada tanto para glosar las exposiciones de más relieve o la actividad de los museos punteros en las cosas del arte de ahora mismo. Entre lo que vio y lo que fue averiguando con su elemental castellano, acabó el bueno de Jeremias por alcanzar su propio trance. En efecto, tanto en una reciente monografía titulada The Pervasive Art and the Mental Contraction como en un par de artículos publicados en la Monthly Review of Transterritorial Art (MORETRA), venía este profesor y reputado crítico sosteniendo que el arte tenía que romper su ensimismamiento e incrustarse en la vida, de modo tal que no hubiera un público que contemplara las obras artísticas, sino obras artísticas que se apropiaran del público, lo pulieran y lo configuraran a su modo hasta llegar a poseerlo y a privarlo tan fuertemente de sus defensas y de su propia identidad que acabaran los sujetos siendo puro arte, pero arte fungible y arte por el arte, sin trascendencia ni pretensión de perdurabilidad. Y, ante lo que allí había pasado, comenzó a gritar como un poseso “ha ocurrido, ha ocurrido, cambia un paradigma, comienza una nueva era y yo tenía razón, yo tenía razón”.
Hasta aquí lo que aquella tarde de hace dos días me narró mi amigo. Confieso que el asunto despertó mi curiosidad y me propuse prestar atención a los acontecimientos venideros. Así que ayer a primera hora me hice con los dos periódicos de la ciudad para ver cómo trataban la noticia. La impresión es que los redactores habían tenido serios problemas para construir una versión verosímil de lo acontecido en el Museo y se demoraban en recoger versiones e interpretaciones de los hechos radicalmente contradictorias, aun narradas por sus propios protagonistas. Más claras tenían las ideas un par de profesores locales que publicaban sendos artículos en los diarios. En el más conservador escribió uno de ellos una tribuna titulada “Los riesgos del arte contemporáneo. Elementos para una reflexión urgente”. En las páginas del periódico más progresista el artículo del otro profesor se titulaba “El arte contemporáneo como catalizador. Que no se pare la historia”. Así que, por lo que sé y lo que puedo suponer, ayer se comentó mucho el incidente tanto en las peluquerías como en los departamentos universitarios de letras, pero sin que un guión único de los hechos o una valoración clara de los mismos llegaran a imponerse.
Sí he podido saber hoy mismo, hace apenas una hora, que en estos dos días transcurridos desde lo sucedido las visitas al Museo se han multiplicado por diez y que son muchas las personas, no todas jóvenes, que se hacen fotos en la sala de autos en actitudes provocativas o amagando que se quitan sus ropas. El director del Museo, Eliseo Gómez von Stammtisch, declaraba este mediodía en los informativos locales que se siente muy satisfecho por esta inyección de vitalidad para el Centro y que se confirma que gracias a los nuevos artistas se han rebasado definitivamente los límites entre realidad y ficción y todos podemos alcanzar una plenitud vital que no está reñida con el saber de lo transitorio de nuestro paso por esta obra colectiva que es la sociedad, al fin y al cabo.
De Manolín Pirolas ha saltado la noticia de que el profesor Jeremias Stanton se lo quiere llevar a Norteamérica por ser la encarnación de un nuevo arte en el que el autor no se sabe dueño de la obra pero la determina por encima de cualquier otro propósito individual o colectivo. Al que todos andan buscando desesperadamente, hasta ahora sin éxito, es a Paco Mancuerna, del que comienza a correrse el rumor de que propiamente no existe. Hay quien mantiene que es el alter ego, la otra personalidad de Manolín Pirolas, quien, de un modo u otro, se está convirtiendo en uno de los personajes más prometedores del panorama cultural leonés.
Informaré aquí mismo en días sucesivos de cualquier novedad que sobre el tema surja.