La confesión o el sacramento de la penitencia es, como se ha dicho con acierto, “la panacea del confort espiritual” (G. Puente Ojea) y se instaura cuando la parusía (o segunda venida de Cristo) se dilata en el tiempo. ¿Cómo calmar los ánimos de los impacientes que además seguían pecando porque la carne es débil y las pasiones tienden al descontrol? se preguntaban los aficionados a estas cuestiones enrevesadas desde san Pablo para adelante.
La respuesta fue el sacramento de la penitencia. Que era pública en un principio y estaba ligada a unas penas severas pobladas de oraciones interminables, ayunos mortificantes, abstención del sexo, limosnas a tullidos etc. Quien redimía así sus pecados no por eso volvía a una vida ordinaria plena pues se le prohibía casarse y, lo que es lacerante, se le obligaba a inscribirse en una cofradía de penitentes donde se debían de aburrir de manera concluyente. Ya me dirán qué hacía un soltero teniendo que compartir sus ratos de ocio con otros penitentes que arrastraban como podían la marca de la infamia.
La flexibilidad se impuso y entonces es cuando surge la confesión auricular y reservada, es decir, el confesonario, ese artefacto que vemos en las iglesias y que está a medio camino entre el armario y la ventanilla de una oficina. Y no es mala invocación esta última pues, en efecto, la administración del sacramento cada vez se asemejaba más a la tramitación de un expediente. Que concluía con una penitencia puramente ritual y, lo que es más importante, con la absolución antes de su cumplimiento.
A partir de ahí el sacramento será un poderoso mecanismo de control social pues el confesonario se convierte en un lugar desde el que, como describe Clarín en “La Regenta”, se podía dibujar el mapa de la ciudad en punto a nombres y apellidos de pecadores y sus pecados preferidos, domicilio de las traiciones, rostros de las infidelidades y demás trapacerías con absoluta precisión. El poder que viene ligado a ello no es necesario destacarlo y era semejante al que hoy día tienen esos ministros del Interior que -como el nuestro- alardean de “saber mucho de todo y de todos”. Y de todas, me temo.
Pero la disciplina de las penitencias se ablandaría más y más y, por ese camino ancho y holgado, llegamos a la práctica bajomedieval de las indulgencias generales y plenarias que borraban miles de pecados de un plumazo volviéndose a la hoja en blanco de la inocencia. Hoy, que se habla tanto del “derecho al olvido” en internet, habría que buscar una fórmula emparentada con esta ideada en el seno de la Iglesia. El pecado se despersonaliza ya de forma rotunda y de aquí al abuso de la venta de las indulgencias y a Lutero, a las 95 tesis clavadas en el portalón del palacio de Wittenberg, etc no había más que un paso y ese paso se dio. Con las consecuencias conocidas.
Pues bien, ahora hemos llegado al colmo de la trivialización de todos estos gloriosos remedios. Resulta que una aplicación en el ordenador que se descarga con la misma frescura con que se descarga un paisano el texto de la ley Sinde permite acceder a los beneficios de la absolución, pagando -eso sí- la modesta cantidad de un euro y medio. Es decir, un católico se puede confesar vía iPhone o iPad. A través de la aplicación se accede a una serie de preguntas -cuantas veces, con cuantas mujeres etc- y finalmente se impone la penitencia: el rezo de un Ave María o un par de Credos, nada agobiante.
Además, al final, en una pantalla, aparece un texto que conforta al pecador. Y le recuerda que es obligación suya acudir a este alivio con la frecuencia que su desorden lo exija.
Toda aquella polémica acerca de si el oficiante debía o no estar libre de pecado (opere, operato, operans ...), que luego dejó obsoleta la funcionarización del cura, cobra ahora una dimensión concluyente pues internet no comete pecados. ¿O sí los comete? Cualquiera sabe, he aquí un bonito asunto para empezar de nuevo la controversia teológica ...
La respuesta fue el sacramento de la penitencia. Que era pública en un principio y estaba ligada a unas penas severas pobladas de oraciones interminables, ayunos mortificantes, abstención del sexo, limosnas a tullidos etc. Quien redimía así sus pecados no por eso volvía a una vida ordinaria plena pues se le prohibía casarse y, lo que es lacerante, se le obligaba a inscribirse en una cofradía de penitentes donde se debían de aburrir de manera concluyente. Ya me dirán qué hacía un soltero teniendo que compartir sus ratos de ocio con otros penitentes que arrastraban como podían la marca de la infamia.
La flexibilidad se impuso y entonces es cuando surge la confesión auricular y reservada, es decir, el confesonario, ese artefacto que vemos en las iglesias y que está a medio camino entre el armario y la ventanilla de una oficina. Y no es mala invocación esta última pues, en efecto, la administración del sacramento cada vez se asemejaba más a la tramitación de un expediente. Que concluía con una penitencia puramente ritual y, lo que es más importante, con la absolución antes de su cumplimiento.
A partir de ahí el sacramento será un poderoso mecanismo de control social pues el confesonario se convierte en un lugar desde el que, como describe Clarín en “La Regenta”, se podía dibujar el mapa de la ciudad en punto a nombres y apellidos de pecadores y sus pecados preferidos, domicilio de las traiciones, rostros de las infidelidades y demás trapacerías con absoluta precisión. El poder que viene ligado a ello no es necesario destacarlo y era semejante al que hoy día tienen esos ministros del Interior que -como el nuestro- alardean de “saber mucho de todo y de todos”. Y de todas, me temo.
Pero la disciplina de las penitencias se ablandaría más y más y, por ese camino ancho y holgado, llegamos a la práctica bajomedieval de las indulgencias generales y plenarias que borraban miles de pecados de un plumazo volviéndose a la hoja en blanco de la inocencia. Hoy, que se habla tanto del “derecho al olvido” en internet, habría que buscar una fórmula emparentada con esta ideada en el seno de la Iglesia. El pecado se despersonaliza ya de forma rotunda y de aquí al abuso de la venta de las indulgencias y a Lutero, a las 95 tesis clavadas en el portalón del palacio de Wittenberg, etc no había más que un paso y ese paso se dio. Con las consecuencias conocidas.
Pues bien, ahora hemos llegado al colmo de la trivialización de todos estos gloriosos remedios. Resulta que una aplicación en el ordenador que se descarga con la misma frescura con que se descarga un paisano el texto de la ley Sinde permite acceder a los beneficios de la absolución, pagando -eso sí- la modesta cantidad de un euro y medio. Es decir, un católico se puede confesar vía iPhone o iPad. A través de la aplicación se accede a una serie de preguntas -cuantas veces, con cuantas mujeres etc- y finalmente se impone la penitencia: el rezo de un Ave María o un par de Credos, nada agobiante.
Además, al final, en una pantalla, aparece un texto que conforta al pecador. Y le recuerda que es obligación suya acudir a este alivio con la frecuencia que su desorden lo exija.
Toda aquella polémica acerca de si el oficiante debía o no estar libre de pecado (opere, operato, operans ...), que luego dejó obsoleta la funcionarización del cura, cobra ahora una dimensión concluyente pues internet no comete pecados. ¿O sí los comete? Cualquiera sabe, he aquí un bonito asunto para empezar de nuevo la controversia teológica ...
2 comentarios:
Parece ser, según gloria TV, que la confesión vía iPhone ya no es válida.
gloria.tv/?media=129609
jajajaja. No me confieso desde la primera comunión. Y ¿qué penitencia tiene inventarse los pecados?..porque cuando fui a confesarme no se me ocurría ninguno, así que me los inventé...Eras pecadillos, debí inventarme uno gordo...Me cuesta muchas veces creer que otros seres humanos semejantes a mí creen semejante cuento...Me cuesta de verdad. Pienso que puro teatro.
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