06 febrero, 2015

¿Razones para la solidaridad?




   Vamos a ponernos un poco filosóficos hoy, pesaditos tal vez. Me viene esta apresurada reflexión al leer un artículo de Jules Coleman de 1995, “The Practice of Corrective Justice”. Dice Coleman que con un tipo de moral política liberal como la que él defiende, el centro se coloca en el modo en que las acciones afectan al bienestar individual, y que de ahí provienen las razones para actuar. Si nos quedamos solamente con eso, las razones para la acción serían razones siempre egoístas: mis razones para mi acción (o para valorar las acciones de los demás) dependen de cómo valoro que afectan a mi bienestar, dando a “bienestar” toda la amplitud de sentido que se quiera. Pero de inmediato añade Coleman que el modo en que las acciones afecten negativamente al bienestar de otros también me da a mí razones para mi acción, como, por ejemplo, para ayudar a los otros.

   Me parece que en esa tesis se puede encontrar el tipo de tensión o dilema más fuerte que afecta a una moral política de tipo liberal y, por tanto, individualista, pues hay un salto entre el autointerés y el interés por lo que les ocurre a los demás y en lo que a los demás les afecta. O bien la moral política fundamenta que del interés del otro depende también mi propio interés, del bienestar ajeno el bienestar mío, o bien en ese planteamiento que se denomina-liberal individualista hay un salto no fundamentado, una incoherencia en el planteamiento.

   Expuesto de otra manera, por qué debe un individuo obrar en ayuda de otro si eso le va a restar a él algún bien o algún grado de bienestar. Creo que las justificaciones de la generosidad o de la solidaridad, del hacer por otros incluso en detrimento propio, pueden ser de diverso tipo, pero en todas hallaremos una contradicción o, al menos, una tensión con el individualismo liberal. Veamos cuáles pueden ser esas justificaciones.

   (i) La naturaleza en sí generosa o solidaria del individuo. Es decir, en cada persona, al menos en cada persona “normal”, se daría una tendencia “natural” a la solidaridad con el otro, de manera que cuando obro en favor de otro, realizo un impulso natural y mío igual que cuando actúo en mi propio favor o egoístamente. En la medida en que de esa manera también me “realizo”, mi bienestar, al menos como sensación grata o como felicidad, se incrementa cuando sacrifico en favor del otro algo de mi propio interés. El interés de los otros sería también interés mío, y ello de manera puramente “natural”. Ese es uno de los sentidos en que la filosofía tradicional ha venido señalando que el ser humano es un ser social: no sólo somos sociales porque necesitemos de los otros, sino porque también a través del bien de los otros cumplimos nuestro propio bien.

   Así visto, se da la vuelta al problema, y ahora lo que habría que explicar, por atípico o “antinatural”, no es la solidaridad, sino cualquier forma de egoísmo o de acción en el propio interés y cuando el interés de uno compite con el interés de los demás. Si somos naturalmente solidarios y generosos, queda sin fundamento la acción a favor de uno cuando supone perjuicio para el otro. Y, en segundo lugar, habría también que dar explicación al hecho de que entre los otros establezcamos clasificaciones y preferencias: por qué, puestos a sacrificarnos por alguien diferente de nosotros mismos, preferimos a los de ciertos grupos: familia, personas con las que tenemos una relación de afecto, miembros del grupo social, cultural o político al que pertenecemos… O sea, por qué no se manifiesta en nosotros idéntica solidaridad con cualquiera y hacia cualquiera por el hecho de que se trata de un ser humano, sin más.

   (ii) Muy cercanamente relacionada con lo anterior, pero no necesariamente idéntica, es la explicación en clave psicológica o de sentimientos. Nos reconocemos en los otros, nos identificamos en alguna medida con ellos, y de ese dato psicológico nace un sentimiento de empatía. Cuando ayudo a otro estoy sintiendo un tipo de satisfacción similar a cuando me ayudo a mí mismo o estoy representándome un tipo de comunidad parcial con el otro que me permite, en virtud de tal identificación o comunión psicológica, sentir algo similar a como si el otro me ayudara a mí mismo. Esto permitiría también entender por qué nuestra mayor propensión a apoyar a los más próximos y más cercanos cultural y convivencialmente, pues con ellos es más fácil esa identificación, en razón de lo que compartimos (rasgos personales y culturales, modos de vida, lengua y creencias, etc.).

   (iii) La tercera explicación o justificación posible nos remite a formas más estrictas de egoísmo, pero también más elaboradas, de egoísmo menos primario, más complejo. Encuentro razones para mis acciones de ayuda a los otros, aunque me supongan sacrificio mío, porque siento que de esa manera estoy contribuyendo a crear un clima o ambiente grupal que en otro momento puede compensarme o resarcirme esos costes. Es decir, coopero a una convivencia regida por el “hoy por ti, mañana por mí”. Hay en el fondo un cálculo que es autointeresado, pero de ida y vuelta: hago por los otros para que hagan por mí. Si lo vemos así, como solidaridad calculadora, tendremos que asumir que nuestra acción estará mediatizada por ese cálculo de utilidad, de manera que habrá de entenderse que no nos animemos a ayudar a aquellas personas o de aquellos grupos de los que pensamos que no tenemos nada positivo para nosotros que esperar.

   (iv) Una explicación ya marcadamente antiliberal y antiindividualista es la que ofrecen las doctrinas de tipo comunitarista. Más allá de la separación física de nuestros cuerpos, el puro individuo como ser moral no existe, es una entelequia inverosímil. Lo que constituye nuestra personalidad (nuestros gustos, afectos, inclinaciones, preferencias, modos de entender la vida, pautas de comportamiento, etc., etc.) no resulta de nosotros mismos, no nace de una especie de naturaleza interna o íntima de cada uno, sino que es puesto en cada cual por la comunidad cultural a la que pertenece. El autointerés viene a ser parte del interés de la comunidad por sí misma y en sí misma, ella nos hace como somos, nos configura como aleatoria e históricamente le conviene, y a ella, a la respectiva comunidad, se debe antes que nada cada uno, pues sin ella nada sería de lo que es. Las comunidades llamadas liberales serían un modelo más, cultural e históricamente constituido y con lazos internos tan fuertes e insoslayables como los de cualquier otro tipo de comunidad. Así, tanto cuando hace cada uno por sí y para sí, como cuando obra en pro de los otros se limita (fuera de los casos patológicos o de desviación o heterodoxia normativamente reprochables en esa comunidad), en el fondo no opera nada más que según las pautas de esa comunidad y, a la postre, para la perpetuación de la misma y de sus señas de identidad colectiva. Por eso, para el comunitarismo, no tiene apenas sentido pensar en una solidaridad universal del individuo, sino que tiene la solidaridad o la generosidad su sede natural en la propia comunidad o en lo que a la comunidad propia convenga.

   (v) Una explicación o justificación muy compleja es la del estilo del neocontractualismo de Rawls, o la un tanto similar de Habermas y basada en los presupuestos cuasitrascendentales de la acción comunicativa. Haré una reinterpretación breve y no sé si correcta. Bajo este punto de vista, si consideramos al otro, respetamos sus bienes y “derechos” y hasta actuamos en su favor, es porque somos racionales y mantenemos un compromiso constitutivo con la racionalidad. ¿Qué quiere decir que somos racionales? Veamos.

   Uno se pregunta cómo sería la vida de uno sin sociedad organizada, en puro estado de naturaleza y campando cada cual a sus anchas, sin normas de ningún género ni reconocimiento ninguno del otro sino como algo ahí afuera de uno. Y concluye que se estaría peor, se tendría un grado de bienestar y disfrute mucho menor. Luego se pregunta uno de cuántas maneras distintas se podría organizar la sociedad, si de fundarla y echarla a andar se tratara. Entonces se plantea, por ejemplo, una sociedad en la que unos pocos fueran los amos de todo y de todos, y los demás sus esclavos, y concluye que estarían muy bien y muy a gusto… los amos. Mas ¿qué pasaría si a uno le cayera en suerte estar entre los esclavos? Pues que entonces no querría, para nada, vivir en una sociedad tal. De modo que, si lo pensamos bien, asumimos que, si no supiéramos qué destino nos va a tocar en tal o cual tipo de sociedad, escogeríamos todos aquel modelo social que nos asegure a cada cual estar lo menos mal posible si tenemos la peor de las suertes, aquella sociedad en la que esté mejor el que peor esté, partiendo de que cada individuo tenga asegurados unos mínimos de bienestar, en sentido muy amplio de la expresión y empezando por las posibilidades de hacer lo que más nos importa: movernos con libertad, hablar con libertad, elegir ciertas alternativas básicas de vida, etc. Así que, aun con un fondo de autointerés que podemos considerar sano egoísmo, concluimos que lo racional para cualquiera es aceptar un sistema social en el que nadie esté muy mal y aunque algunos tengan que sacrificar parte de su hipotético bienestar o interés en favor de los otros.

   O sea, según dicho planteamiento, la solidaridad nos interesa porque somos racionales, y al ser solidarios en cierta forma, nos comprometemos con esa racionalidad que en nosotros mismos tanto valoramos. El puro egoísta compulsivo no sería irracional por inmoral, sino inmoral por irracional. Y resulta que queremos ser racionales y, por racionales, nos damos cuenta, de rebote, de que es mejor que todos y cada uno de nosotros mantengamos ese compromiso básico con el bienestar de todos.

   Ese enfoque contractualista o neocotractualista tiene algunos problemas. Primero, porque exige de cada individuo autointeresado un cierto desdoblamiento, el desdoblamiento consistente en actuar en su propio interés como lo haría si no supiera exactamente cuál es en cada momento su propio interés. Pero, en segundo lugar, resulta que en cada momento en que yo me planteo, aquí y ahora, qué voy a hacer y si voy a ayudar a otro o nada más que a aumentar mi propio disfrute o mantener el que tengo, sí sé perfectamente quién soy, dónde estoy y qué es lo que más egoístamente me conviene. O incorporo a mi imagen de mí mismo y a mi autoestima ese afán por ser racional según aquel sentido o no encuentro razón para ser solidario.

   (vii) A lo mejor cabe ensayar una hipótesis más. Podríamos llamarla hipótesis de la utilidad marginal del conflicto entre egoístas. Cualquier sociedad la integran individuos natural y plenamente egoístas y entre ellos se constituyen relaciones que son antes que nada relaciones de fuerza y de poder. Buscando cada quien maximizar su bienestar y su disfrute, los más fuertes, inteligentes o hábiles imponen su poder y su gobierno a los otros y les dictan normas, las normas que a esos mejor situados más les convienen. Y esas normas así impuestas no son solamente normas jurídicas, sino normas de todo tipo, empezando por las normas morales. La dominación es tanto más efectiva cuanto más efectivas son tales normas y, al tiempo, la eficiencia social es tanto mayor cuantas más de esas normas impulsan a la cooperación, al sacrificio y a ciertas formas de generosidad. Y cuanto más eficiente es la sociedad, mayor es la ventaja y el grado de disfrute de los que dominan. Todo individuo sería naturalmente egoísta e insolidario, y la solidaridad obrante en la sociedad sería fruto de la manipulación y de la imposición interesada por parte de los que en esa sociedad tienen más poder y mayor ventaja. Todo el entramado de normas y creencias tendría carácter puramente superestructural, en el sentido marxiano de la expresión.

   Resulta curioso pensar que este último planteamiento tiene mucho que ver con ciertos aspectos del liberalismo, pero también con otros del marxismo. La explicación o diagnóstico que de la evolución social daba Marx es de este jaez, las diferentes configuraciones sociales históricamente acontecidas provendrían de los resultados de la competición entre individuos fuertemente egoístas y que buscan la dominación de los otros y, cuando la logran, en los otros imponen las ideas y las normas que convienen a su dominio. Es la receta de justicia social lo que en el marxismo originario estaba en tensión con esa visión de lo social como competición feroz entre sujetos egoístas y hasta desalmados. Quizá por eso Marx buscaba la coherencia de fondo de su doctrina explicando que el paso a la sociedad comunista, como sociedad perfecta y radicalmente solidaria (de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades), no sucedería de resultas de un proceso de reflexión racional o de pura acción moral de los sujetos, sino como efecto de la quiebra interna de lo económico, del modo de producción capitalista. Es la mecánica social y no la acción racional lo que, hegelianamente, lleva a la culminación de la forma como sociedad justa y sin Estado, sin contradicciones estructurales y sin competición entre los individuos.

   El leninismo significó ahí la gran paradoja: desconfiando de esa evolución puramente “mecánica” o resultante nada más que de las frías leyes de la Historia, que son leyes económicas, remoralizó el marxismo: es la vanguardia del partido la que, con un impulso moral o de justicia, debe luchar por la imposición, violenta, del orden social justo; debe hacerse esa vanguardia con el poder del Estado para, desde esa forma suprema de dominación, destruir el Estado y la dominación toda. Y seguramente con eso confirmó el veredicto de fondo del marxismo sobre las claves de la sociedad y del poder, pues el poder del Estado dio a las élites del partido la forma de dominar, imponer y explotar. Hasta que, curiosamente, fue el crack económico de esos Estados lo que terminó con la dominación de ese grupo y de esa manera.

   También esa misma hipótesis sobre la constitución primera de lo social como agrupación de individuos irremediablemente egoístas que gracias a la dominación consiguen precisamente sociedad está en la base de al menos una buena parte del liberalismo economicista. Sólo que ese liberalismo, a diferencia del marxismo, no proyecta hacia el futuro la síntesis de las contradicciones en forma de universal solidaridad y de fin de la Historia como combate entre los humanos, sino que hace de la necesidad virtud y justifica que el mayor interés de todos puede cumplirse precisamente allí donde pelea cada uno por su interés y donde, además, los más fuertes y capaces imponen su ley y dominan. Eso será así porque en una sociedad de mercado en la que el funcionamiento en el mercado dirime el poder, como poder económico antes que nada, se producirá más y mejor y, en esa abundancia, tocará más a cada uno aunque tengan mucho más los fuertes. Y porque los que quieran incrementar su riqueza y su dominio captarán que tendrán también más si permiten que tengan más los otros. Al fin y al cabo, un trabajador bien alimentado, por ejemplo, producirá más y mejor que uno famélico.

   Donde el marxismo pone o ponía el fin de la Historia como síntesis última de las contradicciones, la detención de la sociedad injusta en una quietud última que es justicia definitiva, ubica el liberalismo economicista la figura de la historia como perpetuum mobile, como progreso y crecimiento que no cesa, gracias precisamente a las contradicciones, a la lucha en el mercado y al afán combinado de los egoísmos de cada cual.

   Me parece que me he ido del tema. Quedémonos nada más que con la pregunta inicial, la de qué razones puede haber para justificar o explicar la acción solidaria de las personas, si es que las hay. Hemos repasado seis teorías posibles que nos tratan de decir por qué las razones de cada uno para ser solidario pueden ser buenas razones suyas, y una última que nos viene a contar que, aunque cada cual sienta razones para la solidaridad, en realidad no serían razones suyas, sino razones que convienen a otros, quizá a los que dominan, o que convienen al sistema social en su conjunto y por eso las induce en nosotros.

   No sé qué teoría será la mejor o más convincente. O si habrá que seguir buscando.

1 comentario:

Mario Daza ♰ dijo...

Maestro le recomiendo que lea: «La Virtud del Egoísmo» de Ayn Rand, uno de los mejores libros en filosofía moral, que tratan el tema del egoísmo.

Super recomendado.

Aquí le dejo el link: http://es.slideshare.net/AmandaHidalgoA92/la-virtud-del-egoismo-ayn-rand