La
de hoy es una de esas ocasiones en las que me apetece reflexionar un poquito
sobre un tema, pero no sé muy bien qué pensar o qué decir. Tengo más
sensaciones que tesis para defender. Se
trata de nuestra relación con los animales. A ver si, al menos, expongo el
galimatías que hay en mi cabeza.
Me
crié en el campo, y allá la relación con los animales es compleja y
aparentemente contradictoria. Por un lado, algunas bestezuelas son como de la
familia, muy queridas. Puede pasar con los perros, los gatos y, en mi tiempo y
mi lugar, las vacas y hasta los asnos. Con otros animales la relación era más
fría, digamos, más distante y de menor apego. Tal sucedía con las gallinas y
los conejos, seres, por cierto, bastante más tontorrones. En tercer lugar, con
algunos bichos no había compasión ni el más mínimo afecto, como era el caso de
los zorros –y mira que son bonitos los zorros, o raposos, como decimos en
Asturias-, las aves rapaces, los ratones, los topos y todos cuantos con el
hombre compiten por el alimento o dañan y representan una amenaza para algunos
de los bienes que se estiman. La relación, pues, tenía un condicionamiento
claramente funcional y utilitario. El animal dañino, o que así se consideraba,
era un enemigo al que no se daba tregua. Lo mismo que si el doméstico se
pervertía y, por ejemplo, un perro mataba gallinas o un gato se comía los
conejos recién nacidos, cosa que significaba sentencia de muerte inapelable.
Esa
condición instrumental o utilitaria hacía también que ciertos animales, simpáticos
o no, tuvieran que ser sacrificados. No se podía permitir que cada camada de
gatos sobreviviera, y recuerdo que en mi casa siempre era un problema decidir
quién mataba a los gatitos recién nacidos. Alguna vez, incluso en mi infancia y
adolescencia, me tocó a mí el papel de verdugo y les procuraba una muerte
limpia y rápida, comido por dentro por la pena.
Ya
estará algún alma tan sensible como urbana alarmándose ante tamaña crueldad.
Pero permítanme explicar que en aquel sistema de vida campesina, de apreturas
económicas y casi de lucha diaria por el pan y la supervivencia, había lujos
que nadie se podía permitir, la vida y la muerte de los animales era parte del
guión cotidiano y servidumbre insoslayable. No cabía ser modestos ganaderos y,
al tiempo, defensores a ultranza del derecho de todo animal a la vida, o
vegetariano radical, incluso. En el modo de vida tradicional que muchos
enamorados de la naturaleza añoran desde la artificiosidad urbana y la
inexperiencia, la muerte de muchos seres y su deliberado sacrificio era parte
de la evidencia incontestable. La vaca que ya no daba leche o no paría buenas
crías debía ser vendida a los carniceros y convertida en chorizos, en lugar de
asignarle un retiro con pensión o una residencia para la tercera edad bovina.
Más aun, todo animal, querido o no, era una boca y una competencia, y el que no
hacía su trabajo perdía su derecho, como el perro que no guardaba la casa o el
gato que no cazaba ratones.
Cuanto
acabo de describir era lo “natural” y tenía una aplastante lógica económica y
hasta de supervivencia, insisto. Lo que no quita para que en tales medios
también se apreciaran considerables diferencias en cuanto a sensibilidad de las
personas. En mi casa, a ninguno nos gustaba nada matar bichos y siempre
sufríamos. Pero alguien debía hacerlo y se repartían los papeles. Si de
sacrificar una gallina o el gallo para la comida festiva se trataba, era cosa
de mi madre, que también se encargaba de los conejos. Los perros y gatos nos
los repartíamos mi padre y yo. A veces, sí, hasta llorábamos un poco, o casi.
Recuerdo el mal trago que aguanté cuando, solo en la casería, descubrí a un par
de gatos adultos matando conejitos. Tomé la escopeta de mi padre y acabó cada
uno con un tiro. No había alternativa.
Otra
gente creo que hasta disfrutaba o, al menos, nada sentía. Auténticos malnacidos
eran los que ejecutaban perros en la horca o echaban los gatitos al agua, para
que muriesen ahogados. Siempre desprecié a esos sujetos, me daban y me dan muy
mala espina. Esa parte es la que no se justifica con ninguno de los argumentos
que antes he expuesto, la crueldad es perversión adicional y obedece a otros móviles
o expresa otros talantes no precisamente sanos.
Dirán
que por qué traigo hoy este tema a colación. Pues porque, ante la pequeña Elsa,
me planteo muchas veces cuál es la actitud correcta y qué ejemplos darle. Suelo
ser objeto de familiar vilipendio cuando en casa entra una araña grande,
mismamente, y en lugar de aplastarla, la recojo con esmero y me la llevo al
jardín. No quiero que Elsa aprenda a matar sin ton ni son ni que tome manía a
animal ninguno. Tampoco me apetece nada que se le inculque aquel viejo mito de
que somos, los humanos, los reyes de la creación y soberanos absolutos sobre la
naturaleza y sus seres.
Pero
miren lo que me pasó hace unos días. Estábamos comiendo en el porche y resulta
que en León hay esta temporada una auténtica plaga de avispas. Aparecieron
cinco o seis y comenzaron los gritos de varios de los presentes, sobre eso algo
diré después. Con unos vasos atrapamos algunas y yo no quería matarlas, lo que
dio pie a extrañezas y alguna burla. Maldición, pero un rato después una avispa
picó a Elsa, y al día siguiente la picó otra más. Pues ahora le digo que no
pasa nada si las mata o las mato, ya que sí tenemos una razón para ello.
Si
nos elevamos un poco, de la anécdota biográfica o cotidiana a lo modestamente
sociológico, diré que hay un fenómeno que me parece extraordinariamente
significativo de la evolución que hemos tenido en este país de nuestros
dolores. Aquí, quien más y quien menos proviene del campo y de cerca de la
miseria y allá tuvo sus abuelos o sus padres o allí se crió, entre ratas,
avispas, culebras y lo que se terciara. Pero, ahora, muchos de los que así
vivieron o tal origen tienen se suben sobre una silla si aparece un ratón,
gritan con terror si llega una avispa o se alarman estrepitosamente ante la presencia
de una modestísima araña. ¿Será para tanto? A lo mejor es porque el ser humano
se adapta fácilmente a las nuevas formas de vida y echa en saco roto
experiencias anteriores menos gratas o lustrosas. Puede ser. Pero a mí me
parece que, aunque sea por vía inconsciente más que nada, es una cuestión de
estatus. Queda bien y muy fino, porque niega los orígenes en la dehesa y la
genealogía chabacana, el fingirse o genuinamente sentirse espantado ante el más
humilde bichito. En los palacios y caserones nobiliarios no debían de abundar,
se supone, y quedamos como marqueses al hacernos los horripilados, finísimos
del todo. Porque no me digan que nos amenaza de muerte la carrera de un
ratoncito o que nos puede llevar al hospital una picadura de araña leonesa,
precisamente.
Regresemos
a lo de las sensibilidades. Eso es lo que a Elsa le quiero inculcar, una
sensibilidad razonable, o una razonabilidad sensible. Ni poses y posturitas de
pijillo urbanícola ni aquella crueldad amarga del campesino castellano que
retratara Machado. O sea, que no pasa nada por acabar con la avispa que la
amenaza con su aguijón y legítimamente la asusta un poco, pero que a cuento de
qué pisotear a posta un caracol que a nadie molesta y que va a lo suyo y a su
ritmo. Que los pájaros más preciosos son los que vuelan libres, que los peces
más hermosos son los que nadan en alta mar o en el río, no los de la pecera o
el acuario. Que una cosa es comer carne, si le gusta y le apetece, y otra, bien
diferente, divertirse torturando una lagartija o disparándole a un gorrión.
Nunca
me ha dado por meterme en el tema de los derechos de los animales, tan de moda,
pero concedo que, dentro de unos márgenes razonables, tiene su interés y su
razón de ser. Lo que a veces discuto con los cercanos es qué nos lleva a matar
seres vivos cuando no es por defensa, por supervivencia o por economía,
incluso. Volvamos a un ejemplo cualquiera, el del caracol que vemos cruzando un
camino o el de la araña que encontramos en nuestro jardín. Hay dos tipos de
personas, dos, con pocos términos medios. Está, por un lado, el que de
inmediato los destripa, hasta con una mueca de placer, ejecutor vocacional y
feliz. Por otro, el que prefiere dejarlos tranquilos o contemplarlos en su
feliz transcurrir, sin agresividad ni pensar que compiten con nosotros en la
lucha por el espacio o la vida. También, extremándose un poco, podríamos hacer
este otro test: si usted va conduciendo y en la carretera y ante su coche
aparece un conejo y usted tiene margen de maniobra segura tanto para evitarlo
como para atropellarlo, ¿qué hace? Los hay que se lo cargan y se quedan
felicísimos con la hazaña.
Cuando
a alguno de aquellos le preguntamos qué razón tiene para llevárselos por
delante, suele mirarnos con cara de perplejidad, como si le estuviéramos
interrogando sobre lo más obvio o lo que no admitiera discusión que merezca la
pena. Me choca bastante. Y conste que no me refiero a las personas con fobias
auténticas a este o aquel bichillo, sino al que se controla perfectamente y, aun
así, prefiere matar porque sí. Es lo que no quiero para mi hija, sencillamente.
Porque una persona vital y sana gusta de la vida y la estima en lo que vale y en
todos sus planos y manifestaciones, aunque pueda entender la lucha por la supervivencia
entre los seres vivos, humanos incluidos. Pero entre aceptar muertes justificadas
y refocilarse matando hay un largo trecho y muchos matices importantes.
4 comentarios:
Eran tiempos en donde la relación con los bichos era mucho mas funcional. Hoy no se justifica otra actitud que la que quiere que su hija desarrolle y en el futuro miraremos avergonzados algunas de las cosas que hoy nos parecen aceptables e incluso dignas de aplauso.
Es lo que pasa con los animales, que nos lleva mucho tiempo evolucionar.
Por cierto que los detalles biograficos me han recordado mucho a mi padre (que comparte con usted infancia pueblerina cerca de donde usted trabaja, en el Valle de Omaña). Se animó a contar sus recuerdos de infancia en un blog y algunos relatos son deliciosos. Se lo aconsejo.
Esta es la dirección:
http://lembranzas.wordpress.com/
La sociedad urbanizada en la que vivimos debería ser más honesta consigo mismo y analizar de vez en cuando las flagrantes contradicciones en la que vive.
La mayor parte de las personas que viven en ciudades desconocen (o quieren ignorar) por completo las reglas más básicas de la naturaleza y de la interacción del ser humano con ella, que no son muy diferentes de la descripción somera del mundo rural hecha por el Profesor Garcia Amado.
Esa sociedad, de manera hipócrita, se enternece de manera superficial ante un perro, un gato o incluso un pollito, en determinados contextos. Sin embargo, al mismo tiempo, destruye ecosistemas para crear cultivos (en los que roedores e insectos son sistemáticamente eliminados); cría cerdos (cuyos machos son castrados tras nacer para asegurar un sabor agradable) y los sacrifica tras seis meses de vida; hace habitualmente lo mismo con el ganado vacuno y el ovino (¿o nadie come ternera y cordero?); cría pollos en condiciones que aterrarían a la mayoría de quienes las vieran; hierve vivos todo tipos de moluscos. Y muchas cosas más.
¿Reflejan los ejemplos anteriores conductas intrínsecamente negativas? Depende del código moral de cada uno, pero es justo exigir un mínimo nivel de coherencia.
Sin llegar al extremo de hacerse budista, el vegetariano esta legitimado para aborrecer esas conductas. También pueden ser muy críticas las personas que acepten ingerir una cantidad muy limitada de carne o pescado (la justa para cubrir sus necesidades dietéticas, que es infinitamente inferior a la media consumida en la sociedad occidental) proveniente de animales criados en condiciones óptimas y que no han sido sacrificados antes de llegar a su tamaño máximo. Existe esa opción para el que la busque.
Sin embargo, la inmensa mayoría de la sociedad urbana (en la que me incluyo) no pertenece a ninguno de los grupos citados, sino que come con fruición y placer ingentes cantidades de crías de especies hacinadas, a precios módicos. Esas mismas personas están por supuesto legitimadas para reducir el sufrimiento animal pero deben ser consecuentes: ¿están por ejemplo preparadas para pagar el doble por un pollo? También deberían plantearse si su conducta es compatible con su enternecimiento ante imágenes de focas y su indignación ante la caza de jabalíes y perdices.
Personalmente, he visto en alguna ocasión indiferencia ante el sufrimiento animal (y ¿acaso no es indiferencia mirar a otro lado como hace la mayor parte de la gente?) pero nunca regocijo y disfrute ante ese sufrimiento (algún sádico habrá pero no he conocido ninguno). El individuo que se come una chuleta de ternera ha pagado a un tercero para que mate a la res y él pueda saborearla, que el objetivo, no el sufrimiento del animal.
Si nos ponemos serios y queremos establecer una ética hacia los animales habrá que utilizar criterios objetivos. ¿Protegemos a todas las especies o solo las que nos resultan atractivas? También habrá que poner un límite en alguna parte: ¿solamente mamíferos (cuidado, que los roedores lo son), todos los vertebrados o incluso más allá?
Por ultimo, el concepto de "derechos de los animales" es un absurdo jurídico. Los derechos suelen aparejar obligaciones. El concepto mismo de derecho ha sido creado por seres humanos para seres humanos. Pretender aplicarlo a animales lo desnaturaliza. Hablemos más bien de minimizar o reducir el sufrimiento animal. Y el que quiera evitarlo por completo que sea coherente y se haga vegetariano.
LAISMOOOOO, horreur!
"un rato después una avispa picó a Elsa, y al día siguiente la picó otra más".
LE picó.
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