01 marzo, 2006

Lo que queda del 68.

En un par de años se cumplirán cuarenta años, ¡cuarenta!, de aquella revolución del 68, revolución juvenil y estudiantil. Habrá que hacer nuevos balances con ocasión de la efemérides y supongo que aparecerán sesudos libros para la ocasión. Será bueno recordar nuevamente que el 68 fue el momento en que se produjo el divorcio, quizá definitivo, entre movimientos revolucionarios, o simplemente rupturistas con los órdenes establecidos, y clase obrera. La izquierda apenas ha sido capaz de reponerse esa cesura y de la caída del Muro en el 89, cuando fueron precisamente las masas trabajadoras las que rompieron los diques del totalitarismo (pseudo?)comunista.
Uno, encanecido y con los ideales un tanto encallecidos, se pone a pensar ahora y ve los resultados de aquel movimiento de mayo en claroscuro. Hubo indudables logros, pero casi todos ellos descoloridos, a la larga, por la demagogia y la frivolidad, a partes iguales. Hagamos un muy provisional y fragmentario recuento.
En el haber favorable hay que contar, sin duda, con la ganancia en libertad personal, comenzando por la liberación sexual. Sería un chiste demasiado fácil decir que al 68 debemos el sesenta y nueve, y por eso no lo voy a decir así. Pero es verdad que seguramente algunas de las filosofías que inspiraron tales revueltas asestaron un buen golpe a la vieja y muy represiva moralina sexual. De entonces a hoy no hemos hecho más que ganar en tolerancia y buena disposición hacia la libertad de cada cual para componerse y gestionar su manera de entender el uso de su propio cuerpo y el disfrute de su intimidad. Poco queda, por fortuna, de las viejas y acartonadas reglas, mezcla de religiosidad mal entendida y de rigidez social, que llevaron a tantos de nuestros padres a vivir su vida personal y de pareja como conflicto con uno mismo y con el otro, como autonegación y desprecio de las propias pulsiones e inclinaciones.
El precio, la cruz, ha sido probablemente la trivialización de las relaciones personales y sexuales, esa mezcla presente de comercio y superficialidad, que hace que nuestros cuerpos libres estén ahora sometidos a imperativos nuevos y a una dictadura que ya no es moral, sino estética, y que determina, al tiempo y paradójicamente, que vivamos en plena eclosión del narcisismo, solos ante el espejo, atiborrándonos de potingues, esclavos de las dietas, maltratándonos en los gimnasios y con crecientes dificultades para la relación interpersonal, incluida la relación sexual libre y placentera. Del orgasmo prohibido hemos pasado a la lectura compulsiva y angustiada de todo tipo de manuales sobre el orgasmo perfecto. Cuando íbamos camino de recobrar la propiedad sobre nuestros cuerpos nos hemos visto abocados a la ansiedad porque nuestros cuerpos sean (como) los de otros, los de las y los modelos, los de actores y actrices, los que determinan los modistos, los dietistas, los gurús del sexo perfecto, los escritores de manuales de autoayuda o los fabricantes de yogures. El resultado es bien conocido: anorexia, bulimia, enclaustramiento, incomunicación, inseguridad, miedo, consumismo, adicción a todo tipo de estimulantes que nos ayuden a salir de la prisión de tantas obsesiones inducidas.
En un terreno más social y político, tuvo el 68 la virtud de cuestionar las jerarquías establecidas y de reclamar una sociedad más participativa, más democrática, más abierta. Fue surgiendo desde ahí un cuadro variopinto de nuevos movimientos sociales y una sociedad civil mejor trabada, con mayor espacio para lo asociativo. Esta sociedad no sería lo que es, para bien, sin el impulso que en estas últimas décadas cobraron los feminismos, ecologismos, pacifismos y todo tipo de grupos y organizaciones no gubernamentales.
Pero también esa ganancia ha tenido su parte oscura, también de esa acción se ha derivado una reacción, un componente reaccionario. De la eclosión de esos nuevos grupos y activismos se ha ido a parar muchas veces a un grupalismo muy poco reflexivo y escasamente liberador. Muchas (he dicho simplemente muchas, no todas, por supuesto) ONGs son hoy descarado negocio. Muchas reivindicaciones serias se han tornado puros eslóganes sin más sentido que el de permitir a quienes los gritan sentirse parte del grupo de los elegidos, o de los más guays, o de los más tontamente modelnos. Es una nueva trivialización, la misma que permite a los políticos profesionales colocarse gratuitamente el membrete de progres y comprometidos con las causas nobles, sin más coste que repetir en sus programas y mítines unas pocas consignas gastadas, para encomendarse luego, cuando tocan gobierno, a una legislación simbólica que es a menudo pura carnaza para descerebrados.
Un buen ejemplo de los males en que ha ido a parar el sesentayochismo lo ofrece la universidad. So pretexto de romper con las viejas jerarquías, que tenían más de feudalismo que de tributo al saber, se ha pasado a una pseudodemocratización que abomina descaradamente de todo premio para el conocimiento y el esfuerzo y que se guía por el lema de que nadie es más que nadie, de forma que en todo y para todo cuente lo mismo el voto del lerdo que el del investigador de primera, el del zángano que el de quien trabaja y produce resultados. No es que hayan desaparecido las jerarquías, como algún ingenuo puede pensar, simplemente se ha invertido la pirámide y ahora los más aplican su ley de hierro a los que se esmeran en cultivar la excelencia que a la institución se le supone por razón de su nombre, su función y su tradición. Parece muy progresista que cualquier cantamanañas, sin más arte que sus mañas ni más aval que su descaro, pueda llegar a rector, por ejemplo. No siempre ocurre así, pero es cada vez más frecuente y muy pronto será la pauta general. Y no nos damos cuenta de lo profundamente retrógrada que es una institución de ese tenor y de la estafa social que representa. Deberíamos estar luchando exactamente por lo opuesto, aun a riesgo de que los más obtusos nos tilden de retrógrados. Máxima exigencia para alcanzar los más altos puestos en la escala universitaria, unida al trato preferente para la excelencia demostrada y la capacidad contrastada. Exactamente lo contrario de lo que hoy ocurre, por culpa de una sociedad frívola y de una intelectualidad pesebrera, y por causa de unos políticos que prefieren los estómagos agradecidos antes que el progreso real de su país y que, para colmo, destruyen impunemente la parte mejor de la moral social (el valor del trabajo y el sacrificio, el sentido de la honestidad, la consideración del juego limpio...) en nombre del progresismo y la igualdad, entendidos el uno y la otra como simple vitola con la que ocultar sus vergüenzas, sus carencias intelectuales y morales y su desmedido afán por erigirse en nuevas élites económicas y sociales.

2 comentarios:

Hans dijo...
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Hans dijo...

Suscribo esta entrada de la cruz al punto. Dejé de dar clases en la Universidad hace ya muchos años, y ya entonces se había abierto el camino de la idiocia institucionalizada. Mis amigos que siguen dentro (y no se han procurado excedencias especiales para sanear sus mentes) me cuentan que la cosa ha empeorada hasta límites insospechados.
Lo malo es que percibo que la tendencia acaba llegando a calar -en medida variable, afortunadamente- en docentes y en habitantes de los Rectorados y Decanatos, quienes llegan a admitir como normal lo que no es admisible en modo alguno.
En fin: nunca se valorará suficientemente la tarea universidestructora del imbécil cósmico que inició este desastre, aka José María Maravall. Valiente subnormal. Claro que los posteriores menistros (sic) del ramo le han hecho casi bueno.