Hace unas semanas, en el colegio (público) de Elsa organizaron un concurso de cuentos infantiles para los padres. Envié este que copio aquí y salió bien parado. Debe de hacer cerca de veinte años que lo escribí y lo desempolvé para la ocasión. Es cuento con moraleja y, por tanto, algo rancio para lo que hoy se estila. Pero como ando hoy ahora viajando y para escribir otra cosa no me sobran fuerzas, ahí va.
Había en la selva un
león vocinglero y fanfarrón que verdaderamente se sentía el rey del lugar. Le
gustaba rugir a cualquier hora y ver cómo los otros animales, los monos, los
antílopes, las cebras y hasta los ratones, huían aterrorizados ante su voz
tronante. Se pasaba la hora de la siesta en sus ensoñaciones de rey selvático,
rugiendo, atusándose la melena y queriéndose mucho a sí mismo por lo importante
que se sentía.
- Me queda pequeña
esta selva -pensaba-. Yo debería ser el rey de todos los animales de todas las
selvas y del mundo entero, porque nadie ruge como yo, porque nadie tiene mi
prestancia cuando camino ni mi agilidad cuando salto sobre las presas, porque
nadie se hace respetar tan bien como yo, con mi porte elegante y mi aire tan
distinguido.
Ya desde que era
cachorro se le notaron esas maneras un tanto soberbias. Su mamá leona lo tenía
que regañar a menudo porque en las peleas con los otros leones de su edad
ensayaba posturas impropias de su edad juvenil. Siempre se sintió un león
importante, predestinado a las mayores hazañas y a una fiereza sin par. Y así
fue creciendo y ganándose el respeto de las otras bestias, porque
verdaderamente acabó siendo valiente y arrojado e hizo recobrar a los leones su
orgullo maltrecho de animales elegidos para la gloria campestre. Sólo les
extrañaba que algunas noches, después de la cacería y la comilona nocturna, se
tumbaba en lo más oscuro entre los árboles y rugía muy tenuemente, como si
estuviera triste o algún mal sueño le impidiera el plácido reposo que es común
entre los leones cuando tienen la panza llena. Y a veces lo veían amanecer con
los ojos muy abiertos, mirando el horizonte con lágrimas en ellos, con un gesto
de añoranza.
- Es un león
inconformista -decían los demás-, quizá no estamos a su altura y no sabemos
comprenderlo. Pero algún día hará algo que nos permitirá comprobar su auténtica
valía.
Y en verdad que a
nuestro león le complacían esos comentarios de sus compañeros. Él también se
veía así, un león peculiar llamado a muy altas metas y logros extraordinarios.
Pero los años iban
pasando, los sucesos de la vida selvática se sucedían con dramática monotonía y
nuestro león se hacía viejo sin que nada ocurriera que alterara su rutina de aplicado
cazador ni calmase sus imprecisos afanes. Se tornaba cada vez más feroz y
sanguinario y sin parar hacía presuntuosa ostentación de sus habilidades en la
caza. Nada le excitaba tanto como ver el
terror de las manadas de cebras o gacelas mientras huían de sus acometidas, o
como escuchar los admirativos comentarios de los otros leones ante sus éxitos
de indómito cazador.
Llegó un atardecer
de julio, caluroso y húmedo, uno de esos momentos en que los leones disfrutan
cazando. Se levantó nuestro león del lecho de hojas en que había estado
descansando gran parte del día y echó a andar hacia uno de sus cazaderos
favoritos, la orilla de un hermoso lago donde al caer la tarde iban a beber
cientos de animales de todo pelaje. Pero algo extraño sucedía aquel día. La
orilla del lago estaba desierta, sólo los pájaros planeaban sobre la superficie
del agua y únicamente se escuchaba el histérico chillido de los monos en los
árboles próximos. También volaban las mariposas y de vez en cuando un pez
rompía el espejo de las aguas y saltaba con agilidad de acróbata. Pero no eran
estas las piezas que interesaran a un león, y menos a un león con ínfulas de depredador
de primera.
Deambuló perplejo un
buen rato, sin explicarse qué ocurría, hasta que vio a lo lejos una solitaria
gacela, muy joven, que pastaba a la orilla del lago, ajena a todo peligro y con
gesto confiado y placentero. Se iluminaron los ojos del león, se erizó su pelo
y sacó un par de veces sus garras como
puñales. Se aceleró su respiración y sintió en su pecho el golpe
violento de su corazón agitado por la emoción de la presa cercana. Inició su
carrera hacia la pieza con toda decisión. Pero pronto comenzó a percibir
vagamente que algo se salía de lo habitual. La joven gacela tardó mucho en
preocuparse por su presencia y cuando el león estaba ya a punto de saltar sobre
ella, levantó la gacela su grácil cabeza y lo miró con una profunda mirada
azul. Sintió el león que aquella mirada lo taladraba, como si fuera el golpe de
una garra mucho más afilada que la suya. Pero ni quería ni podía ya parar su
impulso mortífero y cayó sobre el lomo de la gacela y le clavó sus uñas, que
rompieron su piel joven.
Iba ya el león a
desgarrar su cuello con los colmillos, cuando la gacela volvió hacia él su
cabeza y nuevamente sus ojos, ahora
implorantes, se cruzaron con los del león. Esta vez el efecto fue aun más
intenso. Él sintió un espasmo de emoción que recorrió todo su cuerpo y en una
ínfima fracción de tiempo mil imágenes sorprendentes vinieron a su cabeza: vio
el primer amanecer de león niño al lado
de su mamá leona, revivió la alegría inocente de los primeros juegos, el placer
de cachorro al perseguir mariposas, el goce del agua fresca de los arroyos más
puros, el reconfortante abrazo de las sombras más acogedoras en la hora del
calor. Todo esto y más cosas cruzaron por su cabeza mientras la joven gacela
herida posaba en él sus ojos, ojos del color del cielo en el estío. Y no pudo
rematarla. Lentamente separó sus garras del cuerpo de ella, reculó despacio sin
dejar de mirarla, con pausa dejó aquel lugar y retornó al abrigo de los
árboles.
Aquella noche los
otros leones le preguntaron, extrañados, por qué no había cazado ninguna presa
y él respondió con evasivas tales como que se encontraba cansado, que no había
ninguna pieza que mereciese la pena o que le dolía la cabeza y que los reyes no
se toman la molestia de cazar cuando andan con jaqueca.
Pasó el tiempo y
nuestro león siguió haciéndose mayor. A menudo recordaba a la joven gacela y se
preguntaba qué habría sido de ella y si se habría repuesto de sus heridas o se
habría muerto y habría sido pasto de los buitres y las alimañas carroñeras. No
entendía su propia actitud, pero le dolía profundamente pensar que la gacela se
hubiera muerto, y más aun que hubiera servido de alimento de los desalmados
animales que rematan a los heridos o se comen a los seres muertos. Y la joven
gacela era sin duda un bocado muy apetecible. ¿Pero por qué él, el más fiero de
los seres, el auténtico emperador de los cazadores, la había dejado marchar?
Guardó su secreto mucho tiempo.
Una mañana, el león
se levantó y tuvo la sensación de que nunca acababa de amanecer y de que una
neblina pertinaz cubría todas las cosas de la selva. Cuando notó que sus
compañeros hacían sus cosas con normalidad y nada comentaban sobre tan extraño
fenómeno, le vino la revelación de su mal: se estaba quedando ciego. Y ciego se
quedó nuestro león.
Fueron tiempos muy
duros. Sus compañeros, que tanto lo habían admirado, lo observaban ahora con
desprecio y fingida lástima. Los otros animales de la selva, que tanto lo
habían temido, se mofaban de él y le hacían pedorretas cuando lo veían andar
con paso inseguro, tentando el suelo con las patas y arrimándose a los árboles
para descansar su angustia. Pensó que no tenía sentido que un león como él
viviera así. En esto habían venido a parar sus ansias, este triste final
sustituía sus sueños de pasar a la historia de la selva como el más admirado
león.
Tomó una decisión.
Un león tiene que saber morir con dignidad, pensó. Y lentamente caminó hacia el
lago, con lágrimas cayendo de sus ojos nublados. Supo que estaba al lado del lago
cuando sintió en su cara la brisa liviana que nacía de las aguas. Se tumbó,
tranquilo y triste, a esperar la muerte. Era, por fin, un ser humilde. Se
sintió bien, la paz invadió su cuerpo y volvió a recordar los momentos más
gratos de su vida, que no eran nunca, curiosamente, los momentos de la cacería
y la ostentación. Sólo la sed turbaba esta peculiar plenitud. He de beber por
última vez de las aguas del lago, pensó, y comenzó a arrastrarse, vencido por
la sed. Pero el corto camino se le hacía eterno, y pensó que moriría antes de
saciar ese último apetito del agua. De pronto, oyó a sus espaldas una voz muy
hermosa que le decía:
- Hola, león.
Sintió vergüenza de
que alguien le estuviera viendo en aquel trance tan impropio de su fama. A
duras penas se sobrepuso, se irguió como pudo y contestó con un hilo de voz:
- Hola, ¿quién eres,
que vienes a turbar mi último viaje?
- Soy la gacela a la
que un día perdonaste la vida, ¿te acuerdas de mí?
La emoción lo embargó,
tanta que buena parte de sus fuerzas retornaron a él como por ensalmo.
- Claro que me
acuerdo de ti, no te he olvidado ni un sólo día de mi vida desde entonces, y me
preguntaba si habrías muerto o qué habría sido de ti.
- Pues no, no morí,
aunque mis heridas tardaron mucho en curar y llevo para siempre sobre mi lomo
la marca de tus garras.
- ¿Y qué haces en
este lugar? ¿A qué apareces en este momento? ¿Pretendes vengarte de mí, ahora
que ya no puedo defenderme?
La gacela tardó un
rato en contestar:
- Siempre has sido
tan estúpido como engreído. Te has gustado tanto a ti mismo, que no has sabido
ver la bondad que pueden encerrar otros seres, que hasta pueden quererte a ti
pese a lo bobo que eres. Yo tampoco te he olvidado nunca, siempre recordaré que
renunciaste a matarme y he vivido todos estos años con el recuerdo del fondo
triste de tu mirada cuando ibas a cazarme como una más de tus presas.
- Pues si me quieres
bien, si algo bueno recuerdas de mi, déjame morir tranquilo. Ya me has hecho
feliz con lo que acabas de decirme, nada más te pido.
- ¿Y a dónde ibas
arrastrándote de ese modo? -preguntó la gacela.
- Tengo sed, y sólo
quería un último trago de agua antes de dejar este mundo.
- ¿Y por qué has de
morir, si puede saberse?
- Porque la vida de
un león ciego ya no tiene ningún sentido. No sirvo para nada, no puedo cazar,
no puedo correr, nadie respeta ya mi rugido.
- ¿Y no te gustará
beber del lago? ¿Y no puedes ya disfrutar del rocío de la mañana, del canto de
los pájaros, de los rayos del sol en el alba, de los ruidos de la selva, de la
lluvia refrescante, del roce de las hojas?
- ¿Crees tú que ésa
es vida para un león?
- ¿Y tú no crees que
es una vida maravillosa para cualquiera que sepa sentir lo que le rodea y
disfrutar de las cosas sencillas, que son las mejores? ¿O acaso con tus desvaríos
de rey no habías caído en la cuenta de lo mucho de fabuloso que hay en lo que
te rodea a cada instante? Me gustaría enseñarte lo que es la verdadera vida,
ahora que tienes la suerte de que ya sólo puedes ser humilde.
- ¿Y qué quieres que
haga? -preguntó el león, cada vez más perplejo.
- Camina pegado a mí,
que te acercare al agua para que bebas; luego ya veremos.
Se incorporó él a
duras penas y caminó arrimado al cuerpo de la gacela, que lo conducía con la
mayor suavidad, como quien lleva de la mano a un niño que apenas sabe todavía
andar. Bebió largo rato de las aguas del lago y sintió su cuerpo llenarse
renovadas fuerzas. Satisfecha su sed,
tranquilo, se tumbó a la orilla del agua, notando a su lado siempre la
presencia de la gacela.
- ¿Y ahora qué esperas de mi?
-preguntó el león con la voz quebrada.
- Que aprendas a
vivir de nuevo, que empieces a vivir mejor, que consigas la vida que tu mirada
pedía cuando no me mataste.
- ¿Cómo? -contestó
él- No soy más que un ciego inútil, no sirvo para nada, ya no valgo nada.
- A mi lado -dijo
ella-, deja que te guíe. Te mostraré sensaciones que en tu obnubilación demente
no soñabas. Aprenderás a vivir sin más, gozarás las pequeñas cosas, te
acostumbrarás a valorar las mil sutiles sensaciones de cada día. Yo nunca he ansiado
ser reina de nada, pero mis sueños valen más que los tuyos, porque amo la vida
tal como es, y porque un día vi en tus ojos que podías comprenderme. No importa
que ahora estés ciego, pues en el fondo sé que eres el mismo, ese que tú nunca
supiste mostrar. En realidad, ciego estabas antes más que ahora.
- ¿Y qué dirán los
leones? ¿Qué pensarán de nosotros los otros animales? Nunca se ha visto cosa
tal.
- Quien no pueda
comprendernos no merece juzgarnos -dijo la gacela con una voz tan suave como
firme.
- He llorado mucho
desde que me sentí ciego -confesó el león.
- Deberías haber
llorado más y mucho antes- replicó la gacela.
- Está bien -dijo el
león-. Muéstrame tu camino.
Y, ciertamente,
durante mucho tiempo no se habló en la selva de otra cosa. La sorpresa y la
burla fueron dejando paso a la admiración. Cuando pasaban, unidos cuerpo a
cuerpo, la gacela y el león, se hacía al principio el silencio. Luego, todos se
paraban a conversar con ellos y les invitaban a sus lugares. Fueron muchas
horas y muchos días de paseos, de tertulias con todo tipo de animales, de
recuerdos y de reflexiones. Una ola de paz
recorría la selva allí por donde iban. Nadie pudo evitar considerarlos
sabios. Ellos andaban felices, ajenos incluso al bienestar que a los demás
transmitían.
Un amanecer de
julio, bastante tiempo después, los encontraron muertos, abrazados, a la orilla
del lago, sonrientes. La noticia corrió por los árboles, por los senderos, por
las madrigueras. Miles de animales fueron a decirles su último adiós. Las
gacelas y los leones empujaron sus cuerpos a las aguas. Y cuentan los búhos que
aquella noche una lluvia de estrellas cayó sobre el lago. Desde entonces los
leones y las gacelas, y muchos otros seres, llevan a sus cachorros a la orilla
del lago y les narran la hermosa historia de la gacela de ojos azules y el león
que quiso ser rey y encontró la amistad.