24 mayo, 2007

Oratoria parlamentaria. Por Francisco Sosa Wagner

Cae en mis manos un libro de retórica parlamentaria publicado por uno de los Parlamentos regionales cuyo objeto es conseguir que los diputados argumenten con sindéresis y se expresen con rigor y acierto léxico y gramatical. El uso de las preposiciones, de los neologismos, de formas dialectales, los recursos oratorios, los silogismos, todo se halla tratado en esta obra con ejemplos sacados del Diario de sesiones: aquí se reprime a un diputado por no saber distinguir entre “debe ser” y “debe de ser”, es decir, entre la obligación y la posibilidad, y allí a otro que descuida las terminaciones en “ado” o emplea rimas internas o a quien, para referirse al tiempo adverso ofavorable, alude a la “climatología”.

No extraña este esfuerzo porque lo cierto es que en España se ha producido un fenómeno bien curioso: a mayor número de parlamentos -tenemos diecisiete más las Cortes generales-, menor número de parlamentarios. Quiero decir de parlamentarios que sepan expresarse, pronunciar discursos, tejer argumentos en la tribuna... ganarse el sueldo en suma labrando el lenguaje y confeccionando oraciones consistentes.

En el siglo XIX ocurría justo lo contrario: solo había un parlamento pero había muchos parlamentarios. No soy un “laudator temporis acti”, es decir, no creo que cualquier tiempo pasado fue mejor porque, en realidad, fue bastante peor, pero es cierto que aquel siglo dio buenos oradores capaces de pronunciar en la tribuna discursos macizos, a veces llenos de ingenio, siempre espolvoreados con referencias cultas que demostraban que quien hablaba tenía lecturas y frecuentaba a los clásicos. Se suele citar a Castelar pero este ejemplo es tópico y además Castelar no lo invocaría yo entre los más afortunados. Hay otros personajes que fueron grandes tribunos y van desde el divino Argüelles hasta Alcalá Zamora pasando por Posada Herrera. Azaña, Prieto y Lerroux fueron magníficos parlamentarios y dejaban prendida con la fuerza de su verbo a la clientela que les escuchaba. Y eran buenos tanto en las Cortes como en el mítin.

Claro que a lo mejor se debía a que tenían algo que decir. Bien pensado es probable que estos hombres discursearan con acierto porque sabían qué querían transmitir y, si daban con las palabras exactas, es porque traían en su morral unos cuantos proyectos madurados a base de darles vueltas en el magín. Así es fácil hablar desde una tribuna parlamentaria.

Lo de hoy es de mayor merecimiento pues son capaces de subir al estrado sin un pensamiento propio al que poder administrarle unos cuantos mimos. Convengamos en que tiene su mérito la oratoria por la oratoria. Pronunciar discursos banales, montar un desfile de palabras, pasear una cabalgata de tópicos y organizar un festival de lugares comunes no es empresa fácil.

Junto al discurso parlamentario, otra modalidad de la oratoria es la del mítin. A mí me gusta mucho el mítin. Es verdad que está muy desprestigiado porque -según sostienen gentes cultas- el mítin es ese lugar convertido en la bazofia de la democracia, un escenario del que se ha adueñado el insulto o la gracieta chocarrera, un altar erigido a la zafiedad. Y lo peor -siguen laméntandose estos pedantes- es que los oyentes aplauden a rabiar y hasta jalean al orador con piropos.

A mí, sin embargo, me parece una conducta lógica y de la misma forma que un torero para triunfar en la corrida se lleva a la plaza su propio toro y el médico afamado tiene sus propios enfermos que no cambiaría por nada del mundo pues padecen dolencias de confianza, el político con raza tiene a su propio público, que va de la ceca a la meca celebrando sus ocurrencias. ¿O es que un profesor puede tener sus alumnos y un director de banco sus clientes y, sin embargo, un concejal no puede disponer de sus incondicionales para echarles una soflama?

Seamos justos: a cada uno lo suyo. Y además nada más tierno que ver al diputado que contrae el voto de discursear -en familia- a quien le vota.

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