No, no y no. Se impone proclamar de una forma
rotunda que no siempre la ayuda a la investigación es un elemento indispensable
para el progreso de una sociedad. Es esta una cantinela que estamos escuchando
ahora -con motivo de la crisis- con una insistencia que aturde, desgasta y
aburre. Pues no hay experto, gurú o sacerdote de las nuevas tecnologías que no
nos la canten a diario en español y aun en los idiomas más peregrinos del
mundo.
¿A qué viene esta afirmación mía tan
heterodoxa?
Para entendernos conviene que recordemos
previamente qué es una patata frita. De
entre el rico prontuario de creaciones que la cocina internacional nos ofrece,
la patata frita se alza como una de las más selectas, más distinguidas y más
sabrosas. Me refiero, claro es, a la patata frita española, la que se produce a
base de nuestras inmejorables patatas y nuestro aceite, ese producto milagroso
que es vida frágil y color cifrado, un misterio de la naturaleza que solo un
poeta de verso terso podría cantar adecuadamente. Hablamos además de esa patata
que se fríe en una de nuestras sartenes tradicionales, artefactos antiguos que
hemos recibido de las manos temblorosas de la Historia y que tienen como misión
adorar las lumbres y dorar las patatas.
No aludo pues a las patatas fritas hechas
sobre un producto congelado, que es como un ser
insepulto, insípido y escorbútico. Pues ha de saberse que en los países
centroeuropeos se permiten el lujo de afrentar a la patata metiéndola en un
congelador días y días ... un crimen este que se encuentra entre los más
aflictivos que conozco. Al verlas así maltratadas, yo me desespero y me doy en
cavilar qué autor o qué religión justificarán estas tropelías cometidas
impunemente contra los ritos más excelsos.
Estamos pues ante las patatas fritas tal como
se producen y consumen entre nosotros. Que, acompañadas de unos huevos también
fritos, se convierten en un universo para la boca dichosa que los disfruta, en
la cumbre de los placeres afectantes a la bucólica que es como llama Cervantes
a los achaques del comer.
Pues bien, ahora, unos investigadores ociosos
se han preguntado la razón por la cual no es posible comer una sola patata
frita. Es decir, se enfrentan al hecho natural de que, quien come una patata
frita, lo que desea es seguir comiéndolas: desordenamente y con desafuero. A
estos energúmenos, esta sensatísima inclinación humana les parece mal y la
atribuyen a la acción de los “endocannabinoides” (así, como suena), unas
sustancias que al parecer nuestro propio organismo genera y cuyas
características químicas son similares al componente activo de la marihuana.
Los tales “endocannabinoides” son factores
poderosos para desencadenar la gula, proceso químico que empieza en la lengua y
termina en el cerebro adonde llega la orden bendita de comer patatas fritas y
jamón.
Es decir, lo que a cualquier persona bien
constituida le parece normal y plausible, a estos científicos les suena a
aberración de la humana naturaleza y es por ello por lo que se afanan en crear
unos fármacos que permitan bloquear los receptores de “endocannabinoides”. ¿Se
da cuenta el lector de lo que estamos hablando? De tomar unas pastillas ¡para
obstaculizar nuestro sano apetito de patatas fritas! Unas pastillas que
habríamos de añadir a las de la lucha contra el colesterol, el ácido úrico, la
desgana en el trance mingitorio ... etc.
En este despropósito emplean el dinero
ciertos centros de investigación. Se verá ahora la razón del grito contrario a
la investigación con el que he abierto esta Sosería. Que cierro con el deseo de
que el fracaso más sonado corone los lamentables esfuerzos de estos
desaprensivos.
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