Pasemos
a un segundo tema relacionado, el del
contexto político-cultural de esas discusiones. En España (o en Estado español,
como quieran), se da una asimetría cultural y valorativa que desajusta las
posiciones. Hablemos de nacionalismo español y nacionalismos periféricos,
siguiendo cierto uso establecido. En mucha gente, en particular entre quienes
se definen como progresistas y en los partidos que se dicen a la izquierda, no
hay una postura homogénea o genérica sobre el nacionalismo, sino una actitud
que divide entre nacionalismos. Defender la unidad de España, sea con argumento
identitario o con argumento de conveniencia o reparto, con argumento de
utilidad, se considera retrógrado, reaccionario y planteamiento emparentado con
el franquismo y el más impresentable conservadurismo. En cambio, el
nacionalismo periférico se valora como loable y como patente de progresismo,
justicia social y justa distribución. Véanse los temores del PSOE o la actitud
de IU. A quien defiende, aunque sea con muy mesurados argumentos de utilidad
común, la unidad de España se le llama rojigualda, españolista (en sentido
peyorativo) opresor y cavernícola. Pero al que se inclina por el nacionalismo
periférico, aun cuando lo haga con justificaciones puramente identitarias, no
se le asignan tales epítetos. ¿Por qué? Si los catalanes, o algunos, dicen, un
suponer, que ellos nada más que deben adquirir productos de empresas catalanas,
y no de las del resto del Estado, diríase que están defendiendo su identidad y
protegiendo sus legítimos intereses; si los de fuera de Cataluña tienen la
ocurrencia simétrica, la de proponer la compra de productos no catalanes y comprar
los de otras partes de España, son unos groseros y unos cabestros y están
agrediendo gravemente. ¿Por qué?
¿Por
qué muchos de los que se dicen indiferentes a naciones y ajenos a las
justificaciones de los nacionalismos son más tolerantes con las razones de unos
nacionalismos que de otros, con los periféricos más que con el español? ¿Acaso
en el fondo creen en aquello que niegan y piensan que son más auténticas o más
genuinas las esencias catalanas, vascas o gallegas que las españolas, si es que nos ponemos con el cazamariposas a perseguir esencias? ¿Acaso sí
creen en esencias, y su supuesta neutralidad es el pretexto para neutralizar
nada más que a una de las partes en la contienda dialéctica y política?
Algunos,
como un servidor, somos o nos queremos muy reacios a los idearios nacionalistas
y descreídos de que el de nación sea un concepto sustancial asociado a derechos
naturales y amparos metafísicos. Pero es difícil mantener la neutralidad o la
indiferencia en un marco cultural o ideológicamente descompensado, en un marco cultural con las etiquetas marcadas antes de la discusión. Si los que
están a favor de la unidad de España, en el plano puramente argumental o de las
razones, son tildados de inmediato de derechistas y reaccionarios, pero sí se
puede ser nacionalista periférico de derechas o de izquierdas, ocurre que la
izquierda no se atreve a ser unionista y que la derecha vasca o catalana puede
ser independentista sin reproche ni por nacionalista ni por derechista. Es más,
ante esa asimetría, hasta la más dura, capitalista o conservadora o hasta racista (ay, Sabino, Sabino) de las
derechas periféricas se transmuta, a los ojos de tal prejuicio dominante, en
fuerza de progreso y liberación. ¿Cuál progreso y cuál liberación? Por eso
puede IU, sin sentir desdoro ni que se le abran las carnes rojas, pactar o formar gobierno con Convergencia o el
PNV, pero por nada del mundo gobernaría con el PP, por miedo al contagio
derechista. ¿Tiene eso algún sentido? ¿Quién gana y quién pierde en esa
peculiar guerra cultural y simbólica? Sin duda, gana la derecha periférica,
gana de rebote el PP, ya que muchos españoles partidarios de la unidad, por
cualquier tipo de razones, se van con ese partido, y pierde estrepitosamente la
izquierda, que sucumbe al prejuicio cultural y político.
Es
un desastre absoluto nuestro progresismo estándar y no habrá una buena y
equilibrada política en esta Estado (con más territorio o con menos) mientras
la izquierda no recomponga un discurso congruente. Muchos de nuestros dizque
progresistas lo son de la aversión, no de la construcción de un programa de
libertades e igualdad de oportunidades en un Estado social, lo que se suponía
que es propuesta connatural de la izquierda socialdemócrata, la que yo
añoro. Es, por ejemplo, una izquierda de la aversión al catolicismo, no de
crítica a las opresiones religiosas, sean las que sean y donde las haya. Con el Islam, por ejemplo, se cogen la crítica con papel de fumar. Se
explica por nuestro pasado católico, pero ya no se justifica en esa asimetría
al valorar y tratar lo religioso. Es una izquierda de aversión a España como
concepto, entidad política o Estado y simpatizante con los nacionalismos
periféricos, y la explicación se halla en que la Dictadura fue nacionalista
española en su propaganda (sobre el reparto de las perras habría más que
discutir), pero ya toca que salga de la dialéctica de las naciones y se ponga a
proponer condiciones de igual bienestar, iguales derechos y justa distribución
entre todos los ciudadanos, sin mirar dónde nacieron o qué lenguas hablan.
La
derecha tradicional tiene en sus genes, y es legítimo también, el nacionalismo
sustantivo o identitario, es parte de su culto al pasado y de su miedo a la
libertad de los individuos, es componente esencial de su antiliberalismo
(hablamos de liberalismo político, no del económico). La derecha intenta
edificar y mantener naciones donde los liberales (en el mentado sentido)
tenemos que buscar la igualdad de derechos con las menos fronteras posibles y
sin vincularlos a pasaportes y expedientes de limpieza de sangre. La izquierda
traiciona su propio concepto cuando atiende más a los grupos que a las
personas, cuando divide los derechos por territorios y cuando se preocupa más
de la autodeterminación de las naciones que por la de los sujetos particulares.
Y también echa por la borda su razón de ser y pierde su personalidad cuando es más
tolerante con el egoísmo de los grupos que con los iguales derechos del
ciudadano sin atributos, sin atributos nacionales.
Otra
aversión y otra esquizofrenia: ¿por qué cierta izquierda es más defensora de
los derechos de los extranjeros en Castilla, Extremadura o Asturias que de los
derechos de los extranjeros (o de los españoles no catalanes) en Cataluña? ¿Por
qué tilda de reaccionario, represor o discriminador al político francés que
propone prueba de idioma en Francia para los inmigrantes, o al político español
que plantee examen de español para los inmigrantes, que a los gobiernos
catalanes que hagan igual en Cataluña? ¿Ser nacionalista periférico da bula a
los ojos de la izquierda?
A mí me parece que están tontos, y bien que lo
lamento. Pero tal vez estoy obcecado y radicalmente equivocado y resulta que
soy un conservador por no ser nacionalista o independentista asturiano, que es
lo que por nacimiento me tocaría. Porque ya se sabe que el ser de cada uno se
determina por nacimiento y por el tipo de boina que le pusieron de pequeño, cuando no podía defenderse. Como en la Edad Media y, al paso que vamos, como
ahora. Viva el feudalismo, pues, y vivan las caenas.