30 septiembre, 2012

Aporías nacionalistas (II). La izquierda sin seso.



            Pasemos a un segundo tema relacionado, el del contexto político-cultural de esas discusiones. En España (o en Estado español, como quieran), se da una asimetría cultural y valorativa que desajusta las posiciones. Hablemos de nacionalismo español y nacionalismos periféricos, siguiendo cierto uso establecido. En mucha gente, en particular entre quienes se definen como progresistas y en los partidos que se dicen a la izquierda, no hay una postura homogénea o genérica sobre el nacionalismo, sino una actitud que divide entre nacionalismos. Defender la unidad de España, sea con argumento identitario o con argumento de conveniencia o reparto, con argumento de utilidad, se considera retrógrado, reaccionario y planteamiento emparentado con el franquismo y el más impresentable conservadurismo. En cambio, el nacionalismo periférico se valora como loable y como patente de progresismo, justicia social y justa distribución. Véanse los temores del PSOE o la actitud de IU. A quien defiende, aunque sea con muy mesurados argumentos de utilidad común, la unidad de España se le llama rojigualda, españolista (en sentido peyorativo) opresor y cavernícola. Pero al que se inclina por el nacionalismo periférico, aun cuando lo haga con justificaciones puramente identitarias, no se le asignan tales epítetos. ¿Por qué? Si los catalanes, o algunos, dicen, un suponer, que ellos nada más que deben adquirir productos de empresas catalanas, y no de las del resto del Estado, diríase que están defendiendo su identidad y protegiendo sus legítimos intereses; si los de fuera de Cataluña tienen la ocurrencia simétrica, la de proponer la compra de productos no catalanes y comprar los de otras partes de España, son unos groseros y unos cabestros y están agrediendo gravemente. ¿Por qué?

            ¿Por qué muchos de los que se dicen indiferentes a naciones y ajenos a las justificaciones de los nacionalismos son más tolerantes con las razones de unos nacionalismos que de otros, con los periféricos más que con el español? ¿Acaso en el fondo creen en aquello que niegan y piensan que son más auténticas o más genuinas las esencias catalanas, vascas o gallegas que las españolas, si es que nos ponemos con el cazamariposas a perseguir esencias? ¿Acaso sí creen en esencias, y su supuesta neutralidad es el pretexto para neutralizar nada más que a una de las partes en la contienda dialéctica y política?

            Algunos, como un servidor, somos o nos queremos muy reacios a los idearios nacionalistas y descreídos de que el de nación sea un concepto sustancial asociado a derechos naturales y amparos metafísicos. Pero es difícil mantener la neutralidad o la indiferencia en un marco cultural o ideológicamente descompensado, en  un marco cultural con las etiquetas marcadas antes de la discusión. Si los que están a favor de la unidad de España, en el plano puramente argumental o de las razones, son tildados de inmediato de derechistas y reaccionarios, pero sí se puede ser nacionalista periférico de derechas o de izquierdas, ocurre que la izquierda no se atreve a ser unionista y que la derecha vasca o catalana puede ser independentista sin reproche ni por nacionalista ni por derechista. Es más, ante esa asimetría, hasta la más dura, capitalista o conservadora o hasta racista (ay, Sabino, Sabino) de las derechas periféricas se transmuta, a los ojos de tal prejuicio dominante, en fuerza de progreso y liberación. ¿Cuál progreso y cuál liberación? Por eso puede IU, sin sentir desdoro ni que se le abran las carnes rojas, pactar o formar gobierno con Convergencia o el PNV, pero por nada del mundo gobernaría con el PP, por miedo al contagio derechista. ¿Tiene eso algún sentido? ¿Quién gana y quién pierde en esa peculiar guerra cultural y simbólica? Sin duda, gana la derecha periférica, gana de rebote el PP, ya que muchos españoles partidarios de la unidad, por cualquier tipo de razones, se van con ese partido, y pierde estrepitosamente la izquierda, que sucumbe al prejuicio cultural y político.

            Es un desastre absoluto nuestro progresismo estándar y no habrá una buena y equilibrada política en esta Estado (con más territorio o con menos) mientras la izquierda no recomponga un discurso congruente. Muchos de nuestros dizque progresistas lo son de la aversión, no de la construcción de un programa de libertades e igualdad de oportunidades en un Estado social, lo que se suponía que es propuesta connatural de la izquierda socialdemócrata, la que yo añoro. Es, por ejemplo, una izquierda de la aversión al catolicismo, no de crítica a las opresiones religiosas, sean las que sean y donde las haya. Con el Islam, por ejemplo, se cogen la crítica con papel de fumar. Se explica por nuestro pasado católico, pero ya no se justifica en esa asimetría al valorar y tratar lo religioso. Es una izquierda de aversión a España como concepto, entidad política o Estado y simpatizante con los nacionalismos periféricos, y la explicación se halla en que la Dictadura fue nacionalista española en su propaganda (sobre el reparto de las perras habría más que discutir), pero ya toca que salga de la dialéctica de las naciones y se ponga a proponer condiciones de igual bienestar, iguales derechos y justa distribución entre todos los ciudadanos, sin mirar dónde nacieron o qué lenguas hablan.

            La derecha tradicional tiene en sus genes, y es legítimo también, el nacionalismo sustantivo o identitario, es parte de su culto al pasado y de su miedo a la libertad de los individuos, es componente esencial de su antiliberalismo (hablamos de liberalismo político, no del económico). La derecha intenta edificar y mantener naciones donde los liberales (en el mentado sentido) tenemos que buscar la igualdad de derechos con las menos fronteras posibles y sin vincularlos a pasaportes y expedientes de limpieza de sangre. La izquierda traiciona su propio concepto cuando atiende más a los grupos que a las personas, cuando divide los derechos por territorios y cuando se preocupa más de la autodeterminación de las naciones que por la de los sujetos particulares. Y también echa por la borda su razón de ser y pierde su personalidad cuando es más tolerante con el egoísmo de los grupos que con los iguales derechos del ciudadano sin atributos, sin atributos nacionales.

            Otra aversión y otra esquizofrenia: ¿por qué cierta izquierda es más defensora de los derechos de los extranjeros en Castilla, Extremadura o Asturias que de los derechos de los extranjeros (o de los españoles no catalanes) en Cataluña? ¿Por qué tilda de reaccionario, represor o discriminador al político francés que propone prueba de idioma en Francia para los inmigrantes, o al político español que plantee examen de español para los inmigrantes, que a los gobiernos catalanes que hagan igual en Cataluña? ¿Ser nacionalista periférico da bula a los ojos de la izquierda? 

A mí me parece que están tontos, y bien que lo lamento. Pero tal vez estoy obcecado y radicalmente equivocado y resulta que soy un conservador por no ser nacionalista o independentista asturiano, que es lo que por nacimiento me tocaría. Porque ya se sabe que el ser de cada uno se determina por nacimiento y por el tipo de boina que le pusieron de pequeño, cuando no podía defenderse. Como en la Edad Media y, al paso que vamos, como ahora. Viva el feudalismo, pues, y vivan las caenas.

29 septiembre, 2012

Aporías nacionalistas (I)



            Analicemos algunos problemas del nacionalismo, con afanes teóricos y prescindiendo, en lo posible, de la víscera o las emociones. Sostendré que, tal como suele presentarse el nacionalismo duro o secesionista, conduce, y más al revolverse con el nacionalismo unionista, a una serie de aporías o paradojas que hacen prácticamente imposible el tratamiento mínimamente racional de la cuestión. Como los nombres los carga el diablo y es difícil encontrar etiquetas que no hieran susceptibilidades, pongo un par de ellas al tuntún y para simplificar. Así pues, hablaremos aquí de nacionalismo de separación y nacionalismo de unión, sin dar significados ni morales ni emotivos a los términos unión o separación. Es decir, no partimos de que unir es bueno y separar es malo, ni de lo contrario. Por ejemplo, que una pareja que se lleva fatal se separe es buenísima cosa y que se lleve de maravilla y tenga que separarse es una fatalidad.

            En el nacionalismo de separación suelen mezclarse dos argumentos muy diferentes, el de la identidad y el de la queja por el trato. El argumento de la identidad consiste en resaltar las características constitutivas, identitarias o definitorias de un grupo, que serían tan pronunciadas como para hacer que ese grupo no pueda o no quiera vivir unido a otro o entremezclándose con él, bien sea porque deba juntarse con sus iguales nada más (agrupando dos subgrupos para formar un grupo homogéneo, por ejemplo el pueblo vasco de España y de Francia o los países catalanes de uno y otro lado de la frontera francesa), bien organizándose autónomamente tal como ahora es, con total independencia de otros. Entre esas características determinantes suelen siempre combinarse datos como la lengua propia, la idiosincrasia de las gentes de esa colectividad, las tradiciones, el folklore, la historia común, el mérito de los ancestros, etc.

            Ilustrémoslo con una analogía, esta referida a un individuo, pero asimilando el razonamiento para el individuo al razonamiento para un grupo que es definido como portador de personalidad e identidad propia en tanto que tal grupo o nación. Yo puedo estar casado con una mujer, por la razón que sea (tuve un enamoramiento fugaz, era muy joven y no razonaba bien, me forzó sutilmente la familia, no veía alternativas en ese momento, no estaba maduro...), pero un día descubro que ya no quiero seguir con ella. ¿Por qué? Porque veo, con total convicción, que nuestras personalidades y caracteres son incompatibles, que no podemos entendernos. Entonces, explico que yo me he ido haciendo así, que me he desarrollado con los años de esta manera y que necesito vivir solo o únicamente deseo irme a convivir con mi hermano y nada más que juntos los dos, sin más interferencias ni otras presencias en nuestra casa, sin depender de nadie ni tener que concertarme con ninguno más. Estaría yo, pues, justificando con mi identidad personal, con mi peculiar manera de ser, mi separación o mi deseo de separarme o divorciarme.

            En cambio, es posible que me quiera divorciar por otras razones, o que amague con tal. Supóngase que a mi pareja le digo así: mira, no es que yo sea raro o seas rara tú, no es que yo quiera por encima de todo estar solo y con total autonomía, no es que tú y yo seamos naturalmente incompatibles, sino que me quiero marchar porque estoy convencido de que me tratas mal, de que no eres justa conmigo. Por ejemplo, cuando cocinamos carne te pones tú siempre las mejores tajadas, a mí me das vino peleón y tú te tomas un reserva, te gastas en ropa el doble que yo, aunque en casa aporto yo más dinero al fondo común y, encima, me vas criticando por ahí, en la pescadería y en la oficina, diciendo que soy un rancio y que no te hago feliz. Ese es el que llamo argumento de la queja por el trato o por el reparto. El que quiere irse apela a una injusticia de reparto, no a una injusticia de reconocimiento, como hace el del argumento de la identidad. No se trata de que la pareja no le permita ser como es, pues no se afirma que se sea de ninguna manera especial o tan distinta, sino que se apela a la injusticia en la distribución de cargas y ventajas entre los dos. Lo mismo hace, mutatis mutandis, el nacionalismo de la queja por el trato. Por ejemplo, el gobierno catalán, cuando señala que o se hace, con España, un nuevo reparto de cargas fiscales e inversiones, o se va y organiza su independencia.

            Quiere decirse que, si yo soy sincero al exponer mi argumento de la queja por el trato, estaré dispuesto a seguir viviendo cordial y amorosamente con mi señora si acordamos una nueva distribución entre nosotros de dineros y tareas. Lo que no podré decirle, si hubo tal sinceridad y la mínima lealtad en mi argumento, es que me voy de todos modos, puesto que soy muy especial y no aguanto a nadie, ni tampoco a ella, se ponga como se ponga y me trate como me trate. De la misma forma, mi acuerdo con ella para las nuevas reglas de nuestra convivencia deberá tener un amplio horizonte de perdurabilidad, pues si ella cede cada mes a un nuevo acuerdo que me favorezca y yo continúo erre que erre en que no tengo bastante, habremos de concluir, sobre todo ella, que en verdad no estoy usando el argumento de la injusticia del reparto, sino que busco disculpas para separarme en cualquier caso y no me importa nada lo nuestro o ella misma, sino que solamente voy a lo mío.

            Si manejo, en cambio, el argumento de la identidad, sobra el del reparto, pues al poner por delante que, por ser como soy, solo puedo vivir a mi aire, de nada servirá que ella ceda más o menos y me haga más o menos concesiones. Es más, pierde el tiempo si hace alguna, cuando ese es el planteamiento de fondo. Llegará un día en que no tenga mi pareja más que darme, y entonces me largaré de todos modos porque ya no me da nada y yo soy como soy.

            Cuando en el debate entre nacionalismo de la unión y nacionalismo de la separación se emplea el argumento del reparto, es posible y hasta conveniente la negociación, pero presuponiendo dos elementos capitales. Uno, que sean ciertos y racionalmente, objetivamente, comprobables los datos que se ponen sobre la mesa por parte y parte. Por ejemplo, si yo afirmo que mi compañera se bebe todo el vino que compramos, habrá que comprobar si es cierto o no. Dos, quien formula quejas comprobables como condición para conservar la unión, deberá obrar con la lealtad consistente en presuponer que no hay ruptura si se llega al acuerdo de un nuevo reparto.

            Si se acude al argumento de la identidad, pero se piden contraprestaciones de reparto para seguir unidos, se está socavando o relativizando el argumento identitario mismo, ya que a tal identidad, y a la correspondiente voluntad de autonomía o vida en solitario se les estaría poniendo un precio: si me das tal cosa o me complaces en tal otra, sigo contigo aunque soy muy peculiar. En otras palabras, el argumento de la identidad combinado con el del reparto se torna puro chantaje si en la negociación del reparto no hay lealtad o si el dato identitario se hace venal: mi verdadera personalidad es la de un ventajista o un explotador, me finjo especialísimo para sacar tajada de quien conmigo vive.

            Ahora veámoslo desde el punto de vista del nacionalismo de la unión. En el ejemplo con el que comparamos e ilustramos, es mi mujer la que quiere por encima de todo que continuemos juntos. ¿Qué puede o debe hacer? Si yo me sirvo del argumento de la identidad y ella trae a colación el de la identidad suya, estamos en un callejón sin salida. Ella se empeña en que no puede vivir sin mí, pero yo insisto en que solo puedo vivir sin ella. En esa tesitura, podrá acudir a la ley el que la tenga de su parte, por ejemplo si en ese sistema jurídico no está regulado el divorcio o la separación. Entonces la ley está del lado de mi mujer y podrá invocarla a su favor para mantenerme con ella coactivamente, pero ¿tiene sentido que se obligue a dos a vivir juntos cundo hay uno que no soporta al otro? Esa es la aporía o callejón sin salida cuando chocan dos nacionalismos de la identidad, el uno de unión y el otro de separación. No hay tutía.

            ¿Y qué puede o debe hacer mi pareja cuando yo pongo sobre el tapete el argumento del reparto? En mi opinión, lo siguiente. Si yo uso ese argumento, pero tengo en reserva el de la identidad, tiene muy poco sentido que se ponga a negociar nuevas distribuciones conmigo, ya que no voy a dejar de querer marcharme de todas formas, sea hoy mismo, sea mañana, cuando haya disfrutado lo nuevo que me da y lo haya agotado y no me quede más que sacarle. En ese caso, en lugar de negociar deberá poner a prueba la sinceridad de aquel argumento mío de cierre. Si era un farol, tranquila, ya vuelvo al redil. Si era genuino, nos hallaremos de nuevo a la situación anterior y su aporía: si me quiero ir en todo caso, o acude a la ley para que me quede a la fuerza o permite la separación, aunque sea cambiando la norma. ¿Qué será más útil o razonable?

            La contraposición de nacionalismos de la identidad aboca sin remedio al conflicto: habrá uno que pierda o se rinda y habrá otro que venza y se salga con la suya, pero ambos se sentirán cargados de razones sustanciales, metafísicas casi cuando hablamos de naciones. Por definición, por el modo de ser de cada uno, los nacionalismos de la identidad están incapacitados para negociar, pues arrancan de premisas innegociables siempre que el uno sea nacionalismo de unión y el otro de separación.

            Un nacionalismo de unión y uno de reparto o dos de reparto pueden negociar nuevos acuerdos que eviten la separación. Pero esa negociación carece de fundamento y no dará pie a acuerdos fiables y verdaderos si no se cumplen las condiciones anteriormente mencionadas: objetividad de los datos sobre distribución que se traigan al caso, sin mentiras, falsedades y tergiversaciones, lealtad en la actitud y el propósito para llegar a acuerdos estables y no empleo del argumento identitario como cláusula de cierre o a modo de chantaje. Porque, repito, a falta de esos requisitos no quedará más salida que el conflicto y la coacción, en cualquiera de sus formas: la coacción del Derecho vigente o la coacción de la revuelta popular. Y esa es la cuestión sobre la que, en una situación así, no cabe escurrir el bulto: ¿hasta dónde está cada parte, o cada ciudadanía, dispuesta a llegar por conveniencia o por espíritu identitario?

            Dejo en el aire la pregunta que no sé o no quiero contestar: ¿de cuál de esos tipos son los nacionalismos catalán, vasco y español y cuál es la naturaleza auténtica de sus argumentos?

28 septiembre, 2012

Aristóteles nació en Gijón



                En un país de tanta risa como esta España que se desespaña, los escritores humorísticos lo tienen cada día más difícil, pues cada vez hay menos diferencias entre, por ejemplo El Mundo Today y El Mundo a secas, o con cualquier otro periódico de los que hablan en serio. No es que esté criticando a los periódicos ni a los periodistas, aunque también tienen los suyo, sino glosando una realidad nacional que te deja perplejo y patidifuso.

                Acabo de ver que el Ayuntamiento de Ibiza ha aprobado por unanimidad que Colón nació en tal isla y que va a contribuir todo lo posible a la difusión de la buena nueva, que algún investigador ha mantenido. Ignoro el respaldo científico de dicha tesis o de las rivales, pero también me da igual dónde haya venido al mundo el peculiar marino. Lo bonito y desternillante es que se puedan presentar y votar mociones para tales propósitos y que los partidos políticos jueguen a respaldar la ciencia a mano alzada (mejor así que a mano armada, es verdad), mientras los mismos partidos podan el presupuesto para ciencia. Probablemente sus cabezas pensantes tampoco son capaces de distinguir entre ciencia y superstición. Sea como sea, cundirá el ejemplo y, por si acaso, voy a proponer a mis paisanos de Gijón que convoquen un pleno municipal para exigir para mi tierra la paternidad y maternidad de Aristóteles, el rey Melchor, Tomás de Aquino, Julio Verne, el Oso Yogui y Lángara. Y si hay papeles que certifican que vinieron al mundo en otro lado, dejemos claro al menos, por asentimiento, que los concibieron en la Playa de San Lorenzo o en el cerro de Santa Catalina después de una merienda a base de “quesu” de Cabrales y sidra.

                A lo tonto a lo tonto, también en esas cuestiones tan graciosas hay un fondo serio y que merece unos pensamientos. Es la democracia un excelente procedimiento para la toma de decisiones políticas, es decir, atinentes a la polis, sus normas y su organización. Pero no más. No se puede decidir ni a mano alzada ni con papeleta ni se puede debatir en el ágora a grito pelado si existirá o no el bosón de Higgs, si el cáncer de pulmón lo provoca el tabaco, si es verdadera o falsa la teoría de la evolución de las especies o si hay peces amarillos en los fondos abisales. Pero se da una imparable politización de la ciencia que nos remite, pasito a pasito, a los tiempos en que no había ciencia libre porque no se permitía.

                El proceder es sencillo. Primero se intenta domesticar a los científicos tanto con presiones económicas como con estrategias de palo y zanahoria, sacando entre aplausos y promoción mediática a los que digan lo que interesa y condenando al ostracismo, la desmoralización o la emigración a los otros, generalmente los serios. Después se incorporan aquellas tesis científicas, o pseudocientíficas incluso, al discurso político de los partidos y los demagogos, haciendo ver, por ejemplo, que puesto que en la batalla tal la mayoría de los soldados eran de Villacebllinos o que en la Corte del monarca cual abundaban los de Valdebocio, ya estaban entonces oprimidos los de la parroquia vecina. En el paso siguiente, el partido gobernante, cualquier partido gobernante, controla los libros de texto para que recojan nada más que esas informaciones así sesgadas o manipuladas y, de propina, se subvencionan congresos y libros en los que en ellas se insista. Por último, y para dotar de su legitimación política a la postura científica o paracientífica así pergeñada, se convocan unas manifestaciones populares de reclamación de la dignidad herida por los estudiosos vendidos a algún imperio enemigo y se organiza una votación o un referéndum. Como tales carnavaladas democráticas las ganan siempre los organizadores (creo que hasta en algún referéndum de la dictadura salió por el 99% que Franco era caudillo de España por la gracia de Dios y no por otras razones, o cosa de ese tenor), en adelante quedará por antidemócrata y traidor el que se emperre en la ciencia seria y sus datos en lugar de sumarse a la lucha contra el infiel y a la adoración de las glorias del terruño.

                ¿Qué puede hacer la gente seria, trátese de científicos o de sencillos ciudadanos con seso? Nada o casi nada. Ahora la verdad se decide con votos o en concentraciones populares. No sé cómo al PP no se le ha ocurrido todavía plantar un referéndum sobre la existencia de Dios. Bien llevado, seguro que sale que sí, y se acabaron los problemas teológicos e iremos a misa ya con más fe y mayor convicción. De todos modos, los cuatro gatos que no quieran cambiar la ciencia por himnos ni la democracia por aquelarres deben (disculpen la inmodestia, debemos) mantenerse en sus trece y llamar al pan pan, al vino vino y a la imbecilidad imbecilidad. Y no temer que nos tachen de enemigos del pueblo (Volksfeinde, de qué me suena eso) o de contrarios a la democracia. Porque meter la democracia en la Ciencia, sea en la Biología o en la Historia, sea en la Paleontología o en la Lingüística, es tan absurdo y contraproducente como disfrazar de ciencia las decisiones políticas, cosa que, por cierto, algún conocido dictador alemán o soviético o rumano ya intentó durante el infausto siglo XX, con los resultados bien sabidos para la ciencia y para la política, entre otras cosas.

                Tiene bemoles que sea delito (además de solemne memez, eso es aparte) negar el holocausto y que, en cambio, se pueda votar cómo fue una batalla, donde nació un señor o qué antigüedad tienen unos fósiles. Y menuda gracia que los partidos, casi todos, se dediquen a semejantes enjuagues por miedo a que dejen de votarlos los más lerdos y fanáticos de cada pueblo. Pero es lo que hay y no lo vamos a arreglar tomando el Congreso, sino, si acaso, tomando la palabra y desenmascarado a los idiotas y los pícaros.

                PD.- No he dicho ni pío ni de Cataluña y lo expuesto se acomoda a muchos lugares y tiempos. Por ejemplo, a la España de Franco. El que se pique…

27 septiembre, 2012

Cine y criminalidad


Participo en ese libro con un pequeño trabajillo sobre Brother. Y un puñado de amigos también están ahí.
(clic en la imagen para aumentar)

Sobre etiquetas, censuras y boicots

Un anónimo y amable comentarista del post de ayer escribe esto:
 "Por el primer párrafo: !qué desilusión! Se le ve a usted la patita rojigualda, querido amigo. Creí que los "no nacionalistas" debíamos mantenernos neutrales frente a esas cuitas tribales. ¿También usted se apunta al boicot patriótico de productos catalanes? Nunca creí que hiciera frente común con los gatos al agua and co.?"

Con el mayor respeto y la mejor consideración a ese amigo lector, me permito comentar el comentario y, de paso, hacer alguna observación adicional sobre el ambiente de cogerse las palabras con papel de fumar, aun cuando estoy seguro de que ninguna vocación censora acompaña a mi interlocutor. 

Mi párrafo rezaba así, subrayando ahora una condición importante que en él ponía: "Sigo en mis trece de que si tengo que tirar de pasaporte para ir a Barcelona o considerar vino extranjero un blanco del Penedés que yo me sé y que está muy bueno, ya veré si viajo a Cataluña o a la Conchinchina o si me paso a los blancos alemanes, que también tienen su aquel. Con tranquilidad y porque tampoco lamento que Portugal no esté en España". Ya ven, me estaba imaginando después de que Cataluña fuera Estado independiente.

Un servidor no dijo ayer absolutamente nada de boicots, ni he insinuado ningún apoyo a campañas así. Pero conceptualmente el asunto es muy interesante y habría que definir qué se entiende por boicot en este tipo de debates. Cuando en las estanterías de una buena tienda de vinos veo el rico blanco del Penedés y el rico blanco alemán, tengo una (posiblemente irracional) inclinación a comprar antes el catalán, porque a los catalanes los siento como compatriotas o cercanos o colegas o como queramos llamar tal sensación. ¿Soy por eso nacionalista rojigualda, como este amigo dice? Pues dependerá de la amplitud del concepto. Pero imagino que también habrá muchos catalanes, incluso nacionalistas catalanes, que si ven un vino portugués y uno de Rioja, supuestamente de calidad similar, cogen antes el Rioja por parecido sentimiento. ¿Serán rojigualdas si así actúan? Y si prefieren el portugués porque ya les están cayendo pesados algunos riojanos, ¿estarán boicoteando a La Rioja? O si un catalán compra el portugués porque está un poco hartito de los españoles y su nacionalismo, ¿podría decirse que eso es un boicot unipersonal a los productos españoles?

También debo de ser nacionalista europeo, ya que si he de elegir entre un vino francés o alemán y uno similar de California de parecida calidad, tiendo a comprar antes uno de los europeos, no sé si por cercanía emotiva o por qué. A lo mejor, si los alemanes empezaran a dar la turra con que se quieren ir de Europa o de la UE, que la UE los está timando todo el día, que van a fundar ellos una Unión nueva con los húngaros y los checos, etc., a mí se me pasaba esa propensión y ya no me apetecería comprar el caldo alemán. Pregunta: ¿estaría yo boicoteando los productos alemanes al hacer, simplemente, lo que mi voluntad o mi emotividad me dictan? ¿Debo seguir, siempre y pase lo que pase, en mis trece de adquirir productos alemanes antes que americanos o asiáticos, para que no venga algún amigo alemán y me diga que qué desilusión y que si me sumo a un boicot antigermano?

El boicot, en estos asuntos, presupone concierto y organización, una propuesta para los demás. Por tanto, yo hago lo que deseo, compro lo que quiero y a ningún boicot me adhiero si cambio de costumbres comerciales, siempre que no esté invitando exprasamente a los demás a hacer lo mismo y montando una campaña o apuntándome a ella. ¿O es que debo autocensurarme y no contarle a nadie la alteración de mis hábitos como comprador de vinos, a fin de que no se me tache de boicoteador y tribal?

La mejor manera de no ser tribal, o una de las buenas, consiste en no preocuparse de qué dirán o pensarán los de las tribus, las que sean, desde su particular torre de vigilancia sobre el habla y la comunicación. Porque el día que nos autocensuremos por miedo a la censura, seremos nosotros, cada uno, los individuos, los que habremos perdido la independencia que importa, la única, la independencia invidividual. Si para que yo pueda decir que si Fulano se me pone pelma o se va de casa ya no me va a apetecer comprarle su pan o sus sardinas en escabeche tengo que mirar que Fulano sea varón, heterosexual, blanco, ateo y de una tierra de gentes que no se mosqueen tan fácil, más me vale achantar y dedicarme al macramé que a escribir cosas y opinar.

Así que, con su permiso y sin que me lo tomen a mal, seguiré haciendo y diendo lo que me parezca y sin preocuparme demasiado de los repartidores de etiquetas y sambenitos. 

Por cierto, no tengo ni la más remota idea de quiénes son esos que el atento comunicante llama gatos al agua, palabra de honor. Pongamos que son horribles, pero me da igual. Porque, miren, si resulta que un día un grupo de violadores y yo coincidimos al defender el sexo libre o al Sporting de Gijón, tal coincidencia ni me hace violador a mí ni implica que sea idéntica la concepción del sexo libre y su práctica que ellos y yo  mantenemos. 

Ya solo me faltaba que se me politizara también la muy lúdica y personal costumbre de mercar el vino que me dé la gana o las galletas que se me antojen. Acabarán poniéndome (y poniendonos) un inspector o un espía que me siga en mi deambular por Carrefour y que tome nota y se chive a algún comité. La leche, vamos. 

Cordiales saludos.

26 septiembre, 2012

¿Y si nos gobernara El Corte Inglés?



                No voy a dar la matraca hablando de la matraca que nos dan los políticos pelmazos y los ciudadanos pelmazos que van de su cadena. Sigo en mis trece de que si tengo que tirar de pasaporte para ir a Barcelona o considerar vino extranjero un blanco del Penedés que yo me sé y que está muy bueno, ya veré si viajo a Cataluña o a la Conchinchina o si me paso a los blancos alemanes, que también tienen su aquel. Con tranquilidad y porque tampoco lamento que Portugal no esté en España. Tampoco voy a jugar al juego del rescate ciego y la prima retozona, pues vamos camino de estar ahogados cuando gritemos socorro y nos echen el flotador, y ya para qué.

                Narraré una historia absolutamente real, aunque, por respeto a la intimidad y la vida de la gente, no daré datos concretos sobre personas y cambiaré algún detalle personal. Resulta que un buen amigo latinoamericano viajó a España por unos asuntos académicos bien importantes, con todos los papeles en regla y permiso de residencia. Cuando ya estaba a punto de retornar a su tierra, le sobrevino un achuchón de salud que requirió unos días de hospitalización y el correspondiente tratamiento. A él y a su familia, y a nosotros, sus amistades españolas, nos vino la inquietud sobre los gastos médicos y hospitalarios. Tenía un seguro de allá, que respondió como suelen hacerlo los piratas de tal gremio, al menos los de algunos países, y argumentaron los muy pillos que una dolencia así no quedaba cubierta, aunque  el seguro se llamara de enfermedad y accidente, ya que esa dolencia ya estaba latente y, por tanto, no era sobrevenida. Extraordinario argumento, que hace que un seguro de enfermedad no sirva para las enfermedades, pues a ver cuál de ellas no se incuba o se desarrolla antes de manifestarse y vaya usted a averiguar el origen de las causas y la ubicación geográfica del primer incidente celular.

                Bueno, pues toca enterarse de cómo funciona en tales situaciones nuestra Seguridad Social. Los pardillos, entre los que me incluyo con harto dolor, nos mostramos confiados, pues hemos leído y escuchado mil veces que la Sanidad española es universal y gratuita. Cierto que a los extranjeros sin papeles se les han puesto restricciones severas últimamente, pero hablamos de persona con todos los documentos en regla, no de inmigrantes irregulares ni nada por el estilo. Nos asesoran expertos y nos dicen que sí, pero que es imprescindible sacar la tarjeta sanitaria y que con su mágico numerito, problema resuelto. Así que allá van algunos a la correspondiente oficina del INSS, cargados de nacional optimismo. Dos funcionarios se desconciertan y llaman al tercero que sabe, el cual muestra a los perplejos españolitos el articulejo de la última norma reformadora, donde rotundamente se dice que nones y que para extranjeros en la situación del enfermo, perfectamente legal, no hay cobertura ninguna, fuera de la atención en urgencias. Así que por fin entiendo la universalidad de nuestra Seguridad Social: es universal para el universo o conjunto de los que tienen derecho a su cobertura.

                Pero, milagro, resulta que los billetes de avión habían sido adquiridos en una agencia de viajes de El Corte Inglés, aquí en España. ¿Y eso qué tiene que ver? Pues los amables empleados de tal empresa explican que, además de los seguros voluntarios que el viajero quiera contratar para cubrir cualquier evento desgraciado o mal percance, y que en verdad cuestan cuatro perras de nada, la propia empresa tiene su seguro para sus viajeros y que lleva incluida la plena cobertura sanitaria, para lo que sea: atención médica, hospitalización, cirugía, si hace falta. Problema resuelto por el lado más insospechado.

                Lo cual que me ha hecho ratificarme en una práctica mía y plantearme alguna duda filosófico-política. Lo primero es porque siempre soy objeto de crítica y murmuración cuando organizo mis viajes, y especialmente los de asueto o vacación, a través de esa misma empresa. Que si pijo, que si me sobra el dinero, que si en la red reservas unos hoteles buenísimos de la cadena Bocata y Anda, que si por la quinta parte vuelas con Chupy Jet. Vale, pero por ahora voy ganando dinero. Cuando aquella huelga de controladores, teníamos mi mujer y yo tres o cuatro días reservados y pagados en Londres, con vuelos y todo, y a los dos días me devolvieron hasta el último euro y con sonrisas. Solo con eso, ya he compensado todos los vuelos de Cutry Jet que no he tomado. Además, qué caray, servidor viaja con maleta de reglamento, un puñado de libros y mudas abundantes, cual caballero. Etc. Pero esto es lo de menos, vamos a lo sustancial.

                ¿Tiene presentación que una cadena privada haga de Estado y que el Estado se organice peor que la más mísera tienducha? No teman, no voy a abogar por la privatización de los servicios públicos esenciales, pero es que tiene delito que usted invite, pongamos, a un Premio Nobel de la India, se enferme en León, en la Seguridad Social le cuenten que no se paga el hospital a los indios ni aunque sean Premios Nobel y que llegue El Corte Inglés y se encargue de todo porque le vendió el billete de avión. Entre las cosas gloriosas que he averiguado, saliendo de mi ignorancia culpable, es que ahora están excluidos de la asistencia sanitaria española los estudiantes extranjeros, hasta los de doctorado, salvo por accidentes y con el seguro de estudiantes. Sabia estrategia, una más, para atraer a nuestras aulas a los más brillantes cerebros del mundo. Que tampoco iban a venir con nuestro panorama académico, eso es verdad. Pero menuda tela.