03 marzo, 2006

Adversus chistosos.

Voy a confesar algo personal y delicado: aborrezco que me cuenten chistes. Sí, ya sé, de vez en cuando hay alguno realmente gracioso, chistoso propiamente, y te ríes con ganas y sin disimulo. Pero no es lo más común. De tanto sufrir con tanto conocido graciosísimo-que-te-mueres-de-risa-y-no-paras, he ido elaborando toda una antropología trágica del chiste, unida a algunas indicaciones sobre la manera de sobrevivir sin mucho daño al ataque de los simpáticos de chiste fácil. Creo que es mi deber moral compartir estos hallazgos.
Podemos dividir el fenómeno del chiste en tres momentos: el antes, el durante y el después de contarlo. El de antes es el instante que requiere de nosotros mayor perspicacia, pues si somos capaces de detectar a tiempo al chistoso, cabe que de vez en vez consigamos detenerlo antes de que comience su peroración de gracietas. Quien esté avezado a los chistosos y escarmentado con ellos puede verlos venir y resguardarse. ¿Cómo se les adivinan las intenciones? No me refiero al amigo que todos tenemos y que es un obseso que desde la infancia nos viene torturando con su capacidad para encadenar chistes durante horas y que suele soltarlos ordenados por capítulos y especialidades: los de leperos, los de Jaimito, los que eran un francés, un ruso y un español, los del marido que llega a casa y encuentra a su mujer así o asá. De esos simplemente hay que huir constantemente. Su vida es una ansiosa búsqueda de auditorio, y nuestro objetivo primero debe ser el de darles esquinazo. Pero, ojo, no hay que bajar la guardia ni un instante, pues con frecuencia son unos bribones que nos atraen con la promesa de contarnos alguna intimidad de un conocido común o un drama propio que requiere amical consejo. Y en cuanto te tienen a tiro pasan de puntillas sobre el señuelo que te llevó a su presencia y comienzan con la retahíla de los chistes. Y hasta ahí llegaste, compañero, el resto de la noche toca poner mueca en la boca, repetir sistemáticamente aquello de “joer, Pepe, eres la hostia, qué gracioso” y jurarte a ti mismo que el lunes te apuntas a un curso de misantropía que dan en el INEM con fondos europeos.
Mayor mérito tiene identificar con antelación al chistoso que no conoces de antes. Conviene prestar la debida atención a determinados signos sutiles, que indican que se está preparando mentalmente y disponiendo la ocasión favorable para soltar su fatigoso rollo. ¿Qué signos? Pues, por ejemplo, los chistosos suelen comenzar a sonreír un rato antes del inicio de su actuación. Creo que es porque repasan mentalmente las historietas que van a contar y se encuentran a sí mismos tan abrumadoramente divertidos que no pueden evitar esa sonrisa de autocomplacencia, de autoerotismo casi. Porque ésa es una característica del chistoso, el adorarse a sí mismo, y por eso cuando cuentan y cuentan ponen esa mirada perdida y esa expresión parangonable al clímax sexual, cual si se estuvieran dando a sí mismos un notable refrote manual. Otro indicio de que la ristra de chistes se aproxima inexorable es que el chistoso inminente no le presta ninguna atención a la conversación que mantienen sus interlocutores. Tú puedes estar contando, lloroso, que tu canario tiene moquillo y estás muy preocupado, tristón y decaído, pero el chistoso no apeará la sonrisa pese a lo intenso de tu drama y aprovechará para meter baza inmediata a su estilo: “A propósito de canario, estaba una vez Jaimito dándole de comer al canario y”... Y se jodió la marrana, ya te endilgó el primero. Así que si usted ve que, en medio de una conversación seria, trágica incluso, hay un tipo que se mantiene impasible al sufrimiento ajeno y que tiene en los ojos un brillo de dicha, despídase con cualquier excusa y salga pitando antes de que la cosa no tenga remedio en dos o tres horas.
Vamos ahora con el durante, con qué hacer mientras nos cuentan, uno tras otro, todos esos chistes supuestamente desternillantes. Lo primero es relajarse. Es preciso evitar por todos los medios que la angustia nos atenace. ¿Qué angustia? La provocada por la simultánea concurrencia de dos certezas irrefragables: que dentro de un momento debes reírte mucho y que no vas a tener puñeteras ganas de reírte nada, nada de nada. En un brete tal, aconsejo relajar los músculos faciales y concentrarse en pensar algo que a uno le parezca gracioso de verdad y le provoque sensaciones gratas, para que la sonrisa, así, fluya con naturalidad y no forzada por lo que el otro está soltando, que es cosa que nos provoca más impaciencia que nada. El dominio de los músculos de la cara es fundamental en estos trances, y muy especialmente cuando ya van veinte chistes seguidos y el monologuista no pone trazas de terminar su recital. A esas alturas es normal que ya sintamos una dolorosa rigidez en la mandíbula, amén de una aguda tensión en esa línea que une las orejas con la comisura de los labios y que es la parte del cuerpo que más padece con la chistosidad hipertrófica ajena. Aconsejo que se realicen pequeños movimientos con la mandíbula y que, fingiendo un picor o cosa por el estilo, se dé uno pequeños y rápidos masajes en los mentones, ora el izquierdo, ora el derecho, con regularidad, pero procurando que no se note en demasía el fin terapéutico de los tocamientos. Obviamente, la situación mejora mucho si uno tiene algo que llevarse a la boca y masticar, unas aceitunas, unos anacardos, una tapa de tortilla. En tal caso, el ejercitamiento de la mandíbula que se estaba quedando rígida se combina con la concentración en los sabores y el disfrute de la deglución, todo lo cual resta mala leche y facilita la sonrisa póstuma.
Reconozcamos que son todas las anteriores tácticas para facilitar el mal trago, raramente para evitarlo, pues el chistoso es capaz de seguirte adonde sea, a mear, a la barra a que pagues (dos tercios de los chistosos nunca pagan ronda, pues consideran que ya bastante mérito es no cobrarte por sus gracias) o al entierro de tu abuela; todo antes que ahorrarse su numerito. Por tanto, nos toca ahora meditar sobre la actitud adecuada cuando ya nos acaban de endilgar el chiste número diecisiete. Se impone en esa tesitura buscar un dificilísimo término medio, el término medio entre no reírte nada, que es lo que en verdad te apetece y como te comportarías si fueras un tipo con personalidad y no el guiñapo que en ese momento percibes en ti, y reírse más de la cuenta, pues a mayor forzamiento del aparato de la risa más probable resultará que se te note el fingimiento; y si no se te nota, peor, pues el chistoso interpretará que lo estás pasando tan sumamente bien que nada te apetece tanto como que te cuente aquel otro de cuando Jaimito le vio las bragas a la maestra y... Y toma dos horas más de tortura. Mas tampoco debemos otorgarle importancia excesiva a ese equilibrio imposible entre la risa excesiva y la sonrisa escasa, pues el graciosillo nos va a inocular el siguiente en cualquier caso, sea porque le parece que estás disfrutando como nunca, sea porque te nota tristón y se siente capaz de levantarte el ánimo con su natural simpatía.
Lo mejor es que mientras el chiste avanza uno vaya repasando la lista de estrategias terminales, a aplicar en cuanto el chiste en marcha concluya y sin dar tiempo para la risa innoble. Las hay de todo tipo y en este punto son muy importantes la imaginación y los reflejos. Lo más natural es improvisar a bote pronto la excusa para salir zumbando, pero, por si estamos espesos o tan agotados que no podemos discurrir, recomiendo tener siempre en mente algunas de las estratagemas siguientes. Si usas lentillas, lo tienes a huevo: finge que se te ha movido una y que tienes que ir sin dilación al baño para recolocarla; es más, que no te puedes ni reír, pese a las ganas, pues si meneas la cabeza como te gustaría es posible que se te caiga al suelo la lentilla y mira tú qué plan, qué haces luego tuerto y muerto de risa. También son de lo más útiles esos móviles (no sé siguen existiendo) que tú puedes hacer sonar con un ligero toquecillo de tu mano en el bolsillo, de modo que parezca que te llaman. Lo que hay que hacer es aparentar que se contesta y comenzar diciendo “Ah, hola, Pepe, ¿no podrías llamarme más tarde, que estoy muy ocupado? –esto encanta al chistoso-, ah, que es urgente y muy grave, pues dime, dime...” En ese momento sales del recinto en que te encuentres y tardas cinco minutos en regresar, pero sólo hasta la entrada, desde donde te despides levantando una mano y poniendo gesto de lo siento, qué faena, con lo bien que lo estábamos pasando y he de largarme a la fuerza. Y te piras más contento que unas pascuas.
Para los casos más graves y desesperantes existe una estrategia infalible, basada en los experimentos de la psicología conductista. Una cosa como lo del perro de Pavlov, estímulo y respuesta y tal. ¿Se acuerdan? Cada vez que Pavlov le iba a poner la comida a su perro, tocaba una campana. Así que el perro cada vez que oía la campana ya ensalivaba, pues en su cabeza de can asociaba campana con comida, hay campana, pues hay comida, qué bien, pensaba el animalillo. Pues, mutatis mutandis, algo así hay que hacerle al chistoso, pero con estímulos negativos. Pongamos que X sea una cosa desagradable. Pues bien, el chistoso tiene que asociar su acción de contar un chiste con la concurrencia impepinable de X, de modo que acabe en su cabeza formándose la siguiente ecuación: cuento chiste = sucede X. ¿Cómo despejamos esa X? Sé la manera perfecta, el truco infalible que deja en nada a Pavlov, y a su perro al nivel de una rata. Pero no sé como decirlo, tal vez no debo aquí, que este blog es abrevadero de gente fina y con estudios. A ver, lo insinúo sólo. Lo ideal es que los varios que estén sufriendo al chistoso actúen de común acuerdo y se turnen en la emisión del estímulo. A cada chiste, uno de ellos emite una emisión. No sé si me explico. Se trata de que el chistoso asimile sus acciones narrativas con la presencia de estímulos olfativos deplorables. No sé si me entienden. Y que perciba, por otro lado, que en cuanto deja las gracias cesan los pérfidos estímulos. No quiero ser más explícito. Ya sé que es muy radical la medida, pero sea dicho, en descargo mío y de los que la empleen, que es una última ratio, una reacción a la desesperada y que está, con creces, amparada por las eximentes de legítima defensa y estado de necesidad. Y por el chistoso no se preocupen, él, con su optimismo, rehará la historia en su cabeza y pensará que ha tenido que dejar los cuentos porque la concurrencia se hacía caca de tanta risa. Así son, qué majos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

No le vuelven a contar un chiste en su vida, al menos los asiduos de su blog.
Buen fin de semana a todos.

Anónimo dijo...

Pues para chiste la broma que te han gastado en La Nueva España de hoy al poner tu nombre como José Antonio. ¡Como lo vea el que te llamaba facha!
Lo malo de ser asiduo de este blog es que los artículos que envias a la prensa ya los conocemos y no se disfrutan. Lo bueno es que disfrutamos de muchos más que los que sólo los leen en los periódicos.
El chistoso profesional puede ser cargante pero, de vez en cuando, una velada de chistes e historias graciosas es bueno para la salud individual y colectiva. No todo va a ser debates y discursos sesudos en esta vida.

Anónimo dijo...

yjtn¡¡BUENÍSIMO, ME HE PARTIDO DE RISA!! ¡¡ESPERE A QUE LO CUENTE A MIS AMIGOS!!

Anónimo dijo...

Joder con los mensajes cabalísticos en esta página. Las cuatro letras con las que comienza el post anterior son las que puse como palabra de comprobación. ¿Por qué habrán salido publicados? ¿Qué significarán?