24 marzo, 2006

Los hombres de María

María no da tregua. Es aquella compañera de residencia de mi madre con la que eché aquellos bailes en nochebuena, tal como aquí narré en su momento. Noventa y dos años y camina con taca-taca. Salvo cuando baila, pues para danzar no necesita aditamentos.
Hoy llegué para estar un rato con mi madre y, otra vez, tuve que compartirla con María, que es su compañera de sofá durante los días y de habitación durante las noches. La conversación de hoy estuvo particularmente interesante. Ya prometía cuando, apenas sentado junto a las dos, María me dijo que el médico le había recetado recientemente un hombre joven. Caray, noventa y dos años.
Así que seguimos con ese palo. Y me contó. Ya me había hablado muchas veces de su difunto marido, buenísima persona, dice, pero considerablemente soso, también dice. Las confidencias de hoy subieron un peldaño. Pues de pronto me dijo que, si pudiera volver atrás, hoy no se casaría. Tiro de ese hilo y le pregunto que cómo le fue la viudez. Y ahí empieza la historia del día. Sonrió y lancé mi cuarto a espadas diciéndole que seguro que había tenido muchos pretendientes. Efectivamente, había tenido unos cuantos. Primero, al parecer, fueron Matías y Nicolás. Pero que no les veía maneras. Hasta que apareció Juan. Cuénteme, le insisto. Pues con Juan convivió unos cuantos años, hasta que también se le murió. Y es cuando me suelta que fue muy feliz con Juan, y que era un buen hombre, y que la mimaba y la agasajaba. Era viudo también y quería insistentemente casarse con ella. Mas ella siempre se mantuvo firme en su gran determinación: no quería perder su pensión de viudedad. Romanticismo realista, muy bien.
No puedo evitar la pregunta: ¿cómo conoció a Juan? Estaba María sentada esperando un autobús. A su lado, un señor bien parecido que la mira mucho. De pronto, él da el paso, señora, yo quiero decirle una cosa con la mayor consideración y sin que se me ofenda. La estoy mirando y me gusta mucho. Tengo que preguntarle si usted aceptaría salir conmigo. María lo contempla y se decide pronto: pues sabe qué le digo, que sí. Espéreme a las ocho delante de la floristería.
Él pronto le pidió que fueran a vivir juntos, pero ella lo estudió concienzudamente durante unos meses. Finalmente ella aceptó y ahora recuerda que él se murió pronunciando su nombre. Pero no llora, sonríe.
Luego dice, como siempre, que ahora se siente muy sola y que no tiene con quien conversar. Se queja de que mi madre se pasa todo el día dormitando. Las cosas que se contarán.

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