18 octubre, 2010

Filosofía(s) política(s) hoy. Aportaciones de "un amigo"

Hace semana y pico poníamos aquí una entrada titulada "Equívocos en el debate (filosófico-)político contemporáneo". La comentó al pie el amigo "un amigo" y me parece que la enjundia de sus opiniones, además de la extensión de su texto, merece aquí primera plana.

Copio pues, su escrito, espero que con el orden debido, le doy las gracias al generoso interlocutor, en mi propio nombre y en el de los lectores aficionados a estos asuntos, y hago propósito de continuar, cuando y como buenamente se pueda, con este diálogo, que para mí es del mayor interés.

Ahí van las tesis de "un amigo".


Sobre el nivel (3), el liberalismo “de rostro más humano” (en USA lo llaman “compasivo”, adjetivo que me suscita el visceral rechazo nietzscheano), señalaría su inestabilidad. Precisamente la indefinición (a veces bienintencionada, otras veces no tanto) de ese “más humano” hace, en la práctica política, que derive hacia el nivel (4) o hacia el nivel (2).

Sobre el nivel (4), comentaría que el análisis de la igualdad está evolucionando a pasos agitanados. En un principio, se hablaba de ‘igualdad de oportunidades’ como principio revolucionario (me refiero, obviamente, a la de 1789) desde una perspectiva de obligación ‘moral’, casi como si concediéndola fuésemos ‘generosos’. En el plano de las igualdades efectivas, palpables, a la crítica de las ‘injusticias de distribución’ (término que presupone que se crea en una ‘justicia’, lo cual tiene un cierto sabor de moralismo) se ha ido incorporado la crítica de las ‘injusticias de reconocimiento’ (sobre éstas volveré al comentar lo que pienso del comunitarismo). Hasta hace muy poco, esta crítica ha adoptado la misma perspectiva que la anterior, es decir, la obligación ‘moral’ – permítaseme la caricatura ‘si no trabajamos por reducir esas desigualdades, no podremos dormir tranquilos, no podremos mirarnos con satisfacción al espejo’.Sucesivamente se ha desarrollado un análisis mucho más lúcido de las igualdades (familia compleja e interrelacionada). Hablo ciertamente de la potencial ‘igualdad de oportunidades’, junto con un grado más que simbólico de la efectiva ‘igualdad de materialidades’, tanto económicas como socio-jurídico-culturales; perdóneseme el popurrí. Las considero herramientas compositivas de primer orden: actúan como amalgamante social, previenen conflictos internos, facilitan la inversión a largo plazo. Y no me parece que haya desigualdades justas ni injustas, merecidas ni inmerecidas. Veo que en el mundo que nos rodea hay desigualdades dinamizadoras, estimulantes (un puñadico), y que hay desigualdades paralizantes, destructoras, desmoralizantes (demasiadas). Paradójicamente, este punto de vista me lleva a sostener acciones ‘estatalistas’ (es un decir) con justificaciones ‘individualistas’ (ni caridad ni niños muertos; simple y llanamente en una sociedad mejor amalgamada, es decir más armónica, yo y mi parienta y mis churumbeles y el caniche vivimos más seguros: vivimos mejor. Punto pelota.). Por puro egoísmo –santo motivo– quiero respetar ‘muchas’ normas jurídicas bien concebidas, pagar ‘muchos’ impuestos bien empleados. Evidentemente, estamos hablando de un egoísmo de segundo orden, no del egoísmo ingenuo que mueve a anarquistas y libertaristas.

Excelente la diferenciación de la ruptura que tiene lugar a partir de (5) (aunque el republicanismo se encuentre entre dos aguas, y más de la parte “buena”, si se me permite el subjetivo juicio de valor). Se acaba la recta; a partir de aquí hay un fuerte quiebro, si no una verdadera ‘cola de gorrino’ involutiva.

Creo que vale la pena señalar que cuando se emplea la palabra ‘comunidad’ sin más se está flirteando con la confusión. Todos vivimos en comunidades, en muchas y muy diversas comunidades. El debate que surge a partir de (5), a mi modo de ver, se afronta mejor centrándonos en la palabra ‘cultura’, en sentido socio-antropológico (es decir, distanciándonos puntualmente del uso ‘Manolito es persona de mucha cultura’). La verdadera pugna se da entre heterogeneidad u homogeneidad cultural, entre (relativo) grado de apertura y grado de cierre (dios, las palabras se han gastado en este debate, pero vamos a probar a utilizar giros, ya lo sé que ninguno estamos de acuerdo en todo, probemos a explicarnos y entendernos con aproximaciones). O, si preferimos, entre ‘comunidad’ empleada como definición pragmática y contingente de algo cambiante, relativo, cuya continuidad –siempre relativa– es un resultado más de sus estructuras que no de sus contenidos, y ‘comunitarismo’, ideología que sacraliza una comunidad mística y míticamente definida, inmutable y absoluta.

Planteado en estos términos, la pregunta “cuánta libertad puede soportar una comunidad [de alta homogeneidad] cultural sin descomponerse” tiene fácil respuesta. Muy poca a corto plazo; a largo plazo ninguna. La homogeneidad cultural me parece mítica – empezando por el hecho de que todos vivimos en la intersección de muchos universos culturales (expandiendo el concepto, lo que resulta fácil, cada uno de nosotros constituimos un universo cultural local, o mejor dicho una secuencia de universos culturales, ya que cada acto aperceptivo nos proyecta a uno nuevo, más o menos cercano al precedente). Siendo mítica, su definición siempre es forzada: requiere la absolutización de una serie de rasgos que establecen ortodoxamente la pertenencia a la comunidad. Cualquier acto de libertad que relativice dichos absolutos (que por fuerza de cosas son pocos y rígidos) resulta inadmisible para sus guardianes, porque socava los fundamentos de la definición de “alta homogeneidad cultural”. A largo plazo, ocurrirá que cualquier acto de libertad a secas los relativiza por analogía, aunque no cuestione ‘directamente’ dichos absolutos. La hipótesis de una comunidad ‘democrática’ que se autodenomina ‘de alta homogeneidad cultural’ parece irrealizable por su inestabilidad: con el pasar del tiempo (poco, en general), o deja de ser democrática, o reconoce que nunca fue homogénea, que nunca lo será. Que se lo pregunten al estado (poblacionalmente mixto) de Israel, al que le quedan tres telediarios para escoger por cuál de los dos caminos de la bifurcación prefiere arrear.

Las posiciones (relativamente) heterogéneas lo tienen algo más fácil: para autorregularse, utilizan el sistema jurídico que hemos dado en definir como ‘estado de derecho’, que en fin de cuentas es un mecanismo homeostático, con flor de martingalas equilibrantes y autocorrectoras. Aquí, la pertenencia a la comunidad se define con el estatuto de ‘ciudadano’, que tiene un contenido marcadamente más jurídico que cultural (se podrá matizar, obvio, que también la adhesión a esa definición tiene una componente cultural). El mecanismo es bastante más complejo que en las comunidades ‘homogéneas a la fuerza’, pero no es tonto del todo: resulta más resistente, porque está relativizando todo acto individual, sin descanso, al marco de referencia jurídico, y por lo tanto encaja y digiere más diversidad, o sea, libertad individual, sin sentirse amenazado (algunos extremistas de dudosa reputación afirman que incluso enriqueciéndose, jeje). En ese terreno, cuenta con ‘absolutos relativos’ (Constituciones, tratados internacionales de alto nivel) que, aunque sean difíciles y lentos de cambiar, son perfectamente cambiables – lo que los diferencia de los ‘absolutos absolutos’ de una comunidad que se autodefine por su (mítica, repito) ‘homogeneidad’. Por el momento, los experimentos históricos de comunidades que practiquen al menos en cierta medida la relativización cultural llevan en pie un puñao de decenas de años, al máximo un par de cientos, por lo cual sería quizás atrevido teorizar sobre su estabilidad a largo plazo – ahora bien, ¡que nos quiten lo bailao! Tienen la ventaja (gracias a su estructura sistémica, orgánica) de que se pueden escindir o agregar, dentro de límites razonables, y si en dicha escisión o agregación que sea se respetan los principios estructurantes fundamentales (los del bendito ‘estado de derecho’), no resultan de ella grandes diferencias ni para los miembros ‘ciudadanos’ ni para las comunidades heterogéneas vecinas. Posibilidad que en sí resulta también estabilizante, aunque la subcomunidad en cuestión sólo se limite a acariciar voluptuosamente la idea del portazo (¡a cuántos matrimonios no habrá salvado el adulterio, ora practicado en el corazón, ora en zonas más periféricas!).(Entre paréntesis: la gran falacia de los debates independentistas es que suelen soslayar la cuestión central, es decir la del respeto de los principios estructurantes fundamentales – la cuestión no es “independentismo sí o no” sino “independentismo cómo, hacia dónde”. El independentismo impuesto por una banda de criminales jamás los respetará).

La distinción entre comunidades culturalmente ‘heterogéneas’ u ‘homogéneas’ está clara, creo, en términos de su compatibilidad con la libertad individual, entendida como posibilidad legal y real de que el ciudadano realice actos que relativicen otros actos realizados dentro de la comunidad –respetando los límites clásicos de los derechos de otros ciudadanos, y del bien común, definidos ambos por la ley–. Pero tiene otra consecuencia clarísima hacia el exterior –las comunidades ‘culturalmente homogéneas’ son intrínsecamente agresivas y conflictivas hacia otras comunidades con las que estén en contacto–. El consabido problema de la Nación-estado: si no se embrida reciamente la componente ‘nación’, acaba temprano o tarde a piñas con las otras que la rodean. La pura existencia de los axiomas (míticos y absolutos) que fundan A cuestiona los axiomas (igualmente míticos y absolutos) que fundan su vecina B, y viceversa. Añádase una miajita de interés económico, o cualquier otro pretexto para lanzar el conflicto, y empiezan a granizar hostias. La historia humana y, más cercana, la europea, saben algo de ello.

Hace mil años, incluso hace doscientos, podía resultar pintoresco, e incluso estimulante de la economía. Pero en una era de armamentos químicos, bacteriológicos, genéticos, termonucleares, todo conflicto amenaza convertirse en potencialmente letal para la especie. No nos los podemos permitir a la ligera, ‘justificados’ con miserables mentirijillas de destrucción masiva. Puede que ni siquiera meditándolos.

A lo mejor es pura casualidad, pero hasta el momento la única desactivación algo efectiva y duradera de esta conflictividad de las naciones-estado se ha obtenido ‘aguándolas’ (relativizándolas) en ‘estados miembro’ de una forma supranacional, bajo un paraguas esencialmente jurídico. (Relativización externa que requiere necesariamente la estructura de relativización interna usualmente denominada ‘democracia’, que se desarrolla más o menos a la velocidad de la barrera coralina). Siendo de simpatías tendencialmente científicas, aún con mis ramalazos de irracionalismo, me suscita mucho respeto esta evolución, pues las hipótesis de teoría política formuladas previamente (Spinelli y compañía) que la han guiado se han sabido enfrentar con éxito –razonable, provisional– a la prueba de su aplicación práctica.

Los problemas del comunitarismo cultural me parece que se resumen en la simplificación exagerada de lo que se requiere para ‘estar juntos establemente’, reduciéndolo a un esquema que es intrínsecamente rígido, represivo de libertades individuales y conflictivo hacia otras comunidades. Hace falta subrayar que su absolutismo lo hace incompatible con el relativismo jurídico de un estado de derecho: a título de ejemplo, la disyuntiva que plantea la entrada entre el “derecho de cada uno a hablar la lengua que […] desee o […] prefiera” y el “derecho de la comunidad a que su lengua […] no sufra el acoso” se me antoja un puro juego de lenguaje, porque los dos términos de la alternativa se sitúan en planos bien diferentes: el primero es un derecho objetivable, definible en términos relativos, es decir a través de un acuerdo entre iguales; el segundo es un “derecho” (n.b. comillas puestas desde mi propia perspectiva cultural) inobjetivable, definible sólo mediante proposiciones absolutas, es decir reveladas a un líder.

Estos juegos asoman la patita por todas las costuras del discurso comunitarista. Sus saltimbanquis han jugado, desde los comienzos, la carta de la confusión, y los pánfilos de pelo y de pluma y de escama a los que llamamos coloquialmente ‘gobernantes’ se la han tragado doblada. Es obvio que la propuesta comunitarista no podría prosperar ante los ciudadanos (ni siquiera ante los más simplotes) si mostrase sus cartas boca arriba. Así que ha mezclado y remezclado en la superficie conceptos ‘progresistas’, para adoptar en su esencia posiciones absolutistas, más que conservadoras. (Los conservadores piensan, y lo dan a entender claramente; los absolutistas, puede, pero lo disimulan bien).

Por ejemplo, ha utilizado oportunísticamente el argumento de las injusticias de reconocimiento’ que citaba antes. Existían éstas objetivamente, cuando la comunidad cultural había pasado por periodos de opresión totalitaria. Pero su ‘reparación’ muchas veces ha aparejado la creación de nuevas injusticias de reconocimiento dirigidas a otros grupos, con lo cual magra reparación ha sido.


Por supuesto, aunque en la España de hoy la versión más visible del comunitarismo cultural habite en determinadas Comunidades Autónomas, permea además muchas otras comunidades no localizadas en un ámbito físico concreto: por ejemplo, los aparatos de los principales partidos de ámbito nacional y regional –y sus platilleros mediáticos, y sustanciosas sacas de sus votantes– actúan esencialmente bajo estos presupuestos. Por eso dan el horror que dan las listas abiertas, los debates internos, las primarias y las corrientes. “¡Tened bien cerrada la puerta, que si sopla la libertad nos resfríamos todos!”

Como casi todas las cuestiones serias, creo que se pueda resolver a través de una paradoja. No creo que sea proponible la abolición de las comunidades culturales –santo carajo, si somos algo, somos animales culturales, y cada acto de nuestra vida cotidiana lo confirma–; simplemente basta con su relativización. Benditas sean las comunidades culturales que se identifiquen como relativas y que reconozcan en paridad a las demás comunidades relativas –‘demás’, a todos los niveles, no sólo sobre ejes unidimensionales–. ¿Os apetece un txacolí, o preferís un mosela? ¿Quizás una taza de té? Puedo compartir, desde esta paradoja, la propuesta mcIntyriana de servicio a mi comunidad cultural, puedo reconocer mi deber de protegerla – simplemente contesto los métodos de homogeneización absoluta que sus secuaces proponen, porque no sólo son ingenuos, sino que son esencialmente incoherentes con el fin que teóricamente se han dado, y producen efectos contraproducentes. Tiene sentido que me disocie de la construcción absoluta de una comunidad cultural precisamente porque la quiero. Afirmaba yo en esta casa hace unas semanas, al hilo del caso del catalán, que los edictos represivos, tipo quite usted el cartel en castellano del escaparate de su zapatería, serruchan las patas a la (en mi opinión, digna) causa del catalán. Y aquí lo generalizo. Creo que cualquier construcción absoluta de cualquier comunidad cultural la fragiliza gravemente: reprimiendo a sus miembros (y a todos los reprimirá tarde o temprano, porque el sistema lógico que la anima es alérgico a las libertades), cuestiona su lealtad, los desmotiva; empujándola a entrar en conflictos con otras comunidades, la debilita, y tarde o temprano propiciará su destrucción.

Hubiera sido interesante tratar unas formas (8) y (9) que, aunque menos frecuentemente afrontadas en los ensayos sobre filosofía política, ya es hora de que aparezcan, (8) los ‘Estados-cuenta de resultados’ (véase “República Popular” China); (9) los metaestados o merdaestados, normalmente apocopados en ‘mercados’ (propongo, para iniciar, la observación de El Roto, “si voto a los partidos, ¿por qué gobiernan los mercados?”).Creo que la filosofía política, que es sin duda apasionante, tiene un par de grandes tareas por delante. Una, allanar su lenguaje (y hacerlo más riguroso, y limpiarlo de juegos, que es lo que con otras palabras propone el anfitrión ya desde el título de esta entrada), e involucrar en el debate al ciudadano (estamos todos interesados en política, sostengo, aunque muchos estemos quemados de la politiquilla que en el mundo se extiende como sucedáneo.) La otra, ponerse en pie y mirar más allá de las paredes del cubículo dentro del cual todavía está sentada. Hoy en día, las grandes cuestiones políticas son la geocompatibilidad y la paz –de ahí que valga la pena, subrayo que egoístamente, luchar por sociedades más armónicamente compuestas, organizadas en torno a la relativización cultural constante–. Como en el catecismo que estudiábamos de niños, estos dos mandamientos se resumen en uno. Llámase conducirnos a la supervivencia.

1 comentario:

un amigo dijo...

Veo sólo hoy el comentario 'ascendido' al cuerpo de la bitácora - estaba de viaje. Muchas gracias por el juicio positivo y considerado, y por la oportunidad de llegar a más interlocutores. Seguiremos hablando,

Salud,