(Publicado hoy en El Mundo)
Parece un oxímoron pero es la realidad. Los plenos de algunas instituciones representativas se hallan habitualmente vacíos y los escaños desiertos se nos aparecen como la sombra desolada de la democracia. Lo vemos algunas veces en el Congreso de los Diputados de España y es imagen habitual en el hemiciclo del Parlamento europeo.
En este, las sesiones, que se celebran en Estrasburgo, empiezan los lunes después del mediodía y concluyen en la tarde del jueves. Son jornadas de horarios muy apretados pues los debates se alargan hasta las horas tenebrosas de la medianoche. Yo mismo he intervenido hace poco en uno que afectaba al gobierno de Internet pasadas las once de la noche. Bien es verdad que me escuchaban dos docenas de diputados, contando a la mesa presidencial, cuando somos más de setecientos. El lector puede pensar que, para escucharme a mí, ya eran demasiados, y es probable que tengan razón, pero lo cierto es que a oradores más distinguidos tampoco les prestan los colegas mayor atención. Visitas de personajes relevantes las sigue un centenar de diputados y debates muy trascendentales tampoco son capaces de estimular la presencia de sus señorías en sus escaños.
Hay una excepción: los momentos en que se producen las votaciones. Tienen lugar normalmente los martes, miércoles y jueves hacia las doce la mañana. Son sesiones largas y delicadas porque votamos sobre todo lo que se ha escrito en el pasado, lo que se está escribiendo en el presente y lo que está por escribir en el futuro. Y, sin embargo, a ellas no faltan más que los enfermos convictos y de cierta consistencia, las mujeres en inminente trance de parto o los pocos que aciertan a exhibir alguna otra diligencia apremiante. El hemiciclo es entonces una fiesta jubilosa en la que se trabaja, se monta alguna bronca y, además, se derraman saludos, bromas, ironías puntiagudas ...
Tan llamativa es la soledad de los escaños en todas las demás ocasiones que, en las últimas semanas, se ha suscitado un curioso debate y se ha comenzado a discutir una propuesta acerca de “la atractividad de los plenos”. La palabreja es hiriente pero es preciso acostumbrarse porque el Parlamento europeo es el palacio de los neologismos (bárbaros la mayoría de ellos). Bien podría sustituirse por el “encanto” o el “duende” y quedaría más lírico. Se planteó con motivo de la última intervención del presidente de la Comisión, José Manuel Barroso, y ha continuado con otro que protagonizaba el del Consejo europeo, Herman van Rompuy. Es decir, las dos máximas figuras del barroco organigrama de la Unión Europea.
Ante la porfiada realidad de los escaños vacíos, se nos amenazó a los diputados con sanciones aunque sin precisar ni su naturaleza ni su entidad. Quedaron al cabo en aguas de borrajas. Pero, en estos momentos, se sigue discutiendo sobre ello y me consta que, en cenáculos muy exclusivos del Parlamento, a los que yo no tengo acceso, alguien, con fino sentido del humor, ha propuesto que se nos proporcionen a los diputados “tarjetas de fidelización” (¡otra palabreja abominable!) análogas a las que ofrecen las compañías aéreas o las grandes cadenas de supermercados y de marcas relevantes para conservar a sus clientes y que no desvíen sus mimos ni preferencias de consumo hacia la competencia.
A qué se debe un absentismo tan tenaz de los parlamentarios? Hay que decir que las sesiones se pueden seguir desde nuestros despachos por el circuito interno de televisión. Pero el hemiciclo, aunque carece de medios técnicos hoy ya generalizados en otras Asambleas, es cómodo y, desde la perspectiva visual, resulta un alarde imaginativo de armonía y de feliz arquitectura.
Al contrario de lo que ocurre en otros parlamentos, como es el caso del español, donde no participan en los debates más que los portavoces, en el Parlamento europeo intervenimos todos los diputados de una forma muy flexible. Me refiero a los Plenos porque en las Comisiones la flexibilidad es aun mayor. Basta pedir hora (como en el médico) a través del grupo parlamentario y normalmente queda asegurado que el diputado podrá hacer uso de la palabra para lanzar su mensaje. Que ha de ser corto porque los tiempos están muy medidos, pero suficiente para quien tiene algo concreto que expresar. Es más: cuando ya ha acabado el turno de los oradores previstos, aún hay otro momento, que se llama “Catch the eye”, donde, con la simple exhibición de una tarjeta, la presidencia otorga la palabra al diputado.
Hay, además, una hora a la semana en la que el presidente Barroso se somete al fuego de las preguntas de los parlamentarios. A Barroso se le podrán dirigir muchas críticas políticas -yo no le voté en su investidura- pero es un gran parlamentario con buenos reflejos y un dominio de la escena, ayudado por su soltura lingüística, verdaderamente notable. El diputado formula en un minuto su pregunta y el presidente está obligado a contestarla también en un minuto. Durante la primera media hora, se trata de asuntos conocidos de antemano por Barroso pero en la segunda media hora el disparo es a bocajarro. Habitualmente, sale airoso el presidente. Me gustaría ver a algún otro presidente, apóstol de la democracia deliberativa, en semejante trance.
El hemiciclo gana mucho pues el resultado es de gran animación dialéctica y aun diría que de entretenimiento asegurado. Están luego los vistosos debates en que se analiza la marcha global de la Unión europea, con análisis políticos formulados por los primeros espadas, tanto de las instituciones (Comisión, Consejo ...) como del propio Parlamento, ocasiones en que toman la palabra los jefes de los grupos con fuerte presencia política: Schulz, por los socialistas, Verhofstadt por los liberales, Daul por los populares, Cohn-Bendit por los verdes ..., disertos oradores todos ellos.
Pues bien, tampoco en estas vibrantes oportunidades los escaños se ven llenos: a lo sumo, una media entrada, dicho en los términos propios de los espectáculos taurinos.
Y esto es lo que se quiere corregir porque padece la imagen venusta de la democracia.
¿Cómo hacerlo? A mi juicio, se impone en primer lugar una rebaja sustancial de las horas de hemiciclo. Las sesiones empiezan a las nueve, se suspenden a las trece horas, se reanudan a las quince y se cierran prácticamente a las doce de la noche. Este ritmo no hay cuerpo, por sacrificado que sea, capaz de aguantarlo. Se propicia así el desentendimiento y que, en efecto, el diputado solo acuda cuando ha de intervenir o lo hace algún amigo o compañero de grupo con el que se siente solidario o en deuda.
En segundo lugar, que no se permitan las reuniones paralelas a las sesiones en el hemiciclo. Están en teoría prohibidas porque, se entiende, que los diputados hemos acudido a Estrasburgo para estar presentes en el Pleno. No para celebrar reuniones de grupos políticos, de delegaciones de los países, de presentación de esto o de aquello. Y, sin embargo, no solamente se celebran sino que se anuncian con todo descaro en los monitores del Parlamento. Solucionar esto no exige reformar reglamentos ni enredar creando “grupos de trabajo”: basta con que las presidencias de los grupos parlamentarios se ocupen de hacer cumplir estas reglas mínimas que son de elemental respeto a lo que sucede en el plenario. Serían estas dos medidas para empezar a abrir brecha. Luego deberían venir otras.
Sabemos que la democracia se halla en estos momentos en toda Europa sometida a críticas profundas y para constatarlo no hay más que ver la cantidad de ensayos, firmados por plumas sesudas y valientes, que están dirigiendo flechas envenenadas a los partidos, a la representación parlamentaria, a los sistemas electorales ... Para quienes, por voluntad propia y el respaldo popular, la encarnamos, la democracia es una suma sutil de creencias y de ritos, una fe y una liturgia bien emparentada con la religión. Si los diputados somos sus sacerdotes, constituye una ofensa, es decir, un pecado, dejar de asistir a misa. Solo tendremos derecho al perdón si demostramos propósito de enmienda.
En este, las sesiones, que se celebran en Estrasburgo, empiezan los lunes después del mediodía y concluyen en la tarde del jueves. Son jornadas de horarios muy apretados pues los debates se alargan hasta las horas tenebrosas de la medianoche. Yo mismo he intervenido hace poco en uno que afectaba al gobierno de Internet pasadas las once de la noche. Bien es verdad que me escuchaban dos docenas de diputados, contando a la mesa presidencial, cuando somos más de setecientos. El lector puede pensar que, para escucharme a mí, ya eran demasiados, y es probable que tengan razón, pero lo cierto es que a oradores más distinguidos tampoco les prestan los colegas mayor atención. Visitas de personajes relevantes las sigue un centenar de diputados y debates muy trascendentales tampoco son capaces de estimular la presencia de sus señorías en sus escaños.
Hay una excepción: los momentos en que se producen las votaciones. Tienen lugar normalmente los martes, miércoles y jueves hacia las doce la mañana. Son sesiones largas y delicadas porque votamos sobre todo lo que se ha escrito en el pasado, lo que se está escribiendo en el presente y lo que está por escribir en el futuro. Y, sin embargo, a ellas no faltan más que los enfermos convictos y de cierta consistencia, las mujeres en inminente trance de parto o los pocos que aciertan a exhibir alguna otra diligencia apremiante. El hemiciclo es entonces una fiesta jubilosa en la que se trabaja, se monta alguna bronca y, además, se derraman saludos, bromas, ironías puntiagudas ...
Tan llamativa es la soledad de los escaños en todas las demás ocasiones que, en las últimas semanas, se ha suscitado un curioso debate y se ha comenzado a discutir una propuesta acerca de “la atractividad de los plenos”. La palabreja es hiriente pero es preciso acostumbrarse porque el Parlamento europeo es el palacio de los neologismos (bárbaros la mayoría de ellos). Bien podría sustituirse por el “encanto” o el “duende” y quedaría más lírico. Se planteó con motivo de la última intervención del presidente de la Comisión, José Manuel Barroso, y ha continuado con otro que protagonizaba el del Consejo europeo, Herman van Rompuy. Es decir, las dos máximas figuras del barroco organigrama de la Unión Europea.
Ante la porfiada realidad de los escaños vacíos, se nos amenazó a los diputados con sanciones aunque sin precisar ni su naturaleza ni su entidad. Quedaron al cabo en aguas de borrajas. Pero, en estos momentos, se sigue discutiendo sobre ello y me consta que, en cenáculos muy exclusivos del Parlamento, a los que yo no tengo acceso, alguien, con fino sentido del humor, ha propuesto que se nos proporcionen a los diputados “tarjetas de fidelización” (¡otra palabreja abominable!) análogas a las que ofrecen las compañías aéreas o las grandes cadenas de supermercados y de marcas relevantes para conservar a sus clientes y que no desvíen sus mimos ni preferencias de consumo hacia la competencia.
A qué se debe un absentismo tan tenaz de los parlamentarios? Hay que decir que las sesiones se pueden seguir desde nuestros despachos por el circuito interno de televisión. Pero el hemiciclo, aunque carece de medios técnicos hoy ya generalizados en otras Asambleas, es cómodo y, desde la perspectiva visual, resulta un alarde imaginativo de armonía y de feliz arquitectura.
Al contrario de lo que ocurre en otros parlamentos, como es el caso del español, donde no participan en los debates más que los portavoces, en el Parlamento europeo intervenimos todos los diputados de una forma muy flexible. Me refiero a los Plenos porque en las Comisiones la flexibilidad es aun mayor. Basta pedir hora (como en el médico) a través del grupo parlamentario y normalmente queda asegurado que el diputado podrá hacer uso de la palabra para lanzar su mensaje. Que ha de ser corto porque los tiempos están muy medidos, pero suficiente para quien tiene algo concreto que expresar. Es más: cuando ya ha acabado el turno de los oradores previstos, aún hay otro momento, que se llama “Catch the eye”, donde, con la simple exhibición de una tarjeta, la presidencia otorga la palabra al diputado.
Hay, además, una hora a la semana en la que el presidente Barroso se somete al fuego de las preguntas de los parlamentarios. A Barroso se le podrán dirigir muchas críticas políticas -yo no le voté en su investidura- pero es un gran parlamentario con buenos reflejos y un dominio de la escena, ayudado por su soltura lingüística, verdaderamente notable. El diputado formula en un minuto su pregunta y el presidente está obligado a contestarla también en un minuto. Durante la primera media hora, se trata de asuntos conocidos de antemano por Barroso pero en la segunda media hora el disparo es a bocajarro. Habitualmente, sale airoso el presidente. Me gustaría ver a algún otro presidente, apóstol de la democracia deliberativa, en semejante trance.
El hemiciclo gana mucho pues el resultado es de gran animación dialéctica y aun diría que de entretenimiento asegurado. Están luego los vistosos debates en que se analiza la marcha global de la Unión europea, con análisis políticos formulados por los primeros espadas, tanto de las instituciones (Comisión, Consejo ...) como del propio Parlamento, ocasiones en que toman la palabra los jefes de los grupos con fuerte presencia política: Schulz, por los socialistas, Verhofstadt por los liberales, Daul por los populares, Cohn-Bendit por los verdes ..., disertos oradores todos ellos.
Pues bien, tampoco en estas vibrantes oportunidades los escaños se ven llenos: a lo sumo, una media entrada, dicho en los términos propios de los espectáculos taurinos.
Y esto es lo que se quiere corregir porque padece la imagen venusta de la democracia.
¿Cómo hacerlo? A mi juicio, se impone en primer lugar una rebaja sustancial de las horas de hemiciclo. Las sesiones empiezan a las nueve, se suspenden a las trece horas, se reanudan a las quince y se cierran prácticamente a las doce de la noche. Este ritmo no hay cuerpo, por sacrificado que sea, capaz de aguantarlo. Se propicia así el desentendimiento y que, en efecto, el diputado solo acuda cuando ha de intervenir o lo hace algún amigo o compañero de grupo con el que se siente solidario o en deuda.
En segundo lugar, que no se permitan las reuniones paralelas a las sesiones en el hemiciclo. Están en teoría prohibidas porque, se entiende, que los diputados hemos acudido a Estrasburgo para estar presentes en el Pleno. No para celebrar reuniones de grupos políticos, de delegaciones de los países, de presentación de esto o de aquello. Y, sin embargo, no solamente se celebran sino que se anuncian con todo descaro en los monitores del Parlamento. Solucionar esto no exige reformar reglamentos ni enredar creando “grupos de trabajo”: basta con que las presidencias de los grupos parlamentarios se ocupen de hacer cumplir estas reglas mínimas que son de elemental respeto a lo que sucede en el plenario. Serían estas dos medidas para empezar a abrir brecha. Luego deberían venir otras.
Sabemos que la democracia se halla en estos momentos en toda Europa sometida a críticas profundas y para constatarlo no hay más que ver la cantidad de ensayos, firmados por plumas sesudas y valientes, que están dirigiendo flechas envenenadas a los partidos, a la representación parlamentaria, a los sistemas electorales ... Para quienes, por voluntad propia y el respaldo popular, la encarnamos, la democracia es una suma sutil de creencias y de ritos, una fe y una liturgia bien emparentada con la religión. Si los diputados somos sus sacerdotes, constituye una ofensa, es decir, un pecado, dejar de asistir a misa. Solo tendremos derecho al perdón si demostramos propósito de enmienda.
8 comentarios:
¿Cuánto nos cuesta cada parlamentario? En cualquier puesto de trabajo corriente y moliente, tanto absentismo acabaría en despido. Uno empieza a estar más que harto de la numerosísima tropa de parásitos, vividores, cantamañanas, vagos, ineptos y demás ralea que han acabado monopolizando la casi totalidad de los puestos de representación política, sin ir más lejos, en España y, desde luego, en Estrasburgo. La “democracia” está deviniendo en una sistema de vida para una casta de privilegiados sin convicciones y sin escrúpulos, un auténtico fraude de dimensiones colosales. Después se lamentarán de la desafección política de la gente...¡qué cinismo!
Esa noticia ya viene aireandose bastante tiempo en los medios, que los parlamentarios no van. Vamos, no es nuevo. Ralativamente nuevas son las sorprendentes iniciativas de la Unión para solventar el problema.Los dos apuntes de Sosa me parecen más que acertados. Yo la verdad no entiendo tanto absentismo, si tiene que ser hasta entretenido y enriquecedor estar allí. Si yo estuviese allí, no creo que faltase nunca salvo causas de fuerza mayor. No les entiendo a esos parlamentarios, que tienen un trabajo tan gratificante en si mismo y no lo aprovechan.Entiendo en otras profesiones que la gente se escaquee cuando los incentivos para ir a trabajar son puramente extrinsecos. Pero de verdad, que injusta es la vida.
ooooooohhhh
Como mucho 52 horas a la semana. tres dias y medio.
! Por DIOS que esfuerzo tan tremendo.
Que cinismo!!!!
cuidadín, que ya vimos que antes vino un controlador aéreo a leer al profesor y justificar sus reivindicaciones. Así, no les extrañe que algún parlamentario escriba quejandose y más cosas...jeje..Al último anónimo, ¿de dónde has sacado lo de las 52 horas a la semana?
digo, al Pepe, que le quité el nombre sin querer..
No hay nada que hacer, ¿quién va a votar contra sus privilegios? Uno o ninguno, a saber.
Un cordial saludo.
En este, las sesiones, que se celebran en Estrasburgo, empiezan los lunes después del mediodía y concluyen en la tarde del jueves
Este es el punto
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