Estos gringos se espantan por nada. Que se vengan a España una temporada y luego que digan. Por lo visto, en la Universidad de Nuevo México se ha montado un lío de padre y muy señor mío. Pueden leerlo despacio aquí. Resulta que en una de esas clases de escritura creativa que allí tanto les gustan, alguna alumna contó que ella se ganaba unas perrillas muy guapas trabajando de telefonista sexual, de ésas que te dicen lo que te harían si te pillaran en calzoncillos, justo mientras tú, en casa, solo y con el teléfono pegado a la sudada oreja, te quitas los calzoncillos y dejas que corran hasta los minutos y los euros de la cuenta, que allí serían dólares. El ejemplo cundió y se apuntaron tantos alumnos de esa clase, que hasta la mismísima profesora, que se apellida Chávez (¡’), se puso a trabajar de dominátrix telefónica, bajo el nombre de guerra de mistress Jade. Jade a secas, no Jadeo. También podría haberse puesto ese alias, pero no, Jade nada más. Hasta se hizo unas fotos de promoción en compañía de otros estudiantes que prestaban igualmente sus servicios en la compañía. Y se organizó la marimorena cuando empezaron a enterarse decanos y directores de departamento, que no se atrevían a apercibirla telefónicamente, por si les decía cuatro cosas de las que te dejan la oreja como un pene. Para más embrollo, ahora la Chávez castigadora contraataca alegando que la discriminan por ser hispana y bisexual, y también podría decir que por apellidarse como un orangután que sale mucho en la tele de no sé qué país.
Bueno, pues, como les digo y me gustaría explicarles a los norteamericanos, eso es un juego de niños en comparación con lo de las universidades nuestras. Aquí suele suceder al revés, de lo que da fe la historia que paso a narrarles.
Florencia Rebollo trabajaba en un club de alterne en las afueras de una de esas ciudades españolas que tienen una sola catedral y tres o cuatro facultades de Derecho. Entre sus mejores clientes contaba con un par de viejos catedráticos y varios titulares, alguno viudo, la mayoría casados y casi todos muy aficionados a jueguecitos alusivos a su oficio, al suyo de ellos: que si haz como que eres la conserje que me sube la correspondencia y no tienes nada debajo, que juguemos a que yo soy decano y tú vienes a matricularte, que si ahora ponte como que te examino y te hago una prueba oral para subir nota, que si voy a montármelo de pedagogo y tú me haces la competencia y nos vamos juntos a inventar destrezas. Llegó la mujer a ser una consumada especialista en la satisfacción de las más íntimas fantasías del personal académico y ya hasta se anunciaba en el periódico bajo el nombre de La Vicerrectoresa Que Te Enclaustra. Otro hallazgo que le hizo subir la clientela y que dio pie a un famoso lapsus del rector propiamente dicho, quien en un Consejo de Gobierno dio la palabra “a la señora vicerrectoresa de infraestructuras”, con recochineo general de los presentes que estaban en el ajo, que eran casi todos menos un par de profesores del Opus Dei y una asociada de Química Orgánica feminista (quiero decir, una asociada feminista de Química Orgánica, no nos confundamos) que acababa de volver de París III y no andaba al corriente de las últimas tendencias en materia de género en esa santa casa.
Entre los clientes más veteranos de Florencia se contaba Agapito Grajales, de Latín, con el que se traía el mismo juego cada vez que la visitaba. Él le solicitaba que se vistiera ella con leotardos y falda escocesa y que se le acercara despacito y susurrando tal que así: “Don Agapito, don Agapito, quiero hacer la tesis, pero necesito que usted me dirija y que me meta en el tema como usted sabe”. Una y otra vez lo mismo, siempre igual, don Agapito, don Agapito, etc. Un día, hará cosa de diez años, don Agapito se olvidó al lado del lecho profesional de Florencia una cartera que seguramente se le calló del pantalón mientras se lo bajaba recitando su letanía de sobre qué quiere usted trabajar, señorita, tenga en cuenta que yo soy doctor por la Sorbona y de usted no se esperará menos. Ella, que, pese a la rutina, había llegado a cogerle algo de aprecio y que, por lo demás, se consideraba modelo de honestidad en el oficio (puta sí, decía, pero no a cualquier precio), pensó que el bueno de don Agapito podía verse en apuros al echar en falta los documentos y tarjetas que se había dejado en su billetera, y decidió llamarlo. Encontrar el número de su despacho no le resultaba complicado, pues solía el hombre acabar su faena regalándole una tarjeta de visita con un atento “Señorita, me ha complacido su exposición y le veo maneras doctorales; no deje de volver por aquí cuando lo desee y la atenderé con el mayor placer”.
Cogió el teléfono la Vicerrectoresa, Florencia, miró en la tarjeta el número, que era el XXXXXXX78, lo marcó y..., se equivocó, pues el que ella introdujo acababa en 87. Bromista, y pensando que a don Agapito podría hacerle ilusión un poquito de su juego antes de que le contara lo de la cartera y que cómo se la enviaba o si se acercaba él a recogerla y ponían un par de notas a pie de página, en cuanto escuchó el diga al otro lado no reparó en si sería la voz habitual de su entregado maestro doctoral y le soltó un “hola, llamaba porque me gustaría hacer con usted una tesis bien buena”. Ahí empezó propiamente la historia que les quería relatar, hasta ahora era sólo preámbulo.
Pues quien se hallaba al aparato era nada menos que don Everaldo Manteca, prestigiosísimo catedrático de Derecho Laboral y maestro y faro de una acreditadísima escuela de iuslaboralistas que contaba ya con ocho catedráticos y treinta y dos titulares en todo el país, amén de innumerables doctores en los más recónditos rincones de América Latina y el Magreb. Era don Everaldo, en consecuencia, hombre acostumbrado a que a él acudieran los jóvenes licenciados movidos por la vocación académica o acuciados por la pereza para preparar unas oposiciones como las que les sugerían sus familiares cercanos, y a todos acogía el doctor Manteca con magnanimidad y regalaba con su saber, secretamente movido también por el ansia de que su escuela superara en cátedras y doctores a la de Demetrio Retuerta, que fuera su compañero de promoción en la Universidad de Valladolid y condiscípulo del inolvidable maestro de ambos, don Joaquín Raíz Jimeno, que en gloria de Dios esté, pero que acabó prefiriendo al despreciable Demetrio porque éste se convirtió en su yerno después de embarazar a su hija Esmeralda, que era fea como un demonio y bigotuda como un turco, pero, al fin, niña de los ojos del que fuera Ministro de Trabajo con Franco, rector de la Universidad de Valencia e íntimo de los más importantes dirigentes del sindicato vertical de entonces.
Total, que en modo alguno se extrañó don Everaldo de la llamada, y la manera un tanto brusca de entrar en materia la atribuyó al comprensible nerviosismo de la candidata a doctora, turbada y más, sin duda, al saberse en conversación nada menos que con una de las cimas de la ciencia jurídica nacional. “Pues pásese por aquí, señorita, y la atenderé con sumo gusto”, así respondió don Everaldo, y pensó Florencia que todos los catedráticos hablaban igual; tenía razón. Fue bastante esa breve frase para que Florencia captara que no era su Agapito su interlocutor, pero antes de que pudiera reaccionar ya estaba el buen señor agregando lo que sigue: “¿Ya tiene usted pensado algún tema?” A día de hoy, Florencia, que ya es la doctora Rebollo, catedrática de la Complutense y más cosas, todavía no es capaz de explicar qué extraña intuición o qué atrevimiento desorbitado la llevó a contestar que a ella le gustaría investigar sobre el oficio más viejo del mundo. Don Everaldo dio un bote en su asiento, carraspeó un par de veces, se sobrepuso al punto y replicó que le parecía un tema excelente, poco tratado en el Derecho del Trabajo patrio, aunque le constaba, sin embargo, que en Alemania ya se habían publicado un par de monografías y que la más prestigiosa revista francesa de la materia estaba preparando un monográfico coordinado por el profesor Kovalski, de Grenoble. “Por cierto -preguntó-, ¿se maneja usted con el francés, señorita? “Sí, y también algo de otras cositas”, contestó Florinda, que ya se estaba imaginando una edición corregida y aumentada de don Agapito y que no sabía cómo indicarle a él que podían encontrarse en el club y que ya vería qué doctoranda tan sumisa y aplicada. Pero fue don Everaldo el que se adelantó y la invitó a que lo visitara al día siguiente, sin ir más lejos, y le dio todas las señas para encontrar su despacho, en el tercer piso del edificio de departamentos. Se despidieron cordialmente y quedó Florencia dándole vueltas al equívoco, decidida a acudir a esa cita por ver lo que daba de sí y pensando qué se pondría para la ocasión.
Se decidió por una blusa blanca de una talla ligeramente menor de lo aconsejable -no hemos indicado aún que gastaba la joven un busto que era la envidia de la mayor parte de sus colegas-, falda negra de tubo por encima de la rodilla, pero no muy descocada, y zapato bajo. Esto último fue lo que más le costó, pero se hizo la reflexión de que a esos agapitos les suelen poner las que tienen pinta de alumnas de colegio de monjas e hijas de familia bien. Y allá se fue. Llegó puntual y fue recibida con la mayor cordialidad.
No quiero -ni puedo- demorarme en excesivos detalles. También prefiero ahorrarle al lector los pormenores más escabrosos. Así que seré breve y contenido. Cierto es que ese primer encuentro transcurrió sin más suceso digno de mención que un largo discurso de don Everaldo, que le iba detallando los pasos de un posible esquema de la tesis, que ya tenía perfectamente pensado cuando Florencia entró y se presentó con un modoso buenos días y un sentarse con las rodillas juntas, la cabeza alta, la mirada baja y el pecho restallante de suspiros. Es un caballero, se dijo, mientras él le abría la puerta al fin de la reunión y después de que apenas le hubiera dado pie a ella para más que un par de monosílabos, que fueron sí las dos veces: sí le parecía bien ese planteamiento del tema de la tesis y sí estaba dispuesta a ocupar una mesa en el despacho de becarios.
Aquello fue muy mal visto en el club. Me refiero al de alterne. Empezaron a llamarla La Honoris Causa, La Decana y La Ministra. No estaban avezados a los cargos y puestos universitarios y a su sentido y jerarquía. A la Madame, que ahora se hacía llamar la Monsieur porque un cliente de Sociología le había contado cosas sobre política de género, le molestaba que Florencia pasara cada vez menos horas en el club, en el de alterne, y más en la Facultad. Pero tampoco querían perderla, pues era capaz en lo suyo y dejaba ganancia no desdeñable.
Bueno, pues, como les digo y me gustaría explicarles a los norteamericanos, eso es un juego de niños en comparación con lo de las universidades nuestras. Aquí suele suceder al revés, de lo que da fe la historia que paso a narrarles.
Florencia Rebollo trabajaba en un club de alterne en las afueras de una de esas ciudades españolas que tienen una sola catedral y tres o cuatro facultades de Derecho. Entre sus mejores clientes contaba con un par de viejos catedráticos y varios titulares, alguno viudo, la mayoría casados y casi todos muy aficionados a jueguecitos alusivos a su oficio, al suyo de ellos: que si haz como que eres la conserje que me sube la correspondencia y no tienes nada debajo, que juguemos a que yo soy decano y tú vienes a matricularte, que si ahora ponte como que te examino y te hago una prueba oral para subir nota, que si voy a montármelo de pedagogo y tú me haces la competencia y nos vamos juntos a inventar destrezas. Llegó la mujer a ser una consumada especialista en la satisfacción de las más íntimas fantasías del personal académico y ya hasta se anunciaba en el periódico bajo el nombre de La Vicerrectoresa Que Te Enclaustra. Otro hallazgo que le hizo subir la clientela y que dio pie a un famoso lapsus del rector propiamente dicho, quien en un Consejo de Gobierno dio la palabra “a la señora vicerrectoresa de infraestructuras”, con recochineo general de los presentes que estaban en el ajo, que eran casi todos menos un par de profesores del Opus Dei y una asociada de Química Orgánica feminista (quiero decir, una asociada feminista de Química Orgánica, no nos confundamos) que acababa de volver de París III y no andaba al corriente de las últimas tendencias en materia de género en esa santa casa.
Entre los clientes más veteranos de Florencia se contaba Agapito Grajales, de Latín, con el que se traía el mismo juego cada vez que la visitaba. Él le solicitaba que se vistiera ella con leotardos y falda escocesa y que se le acercara despacito y susurrando tal que así: “Don Agapito, don Agapito, quiero hacer la tesis, pero necesito que usted me dirija y que me meta en el tema como usted sabe”. Una y otra vez lo mismo, siempre igual, don Agapito, don Agapito, etc. Un día, hará cosa de diez años, don Agapito se olvidó al lado del lecho profesional de Florencia una cartera que seguramente se le calló del pantalón mientras se lo bajaba recitando su letanía de sobre qué quiere usted trabajar, señorita, tenga en cuenta que yo soy doctor por la Sorbona y de usted no se esperará menos. Ella, que, pese a la rutina, había llegado a cogerle algo de aprecio y que, por lo demás, se consideraba modelo de honestidad en el oficio (puta sí, decía, pero no a cualquier precio), pensó que el bueno de don Agapito podía verse en apuros al echar en falta los documentos y tarjetas que se había dejado en su billetera, y decidió llamarlo. Encontrar el número de su despacho no le resultaba complicado, pues solía el hombre acabar su faena regalándole una tarjeta de visita con un atento “Señorita, me ha complacido su exposición y le veo maneras doctorales; no deje de volver por aquí cuando lo desee y la atenderé con el mayor placer”.
Cogió el teléfono la Vicerrectoresa, Florencia, miró en la tarjeta el número, que era el XXXXXXX78, lo marcó y..., se equivocó, pues el que ella introdujo acababa en 87. Bromista, y pensando que a don Agapito podría hacerle ilusión un poquito de su juego antes de que le contara lo de la cartera y que cómo se la enviaba o si se acercaba él a recogerla y ponían un par de notas a pie de página, en cuanto escuchó el diga al otro lado no reparó en si sería la voz habitual de su entregado maestro doctoral y le soltó un “hola, llamaba porque me gustaría hacer con usted una tesis bien buena”. Ahí empezó propiamente la historia que les quería relatar, hasta ahora era sólo preámbulo.
Pues quien se hallaba al aparato era nada menos que don Everaldo Manteca, prestigiosísimo catedrático de Derecho Laboral y maestro y faro de una acreditadísima escuela de iuslaboralistas que contaba ya con ocho catedráticos y treinta y dos titulares en todo el país, amén de innumerables doctores en los más recónditos rincones de América Latina y el Magreb. Era don Everaldo, en consecuencia, hombre acostumbrado a que a él acudieran los jóvenes licenciados movidos por la vocación académica o acuciados por la pereza para preparar unas oposiciones como las que les sugerían sus familiares cercanos, y a todos acogía el doctor Manteca con magnanimidad y regalaba con su saber, secretamente movido también por el ansia de que su escuela superara en cátedras y doctores a la de Demetrio Retuerta, que fuera su compañero de promoción en la Universidad de Valladolid y condiscípulo del inolvidable maestro de ambos, don Joaquín Raíz Jimeno, que en gloria de Dios esté, pero que acabó prefiriendo al despreciable Demetrio porque éste se convirtió en su yerno después de embarazar a su hija Esmeralda, que era fea como un demonio y bigotuda como un turco, pero, al fin, niña de los ojos del que fuera Ministro de Trabajo con Franco, rector de la Universidad de Valencia e íntimo de los más importantes dirigentes del sindicato vertical de entonces.
Total, que en modo alguno se extrañó don Everaldo de la llamada, y la manera un tanto brusca de entrar en materia la atribuyó al comprensible nerviosismo de la candidata a doctora, turbada y más, sin duda, al saberse en conversación nada menos que con una de las cimas de la ciencia jurídica nacional. “Pues pásese por aquí, señorita, y la atenderé con sumo gusto”, así respondió don Everaldo, y pensó Florencia que todos los catedráticos hablaban igual; tenía razón. Fue bastante esa breve frase para que Florencia captara que no era su Agapito su interlocutor, pero antes de que pudiera reaccionar ya estaba el buen señor agregando lo que sigue: “¿Ya tiene usted pensado algún tema?” A día de hoy, Florencia, que ya es la doctora Rebollo, catedrática de la Complutense y más cosas, todavía no es capaz de explicar qué extraña intuición o qué atrevimiento desorbitado la llevó a contestar que a ella le gustaría investigar sobre el oficio más viejo del mundo. Don Everaldo dio un bote en su asiento, carraspeó un par de veces, se sobrepuso al punto y replicó que le parecía un tema excelente, poco tratado en el Derecho del Trabajo patrio, aunque le constaba, sin embargo, que en Alemania ya se habían publicado un par de monografías y que la más prestigiosa revista francesa de la materia estaba preparando un monográfico coordinado por el profesor Kovalski, de Grenoble. “Por cierto -preguntó-, ¿se maneja usted con el francés, señorita? “Sí, y también algo de otras cositas”, contestó Florinda, que ya se estaba imaginando una edición corregida y aumentada de don Agapito y que no sabía cómo indicarle a él que podían encontrarse en el club y que ya vería qué doctoranda tan sumisa y aplicada. Pero fue don Everaldo el que se adelantó y la invitó a que lo visitara al día siguiente, sin ir más lejos, y le dio todas las señas para encontrar su despacho, en el tercer piso del edificio de departamentos. Se despidieron cordialmente y quedó Florencia dándole vueltas al equívoco, decidida a acudir a esa cita por ver lo que daba de sí y pensando qué se pondría para la ocasión.
Se decidió por una blusa blanca de una talla ligeramente menor de lo aconsejable -no hemos indicado aún que gastaba la joven un busto que era la envidia de la mayor parte de sus colegas-, falda negra de tubo por encima de la rodilla, pero no muy descocada, y zapato bajo. Esto último fue lo que más le costó, pero se hizo la reflexión de que a esos agapitos les suelen poner las que tienen pinta de alumnas de colegio de monjas e hijas de familia bien. Y allá se fue. Llegó puntual y fue recibida con la mayor cordialidad.
No quiero -ni puedo- demorarme en excesivos detalles. También prefiero ahorrarle al lector los pormenores más escabrosos. Así que seré breve y contenido. Cierto es que ese primer encuentro transcurrió sin más suceso digno de mención que un largo discurso de don Everaldo, que le iba detallando los pasos de un posible esquema de la tesis, que ya tenía perfectamente pensado cuando Florencia entró y se presentó con un modoso buenos días y un sentarse con las rodillas juntas, la cabeza alta, la mirada baja y el pecho restallante de suspiros. Es un caballero, se dijo, mientras él le abría la puerta al fin de la reunión y después de que apenas le hubiera dado pie a ella para más que un par de monosílabos, que fueron sí las dos veces: sí le parecía bien ese planteamiento del tema de la tesis y sí estaba dispuesta a ocupar una mesa en el despacho de becarios.
Aquello fue muy mal visto en el club. Me refiero al de alterne. Empezaron a llamarla La Honoris Causa, La Decana y La Ministra. No estaban avezados a los cargos y puestos universitarios y a su sentido y jerarquía. A la Madame, que ahora se hacía llamar la Monsieur porque un cliente de Sociología le había contado cosas sobre política de género, le molestaba que Florencia pasara cada vez menos horas en el club, en el de alterne, y más en la Facultad. Pero tampoco querían perderla, pues era capaz en lo suyo y dejaba ganancia no desdeñable.
Lo que Florencia ingresaba de menos en su primigenio oficio lo compensaba, en parte, la señorita Rebollo, como le decía don Everaldo, con una beca que éste le había conseguido de una fundación de los sindicatos ferroviarios. Circulaban chistes y chascarrillos por el Departamento, del tipo Florencia (a veces también le decíal La Toscana) está como un tren, recibe una beca de la Unión de Ferroviarios, se dedica a investigar sobre los derechos de las putas y es la única a la que el jefe no putea. Pasatiempos inocentes que se cultivaban cada vez en voz más baja o en círculos de mayor confianza, pues saltaba a la vista que el afecto y la intimidad entre Florencia y don Everaldo crecían de día en día.
Don Everaldo era varón educado y Florenciaa enseguida pensó que lo manejaría mejor y con más fruto si hacía un uso discreto de sus artes, las de ella. Él la llamaba a su despacho, cerraba la puerta y la invitaba a sentarse en el sofá. Tenía el doctor Manteca, don Everaldo, un despacho de dos ambientes, como correspondía a su condición de segundo profesor más antiguo de la Facultad, sólo superado en años de cátedra allí por Plácido Meneses, de Derecho Canónico y sobrino-nieto de Indefonso Meneses, antiguo presidente de la Diputación y padre de aquella universidad gracias a que su mujer, doña Ilda de Meneses, había sido compañera de juegos de doña Carmen Polo de Franco. Invariablemente se interesaba por la marcha de la tesis y, sin dejar que ella abriera la boca o dándole ocasión nada más que a un discreto bien, don Everaldo, se lanzaba él a perorar sobre los orígenes de la doctrina del contrato de trabajo en la Pandectística alemana tardía o sobre llamativos precedentes en algunas glosas de Accursio, medievales por tanto, como usted bien sabe, señorita, y que, sin perjuicio de que signifiquen que algo se estaba cociendo ya sobre la relación laboral en los hornos mismos de la mejor ciencia jurídica, no deben ser tomados con excesivo entusiasmo ni como prefiguraciones de negocios jurídicos concretos, si no es a riesgo de incurrir en desviaciones historicistas como las que lastraban la monografía de Ernesto Acuña, que en paz descanse, sobre autonomía de la voluntad y formas de trabajo dependiente en la Baja Edad media italiana, una pena, porque Ernesto Acuña fue el único discípulo con luces que tuvo el desgraciado de Demetrio Retuerta, pero se murió de una picadura de avispa en su propio despacho un mes de junio y no se vaya a creer que el sinvergüenza de Retuerta se preocupó siquiera de dar apoyo moral a la familia del pobre Ernesto, y de apoyo de otro tipo ni le cuento.
Transcurrían así, plácidas y locuaces, las reuniones cada vez más frecuentes del maestro y su doctoranda, y ella tan pronto iba con un vestido de flores muy propicio para el docto cruce de piernas, como llevaba unos vaqueros ajustados a las caderas y que dibujaban su mejor perfil cuando se arrimaba a la esquina de la mesa de don Everaldo igual que el gatito roza su lomo con las patas de las sillas. Sólo que era don Everaldo el que ya más ronroneaba que hablaba, y un día no pudo más y le pidió casorio a Florinda, bien cierto que a su manera y demorándose en disquisiciones sobre el sentido moderno del vínculo matrimonial y sobre la variedad de repercusiones que el nuevo estado poseía en los derechos y obligaciones correlativos de trabajadores y empresarios o, como a él le gustaba decir, de tomadores y dadores de empleo y salario. Aunque usted sabe, concluía el buen hombre sin apearle el tratamiento más respetuoso ni siquiera en trance tan personal, que si usted me concede su mano y se aviene a acompañarme en mi hogar y mi labor académica en los años que me queden, entre nosotros la relación será antes que nada de sana camaradería intelectual como es ahora ya para mutuo beneficio, al menos para mí, que gracias a usted me noto renovado, querida Florinda, como si me hubiera bañado en un elixir de eterna juventud y me sintiera otra vez capaz de batirme con tratados y compilaciones y de hacer que esta escuela crezca y se expanda por medio mundo.
Florencia se quedó algo anonadada, pues, aunque debería haber esperado la oferta, no dejó de pillarla por sorpresa, por ser en su fondo poco calculadora y algo ingenua, como siempre le había reprochado su propia madre. Reaccionó levantándose y plantándole a don Everaldo un beso húmedo en la mejilla mientras le echaba los brazos al cuello y aplastaba su talle contra el pecho escuálido de él, pero luego salió casi a la carrera repitiendo gracias, don Everaldo, déjeme que lo piense, pero gracias don Everaldo, le aseguro que lo pensaré y que me hacen muy feliz sus palabras, pero no sé si seré digna de ellas, don Everaldo, de verdad, gracias.
Esa noche consultó el caso y la situación con don Agapito, que, a todo esto, seguía acudiendo a ella con regularidad y se mantenía al corriente de sus progresos en la Facultad, pues, hombre de mundo como era y tocado por un escepticismo no exento de humor, se alegraba grandemente de que Florencia se fuera labrando un futuro para cuando sus carnes perdieran turgencia y su carácter se avinagrara -don Agapito estaba convencido de que con el tiempo el carácter de las mujeres se volvía, sí o sí, hosco y hostil, y por eso, le decía, nunca se le había pasado por la imaginación casarse; por eso y porque prefería tener alumnas aplicadas como ella, y ahí le daba siempre un cachetito cariñoso en las nalgas-, y también se congratulaba de que don Everaldo alegrara un poco la pestaña y se humanizara, pues, según el saber bien fundado de don Agapito, no se había dado en sus muchos años más satisfacciones que las doctrinales ni se había permitido más desahogo carnal que media docena de visitas al prostíbulo, siempre con ocasión de celebraciones muy señaladas, como la licencia del servicio militar, la defensa de la tesis doctoral, el acceso a su primera cátedra, que había sido en Cáceres y se celebró en un piso de portuguesas, y así. O eso, al menos, le había contado don Everaldo a don Agapito cuando coincidieron una semana entera en Rio Grande do Sul, donde ambos impartían sendos cursos de doctorado comisionados por su universidad de aquí y francamente encantados con la exuberancia de aquellas tierras en las que la prestancia física de los nativos -y las nativas- se fundía y se confundía con el buen gusto de los alemanes y el saber vivir de los italianos.
Don Agapito le aconsejó a Florencia que no fuera tonta y que aceptara el ofrecimiento amoroso de don Everaldo. Fueron casi dos horas de conversación, sentados ambos en la cama y desnudos después de haber escrito el capítulo del día. Sopesaron pros y contras, ventajas y posibles fatigas y al fin Florencia se dejó convencer por el verbo florido y con resonancias clásicas del doctor Grajales y, conmovida, quiso ella agradecerle tanta deferencia y semejante desprendimiento y le propuso una addenda al trabajo del día, mientras le juraba que él la tendría toda la vida disponible y dispuesta y que siempre sería su único y verdadero maestro, el norte de esa vida universitaria que ahora propiamente comenzaba.
Se casaron en la capilla de la universidad don Everaldo y Florencia y los acompañó la flor y nata del Derecho público y del Derecho privado de varias provincias, amén de la cúpula de las organizaciones de la patronal autonómica y los más altos dirigentes de los sindicatos del metal y de la madera, para los que don Everaldo venía redactando dictámenes desde antes incluso de doctorarse y en cuyas oficinas tenía trabajando a un par de sobrinas que se habían salido de monjas en los tiempos de Felipe González, deslumbradas entonces por la apertura y un tanto desengañadas hoy, ya sesentonas, por los rumbos equívocos que estaba tomando el país. Del club de Florencia acudieron apenas cuatro empleadas, las que ella había juzgado que sabrían estar y comportarse, pero dos semanas antes había celebrado allí mismo una fiesta por todo lo alto, a puerta cerrada y con muy exclusivos y bien seleccionados invitados, el primero de todos don Agapito, cómo no, quien a la hora del brindis se vino con un encendido discurso lleno de declinaciones que hizo llorar a la mayoría de las chicas y a Florencia plantarle en la boca un beso de esos que nunca debe dar una mujer de la vida en horas de trabajo. Pero no en vano era la fiesta de su despedida de puta, como decía Belarmino, el vigilante de la entrada, que había sido invitado a pasar antes de que se cerrara la puerta por dentro y que esa noche demostró lo bien ganado de su fama de hombre muy armado y de extraordinario cantante de boleros y rancheras.
En adelante ya fue, para todos y para siempre, doña Florencia. Y en los ambientes de la disciplina (quiero decir, de la materia académica), la doctora Rebollo. Enviudó a los diez años de casada. A don Everaldo se lo encontró muerto ella misma, al regreso de un congreso en Almería en el que ella había sido ponente estelar con una conferencia sobre seguridad e higiene en las profesiones atípicas; o algo así. Estaba el cadáver en su despacho de casa, con la cabeza caída ladeada sobre un viejo libro de Nipperdey, en alemán, por supuesto, y conservaba en el rostro esa expresión incrédula que se le había puesto desde la fecha misma de su boda.
Doña Florencia organizó las exequias con pasión de viuda amantísima, coordinó sola el Liber Amicorum con que tantos colegas y discípulos honraron la memoria de Everaldo, y manejó con mano firme y celo implacable las riendas de la escuela, que no dejaba de ganar doctores y producir tratados, comentarios del Estatuto de los Trabajadores, libros colectivos y artículos impactantes. Una vez al mes, por lo menos, se acerca un par de horas a la lujosa residencia campestre donde don Agapito dijo que se iba a pasar sus últimos años y ya lleva quince, pues cuenta ahora noventa y cinco, y ella le coge las manos frías y se las pone en el regazo y él le pide que le refresque historias de doctorandas y catedráticos y ella le asegura que nunca, nunca, ha tenido nadie un maestro como él y le recuerda cuando le daba aquellos cachetitos en las posaderas por no haber corregido el último capítulo y entonces a él se le llenan los ojillos de lágrimas y murmura sin parar latinajos que deben de ser de Cicerón o de Cátulo y ella lo deja así, dichoso y ausente, y en la residencia los empleados comentan que qué suerte la de don Agapito por tener una hija así de buena.
Para la tan esperada renovación del Tribunal Constitucional suena cada vez más intensamente el nombre de Florencia Rebollo y quienes la conocen no dudan de que ocupará plaza de magistrada y al poco se hará con la Presidencia del Tribunal. Algún profesor titular, resentido porque no contó con los favores de doña Florencia para llegar a catedrático de Girona, dice que con ella al mando los magistrados las van a pasar más que putas; pero no sabe lo que dice.
3 comentarios:
Matizando bastante, la historia me hace pensar en un viejo catedrático de la Universidad de Oviedo, y una joven con la que habría de casarse; historia acreedora de la siguiente pintada en la vieja facultad de filología: "con un plato de lentejas y picor en la regaña, viene .... a conquistar España". No pongo ni siquiera iniciales, que la historia la sabe mucha gente.
Te pronótico un gran futuro en el mundo de las letras, y del sexo obviamente. Dura sex.
Propongo una oposicion a politico-ministro.Debería decir,concurso-oposición, pero el problema sería valorar los méritos que se hacen...
¿Quién estará dispuesto a estudiar para un cargo de cuatr años o los años que gobierne su partido?
Hoy en día se piden idiomas,digo idiomas porque sólo con el inglés , ya eres uno más, hasta para el trabajo, menos especializado, que me imagino que para especializado ya está ser presidente del Gobierno y demás cargos, sin necesidad de conocer idiomas.
Y digo yo, desde mi más absoluta ignorancia, si un sujeto X(licenciado en Ciencias Ambientales ) decide presentarse a un trabajo en un Banco,no se tendrá en cuenta el tipo de carrera, o por el contrario ,si un sujeto Y (licenciado en Derecho o Económicas) decide trabajar como educador Medio-Ambiental, o en un laboratorio.
Mi conclusión debe ser:
Que sólo, y en todos los casos, si tu puesto de trabajo es en politica ,NO se tendrá en cuenta curriculum y experiencia.(Bueno sólo en política, Gran Hermano o veáse Salvame)
Publicar un comentario