23 septiembre, 2012

Ética racional, religiones y libertad religiosa



                Enlacemos con el tema de la entrada de anteayer y espesemos todavía más el fin de semana. Se sostenía que es inconveniente e irrazonable mantener que todo ser humano, piense lo que piense y haga lo que haga, es titular de dignidad idéntica o un innato derecho a ser como es, aunque sea un bruto culpable, si bien existen muy potentes razones morales y hasta de utilitaria conveniencia para que un buen Derecho en un buen Estado trate a todos como iguales ante la ley, y muy  particular en lo que se relaciona con procesos, garantías y sanciones.

                En el aire quedaba, o en la ambigüedad, si la responsabilidad última de que los peores sean como son está en los individuos o en las culturas. Podría avanzarse la hipótesis de que, si bien la responsabilidad, en últimas, sólo tiene sentido como predicada de los individuos, no puede desconocerse el componente cultural de los modos individuales de ser, pues somos socializados en una cultura y de ella recibimos la base primera de nuestras convicciones y nuestro orden de valores y preferencias. Quizá el test para valorar moralmente las culturas podría componerse de los siguientes ítems: a) grado de dificultad que una cultura pone al ejercicio del libre pensamiento y a la autonomía moral de las personas que en su marco viven, atendiendo muy especialmente al castigo de la heterodoxia; b) índice de “brutos” morales y prácticos que esa cultura en su seno produce, tolera o fomenta.

                Es fácil imaginar la apresurada réplica a lo anterior, la de que en cada cultura se verá como inferiores morales a los otros, a los de la cultura diferente o de patrones morales opuestos. Mas si de ese dato que empíricamente puede tener sustento, concluimos en un relativismo cultural que haga a las culturas iguales porque cada una se cree superior a la otra, debemos asumir que nuestros valores de libertad (libertad de pensamiento, de creencias, religiosa…) y de igualdad de las personas ante la ley al margen de su sexo, raza, etc., por ejemplo, no podemos predicarlos nada más que de las personas de la cultura nuestra y solo para ellas. Si eso es así, al que mata al infiel por infiel o al que mata al blasfemo no podemos hacerle más crítica moral que una crítica moral relativa: nos parece mal que así se comporte, pero en sí no hace mal y comprendemos que, bajo su punto de vista (que valdría tanto para él como el nuestro para nosotros y sin árbitro posible ni manera de dirimir el empate), hace lo moralmente debido, siempre y cuando que tales homicidios constituyan un imperativo moral en su cultura. Lo mismo si en lugar de hablar de matar al infiel o al blasfemo nos referimos al trato de la mujer como inferior al hombre y sometida a él.

                Es poco menos que inevitable toparse con la religión como elemento cultural y moralmente embrutecedor, al menos si la comparación la aplicamos entre las culturas contemporáneas, las de ahora mismo. Es ante todo la primacía absoluta de una religión en una sociedad la que propicia la brutalidad moral, la irracionalidad moral de sus miembros, o de muchos de ellos; es ese tipo de religión y es su dominio como patrón normativo único o supremo lo que degrada moralmente a tales sociedades y lo que provoca altos índices de “bestias” morales.

                En el llamado Occidente o en las culturas liberal-occidentales la religión no ha desaparecido, sino que sigue teniendo importantísima presencia, en particular las confesiones cristianas. Pero la religión ha evolucionado, o ha sido socialmente “domesticada” o limitada al convertirse o convertirla en un fenómeno atinente a la conciencia individual. La fe religiosa guía la conciencia moral de los creyentes, impulsándolos a vivir su vida de conformidad con el dogma o los mandamientos de la respectiva confesión. Esta “individualización” de la religión y su vivencia hace que las pautas por las que el creyente se rige determinen, por vía moral, su comportamiento en dos aspectos: cómo ha de vivir él y cómo debe tratar a los demás. Pero un tercer elemento tiende a desaparecer, la religión como fuerte de mandatos acerca de cómo han de conducirse los otros y cómo deben tratar los otros a los demás. De esa manera, la religión pierde su naturaleza de imperativo social fuerte, pues ya no ofrece legitimación para obligar al no creyente a serlo (o a fingirse tal) y a vivir según las pautas de la fe. Así que lo que la religión influya para configurar la sociedad y la cultura dependerá de cuántos sean los creyentes y cuán congruentes con su credo, no de su capacidad para forzar coactivamente a los otros a obrar según su modelo moral. Mientras que, así, la religiosidad sigue jugando como regla del actuar de uno, ya no autoriza para la imposición forzada de ese modelo como modelo común.

                Todas las religiones, o al menos las monoteístas o de libro sagrado, combinan un doble ideal, individual y social. El ideal individual es el del sujeto que se atiene perfectamente a los mandamientos, sean los que sean, desde dar culto a Dios hasta abstenerse de ciertas prácticas sexuales o de comer cerdo o comer carne en día de vigilia durante la Cuaresma. El ideal social es el de una sociedad en la que todos y cada uno se comporten de conformidad con esos mandamientos.

                Más allá de esa coincidencia, encontramos también una diferencia decisiva, relativa a cómo las confesiones y sus creyentes se plantean la realización del ideal social. Dos son las alternativas. Conforme a una, la moral de inspiración confesional, tenida por moral verdadera, puede y debe ser aplicada al conjunto de la sociedad mediante la fuerza y la represión violenta del renuente o el heterodoxo, del que piensa y quiere vivir de otra manera. Estamos, así, ante una moral que niega la autonomía moral de los sujetos, una moral que impide el debate moral y que, correspondientemente, descarta también la política como deliberación libre entre alternativas o modos diversos de organizar la vida social. El que así vive y practica su credo religioso es un sujeto moralmente irracional puesto que niega en el punto de partida toda posibilidad de una moral racional. Más aún, su moral le compele a suprimir la de los demás si es diferente, a suprimir, incluso de modo violento, a los demás que no compartan la moral suya, que es la de su religión. No podemos debatir sobre la vida buena o la sociedad adecuada ni convivir con quien quiere matarnos o piensa que deberíamos morir si no creemos lo que él cree y no nos atenemos a los mandamientos suyos. Su moral infame es acorde con lo infame de su religión, se niega a sí mismo la libertad de pensar y, como efecto, niega a los diferentes la libertad para vivir según su libre pensamiento, el de ellos. Una moral que prescinde de la libertad moral es, por definición, una moral irracional, brutal, inhumana, abominable, y moralmente no merece respeto ni igual consideración que las demás morales, que los demás sistemas morales que en una sociedad o en el mundo puedan concurrir. Constituye una degradación de lo humano el que alguno pueda sentirse autorizado o llamado a matar a quien blasfeme o pinte una caricatura de un profeta o a la mujer que vaya por la calle sin velo o enseñando el pelo o la piel de su cuerpo.

                La otra alternativa es la de quienes en la plaza pública ofertan su moral de sustrato religioso para la libre deliberación, buscando convencer en vez de violentamente someter y derrotar. No hay más moral religiosa que pueda aspirar a presentarse como moral mínimamente racional que esa. Ninguna otra merece el respeto y la consideración reflexiva de los ciudadanos libres. Quien me niega a mí mi libertad de conciencia y de creencias, y la correlativa posibilidad de vivir acorde con ellas, me está negando a mí mismo, me está degradando en mi humanidad y mi dignidad. Me respeta mientras me argumenta para convencerme; me trata como un objeto o un ser inferior cuando me coacciona o quiere matarme por no ser como él y no creer lo que él cree.

                La libertad religiosa es un derecho capital que debemos respetar y defender, pero precisamente como libertad y en lo que la religión no niegue la libertad de los ciudadanos. La libertad religiosa sólo puede y debe ser protegida como derecho de cada uno a vivir la vida suya en sintonía con su fe y con la moral que de su fe deriva y como derecho a proponer su moral, la de su credo y su grupo, como moral para todos, exponiendo sus argumentos para la ajena consideración y para la colectiva deliberación. Pero ese derecho a la libertad religiosa no puede acoger ni disculpar ninguna práctica que busque suprimir la libertad de los demás y la deliberación pública acerca de los modos mejores de configurar la convivencia social. No tiene sentido ni congruencia el reconocimiento de la libertad religiosa de los que niegan no solo la libertad religiosa, sino el fundamento mismo de todas las libertades, que es la libertad moral. Un Estado de Derecho no debe de ningún modo proteger las creencias ni las prácticas de semejantes fanáticos, no debe admitir ni fomentar o colaborar con su supuesto derecho a educar a sus hijos en la misma fe, así entendida. Y menos todavía tiene un Estado de Derecho que reprimir a quienes de una religiosidad de ese tipo hagan crítica o mofa.

                No hay sociedad libre ni orden social decente si yo no puedo decir lo que pienso, que es por ejemplo esto: que hay que ser tonto del remate para creerse lo de que el cerdo es animal maldito y no se debe comer su carne, o que peca quien trabaja en sábado o en domingo, o que se contamina el varón que toca a una mujer durante la menstruación; y más, que hace falta ser memo para creer en un Dios que se dedique a legislar tales memeces, en un Dios tan tontaina e insoportablemente caprichoso. Quien pretenda impedirme por la brava pensarlo y decirlo no debe estar amparado por la libertad religiosa, pues para nada quiere ni acata él libertad ninguna y es moralmente un zote y humanamente una birria, además de un perfecto tarugo intelectual.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Eres demasiado generoso con el hecho religioso. La Religión es de las peores cosas que ha inventado el hombre.

Bernardo dijo...

A partir de que el Curiosity Rover anda rayando el suelo de Marte en sus ires y venires, estos temas de la religión, ética y demás han quedado reducidos a caber en el bolsillo solo para consumo humano, sólo para reglar la conducta humana, y no toda, sólo la masificable; vamos a tener que redimensionar y abrirnos a la posibilidad de otras éticas, de otras partes...

Anónimo dijo...

http://www.opuslibros.org/nuevaweb/modules.php?name=News&file=article&sid=20185

Rogelio dijo...

Esto tiene mucho que ver con la global idea interés-económico-imperante de "qué maja es la multiculturalidad y la multirracialidad, porque todos somos iguales y porque tó er mundo e güeno y qué guapo soy y qué culito tengo".

Irresponsable gestión en el método y en las proporciones, caldo de cultivo de situaciones extremas, derivadas a su vez de situaciones extremas, convenientemente cocidas y servidas por el equipo de chefs habitual.

Manu dijo...

Pues a mi no me queda muy claro si llamar tontos de remate los miembros de dos religiones (judía y musulmana), como ha hecho usted al referirse a los que creen que no se debe comer carne de cerdo, es delito o no según el artículo 510 del código penal.

Anónimo dijo...

Me acuerdo de un episodio de Padre de Familia, serie que a mi hijo le encantaba, rianse los pedagogos a la violeta, en la que aparecia un universo paralelo con coches voladores, enfermedades crónicas superadas, etc

Y le decia un personaje a otro: "¿Como pueden estar tan adelantados si son iguales a nosotros?".
La Respuesta que le dió el interlocutor fué: "Iguales no, ellos no tienen ningúna Religión"