Pasan las modas, se modernizan nuestras costumbres, desterramos cachivaches antiguos, nos rodeamos de nuevos artilugios ... hasta caen personajes encaramados en altos pináculos ministeriales, como hemos visto estos días, pero la bañera de nuestras casas, de las habitaciones de los hoteles, esa peligrosa bañera que es la causa del ochenta por ciento de las caídas y los accidentes domésticos según las estadísticas más fiables, de las fracturas de brazos, de muñecas, de tobillos y demás piezas de nuestra apreciada anatomía, esa, sigue ahí: blanca como un sudario, muda como un verdugo, desafiante como una venganza.
Se convendrá conmigo que entrar en ellas exige ya una pequeña acrobacia circense porque la altura de sus bordes no cesa de crecer como si de un adolescente en plena difusión de su anatomía se tratara. Permanecer, manejando a un tiempo grifos, cebollas, geles y champúes -solo faltan el móvil y el Ipod- en una superficie lisa, sin rugosidad consoladora alguna, es asimismo un arriesgado desafío a la estabilidad. Al salir, volvemos a sentir renovada emoción porque no suele haber ningún punto de apoyo fiable y, además, los suelos de los cuartos de baño suelen ser resbaladizos, una nueva broma esta a la que son muy aficionados en el gremio de arquitectos de diversos grados y titulaciones. Todo ello me recuerda aquello que escribía don Miguel de Cervantes en su Viaje del Parnaso: “por esto me congojo y me lastimo / de verme solo en pie, sin que se aplique / árbol que me conceda algún arrimo”.
Si a esto se añade que quien se baña a la antigua usanza, es decir, llenando la bañera de agua hasta el borde para sumergirse en ella, es un delincuente ecológico pues hoy en día hasta las autoridades -¡que ya es decir!- se han enterado de que es preciso ahorrar agua porque hay poca y se despilfarra en abundancia, se comprenderá que la bañera no es solo superflua sino que es sobre todo una invitación a la comisión del delito de “acuadispendio” penado en los modernos códigos penales. Como si pusiéramos una media de seda recién comprada al alcance de un asesino en serie de ancianos. Es decir, un disparate.
Vamos a aclararnos: la bañera estaba bien cuando nuestros abuelos, tan cautos ellos, se bañaban de acuerdo con un ritmo de intermitencias espaciadas, torpemente acomodada al vaivén de los calendarios. Eran los tiempos en que regía el ahorrativo principio “te lavarás los pies cada dos meses o tres” y en que la mayor parte de las gentes carecían de cuarto de baño, humildemente sustituido por la cocina donde se habilitaba un barreño de cinc en el que se iban metiendo, por orden de antigüedad, a todos los miembros de la familia incluido uno agnado. Como digo, eran tiempos comedidos, de escasez sabiamente administrada, en los que el dispendio era castigado con las severas admoniciones de los curas en los púlpitos, aquellos pedestales desde los que se convocaba a las almas, a los temblores y a los infiernos.
La bañera también ha servido a muchos pintores, estoy pensando en algunos impresionistas, para sacar de ella a una joven de buenas armonías y que, maga de discretas mañas, se tapaba púdicamente con la toalla las zonas de mayor compromiso, dando alas a la imaginación del espectador que quedaba envuelto en suspiros de fantasía y atrapado en aluvión de ardentías.
Y la bañera ha servido, en fin, para que Charlotte Corday asesinara en ella a Jean Paul Marat quien le pedía con insistencia los nombres de unos desdichados para mandarlos al otro baño, el de sangre que manaba de la guillotina.
Si hoy ya no queda nada de esto, bueno será que las bañeras desaparezcan y sean sustituidas por modestas duchas con un suelo en campo de arrugas, el apto para impedir el deslizamiento. Que no están los tiempos para alegrías acuáticas ni debemos admitir a ninguna Corday en el recinto de nuestras intimidades higiénicas.
Se convendrá conmigo que entrar en ellas exige ya una pequeña acrobacia circense porque la altura de sus bordes no cesa de crecer como si de un adolescente en plena difusión de su anatomía se tratara. Permanecer, manejando a un tiempo grifos, cebollas, geles y champúes -solo faltan el móvil y el Ipod- en una superficie lisa, sin rugosidad consoladora alguna, es asimismo un arriesgado desafío a la estabilidad. Al salir, volvemos a sentir renovada emoción porque no suele haber ningún punto de apoyo fiable y, además, los suelos de los cuartos de baño suelen ser resbaladizos, una nueva broma esta a la que son muy aficionados en el gremio de arquitectos de diversos grados y titulaciones. Todo ello me recuerda aquello que escribía don Miguel de Cervantes en su Viaje del Parnaso: “por esto me congojo y me lastimo / de verme solo en pie, sin que se aplique / árbol que me conceda algún arrimo”.
Si a esto se añade que quien se baña a la antigua usanza, es decir, llenando la bañera de agua hasta el borde para sumergirse en ella, es un delincuente ecológico pues hoy en día hasta las autoridades -¡que ya es decir!- se han enterado de que es preciso ahorrar agua porque hay poca y se despilfarra en abundancia, se comprenderá que la bañera no es solo superflua sino que es sobre todo una invitación a la comisión del delito de “acuadispendio” penado en los modernos códigos penales. Como si pusiéramos una media de seda recién comprada al alcance de un asesino en serie de ancianos. Es decir, un disparate.
Vamos a aclararnos: la bañera estaba bien cuando nuestros abuelos, tan cautos ellos, se bañaban de acuerdo con un ritmo de intermitencias espaciadas, torpemente acomodada al vaivén de los calendarios. Eran los tiempos en que regía el ahorrativo principio “te lavarás los pies cada dos meses o tres” y en que la mayor parte de las gentes carecían de cuarto de baño, humildemente sustituido por la cocina donde se habilitaba un barreño de cinc en el que se iban metiendo, por orden de antigüedad, a todos los miembros de la familia incluido uno agnado. Como digo, eran tiempos comedidos, de escasez sabiamente administrada, en los que el dispendio era castigado con las severas admoniciones de los curas en los púlpitos, aquellos pedestales desde los que se convocaba a las almas, a los temblores y a los infiernos.
La bañera también ha servido a muchos pintores, estoy pensando en algunos impresionistas, para sacar de ella a una joven de buenas armonías y que, maga de discretas mañas, se tapaba púdicamente con la toalla las zonas de mayor compromiso, dando alas a la imaginación del espectador que quedaba envuelto en suspiros de fantasía y atrapado en aluvión de ardentías.
Y la bañera ha servido, en fin, para que Charlotte Corday asesinara en ella a Jean Paul Marat quien le pedía con insistencia los nombres de unos desdichados para mandarlos al otro baño, el de sangre que manaba de la guillotina.
Si hoy ya no queda nada de esto, bueno será que las bañeras desaparezcan y sean sustituidas por modestas duchas con un suelo en campo de arrugas, el apto para impedir el deslizamiento. Que no están los tiempos para alegrías acuáticas ni debemos admitir a ninguna Corday en el recinto de nuestras intimidades higiénicas.
5 comentarios:
que artículo más raro. Yo si tengo bañera, pero ¿eso se estila aún entre los más favorecidos? En cualquier caso, yo siempre me ducho; no por solidaridad sino por pragmatismo. Es más rápido y siempre ando con prisa.
Y a los "viejecillos y demás" les adaptan mediante subvenciones. Me parece bien pues si es verdad que pueden tener accidentes.
Oiga, no me negará que los mejores asesinatos se han efectuado en las bañeras. ¿Quiere cargarse la industria cinematográfica?
Además, hoy en día también hay gente que no es aficionada al aseo personal y cuando se lanzan deben permanecer a remojo.
Un cordial saludo.
Si estas en una peli, lo mejor es no meterse en bañeras porque te intentan matar seguro. En algunas pelis los matan y en otras se escapan. Pero bañarse en una peli en un peligro.
Por cierto, algunas duchas son peligrosas e incluso, mortales. Por ejemplo, en una cárcel mejor no ducharse, taclaro.
Un cordial saludo.
Publicar un comentario