04 mayo, 2012

La responsabilidad de la Administración Pública por omisión: causas, culpas y otras antiguas quimeras.

(Más de lo mismo. Solo para juristas furibundos. Después del gratísimo y muy productivo seminario en Trento, he venido a Milán y desde aquí cuelgo esta otra parrafada sobre el tema aquel. También estas páginas yacían en los cajones virtuales. Mil gracias a los que comentaron la entrada anterior, veré si puedo contestar, en cuanto tenga un rato. Seguro que este texto de ahora también merece enmiendas abundantes, pero allá va. Algo está fallando y no salen las notas a pie de página. Supongo que no importa demasiado, pero me disculpo, pues no me quedan minutos para tratar de arreglarlo). 

 Tomaremos como eje la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo de 10 de noviembre de 2009 (ponente Luis María Díez-Picazo Giménez), aunque también nos apoyaremos en las de la misma Sala de 16 de mayo de 2008 (ponente Luis María Díez-Picazo Giménez), 27 de enero de 2009 (ponente Juan Octavio Herrero Pina) y 31 de marzo de 2009 (ponente Luis María Díez-Picazo Giménez).

Aunque nos interesará más la doctrina que los hechos en esta ocasión, resumamos con brevedad las circunstancias de la primera de esas sentencias. La Dirección General de Seguros (DGS) estaba haciendo un seguimiento de la Compañía “Reunión Grupo 86”, cuya situación patrimonial era dudosa. El 22 de marzo de 1991 la DGS dictó una serie de medidas cautelares, entre ellas “la inmediata suspensión de la contratación de nuevos seguros” por tal compañía. Ésta incumple dicho mandato y la DGS le incoa expediente sancionador el 2 de julio de 1991. El 14 de enero se acordó, por Orden Ministerial, disolver esa compañía. El 16 de junio D. Eugenio suscribió una póliza con esa aseguradora, póliza mediante la que aseguraba su vehículo. Por tanto, cuando ya estaba vigente la suspensión cautelar de contratación. D. Eugenio sufrió un accidente de tráfico el 4 de agosto de 1991. “Extinguida la responsabilidad penal del conductor causante del accidente por sentencia absolutoria, y disuelta la aseguradora, el recurrente obtuvo el 1 de juliode 1998 una indemnización en el límite del Seguro Obligatorio por importe de 8.000.000 pts, con cargo al Consorcio de Compensación de Seguros y la Aseguradora del vehículo en el que viajaba, Catalana de Occidente”. “El recurrente suscribió el 29 de julio de 1998 un acuerdo con la Comisión Liquidadora de Entidades Aseguradoras, subrogada en la posición de la aseguradora disuelta, en cuya virtud recibió 39.284.359 pesetas de dicho organismo y de esta forma extinguía su crédito contra Reunión Grupo 86 cifrado en 50.971,200 pts, tras la correspondiente quita de los 70.886,455 pts inicialmente reconocidos en la sentencia de instancia”. Luego presentó reclamación en concepto de responsabilidad patrimonial del Estado y es esta reclamación la que se ventila en la referida Sentencia.

Al margen de los detalles en los hechos del caso y de su influencia en la resolución que absuelve a la Administración, en lo que sigue repararemos en algunos problemas teóricos de la responsabilidad de la Administración por daño extracontractual. Recordemos que el art. 139.1 de la LRJ-PAC dispone que “Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos”.

Son varios los problemas que se entrecruzan, ligados a sucesivos pares de conceptos. En primer lugar, la diferencia entre responsabilidad por acción y por omisión, en particular en lo que tiene que ver con el nexo causal entre el comportamiento de la Administración y la producción del daño. En segundo lugar, la diferencia entre responsabilidad por el funcionamiento normal y por el funcionamiento anormal de los servicios públicos, en los términos que establece el mencionado precepto legal, Y, en tercer lugar, la diferencia entre responsabilidad por culpa y responsabilidad objetiva.

La tesis que sostendremos aquí, con base en la doctrina que las mentadas sentencias reproducen, es que, pese a que se afirme sin mucha reflexión que la responsabilidad que para la Administración sienta el art. 139 LRJ-PAC es una responsabilidad objetiva, la jurisprudencia a la hora de la verdad sólo la hace responder por su actuación culposa o negligente, al menos en los casos de responsabilidad por omisión, y ello porque tal responsabilidad por omisión sólo cabe, a tenor de esta jurisprudencia, cuando la Administración ha infringido un deber jurídico de actuar. Pero vayamos por partes.

1. Omisiones y causalidades.

En el caso de autos lo que se reclama a la Administración es que no hubiera evitado que la aseguradora siguiera contratando con asegurados, que no hubiera evitado el incumplimiento por dicha empresa de seguros de aquel mandato de suspender la contratación. Dice la Sentencia (F.5): “[e]n el presente caso, la lesión sufrida por el recurrente no fue ocasionada por un comportamiento activo de la Administración, sino por inactividad u omisión; es decir, lo que se achaca a la Administración es la ausencia de un comportamiento que, de haberse producido, habría evitado la lesión. Esta observación es importante, porque la responsabilidad patrimonial de la Administración presenta ciertas peculiaridades cuando el suceso lesivo es una inactividad u omisión”. ¿Qué peculiaridades son esas? Veámoslo: “En efecto, como ha dicho recientemente esta Sala en sus sentencias de 16 de mayo de 2008 , 27 de enero de 2009 ( RJ 2009, 3294) y 31 de marzo de 2009 ( RJ 2009, 2540) ,la relación de causalidad no opera del mismo modo en el supuesto de comportamiento activo que en el supuesto de comportamiento omisivo. Tratándose de una acción de la Administración, basta que la lesión sea lógicamente consecuencia de aquélla. Problema distinto es si esa conexión lógica debe entenderse como equivalencia de las condiciones o como condición adecuada; pero ello es irrelevante en esta sede, pues en todo caso el problema es de atribución lógica del resultado lesivo a la acción de la Administración. En cambio, tratándose de una omisión de la Administración, no es suficiente una pura conexión lógica para establecer la relación de causalidad: si así fuera, toda lesión acaecida sin que la Administración hubiera hecho nada por evitarla sería imputable a la propia Administración; pero el buen sentido indica que a la Administración sólo se le puede reprochar no haber intervenido si, dadas las circunstancias del caso concreto, estaba obligada a hacerlo. Ello conduce necesariamente a una conclusión: en el supuesto de comportamiento omisivo, no basta que la intervención de la Administración hubiera impedido la lesión, pues esto conduciría a una ampliación irrazonablemente desmesurada de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Es necesario que haya algún otro dato en virtud del cual quepa objetivamente imputar la lesión a dicho comportamiento omisivo de la Administración. Y ese dato que permite hacer la imputación objetiva sólo puede ser la existencia de un deber jurídico de actuar”.

En este extenso párrafo vemos, sintetizados, un buen número de los equívocos que impregnan la doctrina de la responsabilidad civil por daño extracontractual, sea dicha responsabilidad de la Administración o entre privados. Analicemos paso a paso.

(i) La correlación entre relación de causalidad y consecuencia lógica no parece fácilmente defendible. Parece que se sostiene que, al menos en caso de la responsabilidad por el daño causado por un comportamiento activo, la acción A es causa del daño D si existe una “conexión lógica” entre A y D. ¿Qué significa aquí “conexión lógica”? Es obvio que entre hechos, entre datos empíricos, no hay en sí conexión lógica ninguna. El hecho (C) de someter el agua a temperatura inferior a cero grados provoca su congelación (E). C es empíricamente causa de E, pero ese tipo de conexión causal no tiene que ver con “conexión lógica ninguna”. Para que la lógica comparezca tiene que estar realizándose un razonamiento, a tenor del cual -expresado en la terminología lógica más tradicional- se parte de una premisa mayor del tipo “Si el agua se enfría a menos de cero grados, se congela”, se añade una premisa menor descriptiva de un evento concreto, como “Este litro de agua se enfría a menos de cero grados” y se extrae la conclusión “lógica” del razonamiento: “Este litro de agua se congela”. Y todos sabemos que la conclusión será verdadera si lo son las premisas, aun cuando quepan conclusiones lógicamente correctas y, al tiempo, empíricamente falsas, por ser empíricamente falsas las premisas. El razonamiento siguiente es lógicamente correcto, aunque empíricamente falso:

Si el agua se calienta a más de cincuenta grados se congela
Este litro de agua se calienta a más de cincuenta grados
Este litro de agua se congela.

Así pues, parece que por conexión lógica en la Sentencia se está entendiendo conexión causal entre dos sucesos, de los cuales uno es en verdad y empíricamente causa del otro, que es, por tanto, su efecto. Así puestas las cosas, nos damos de bruces con el problema de la causalidad de la omisión, que, en términos que resaltan la profunda paradoja interna del pensamiento jurídico establecido en este punto, podríamos enunciar así: cómo es posible que la ausencia de un evento causal produzca un efecto. El que yo le dispare a alguien en la cabeza con una pistola cargada con balas auténticas puede ser causa y normalmente será causa de la muerte o grave lesión de esa persona. Entre mi acción de disparar y ese efecto de muerte o lesión existirá una relación causal difícilmente discutible . Pero si yo no disparo a nadie, ¿qué causa esa abstención mía? ¡Cada minuto que pasa sin que yo le dispare a mi vecino X puedo considerarme como causante de que X siga con vida o con su salud íntegra? Extrememos el ejemplo hasta el absurdo que merece: ¿puedo yo considerarme causante de que se mantengan con vida tantas personas como hipotéticamente podría haber matado si hubiera podido y querido?

La omisión no causa nada. Cuando el señor X se abstiene de hacer el amor con la señora Y no podemos considerarlo causante de que ésta se mantenga libre de embarazo, del embarazo que él le podría haber provocado si hubieran copulado. El no hacer algo no cambia nada en el mundo, simplemente deja las cosas como están. Abstenerse de la acción que conduciría o podría conducir al estado de cosas E como efecto no significa causar un estado de cosas No-E. Y si vinculamos, como se verá, la responsabilidad por omisión con la obligación de actuar en ciertos casos, tampoco se puede con propiedad decir que el no impedir, pudiendo hacerlo, que acontezca el evento E (que alguien se ahogue, que alguien agreda a otro, que alguien conduzca borracho, que alguien se envenene....) no significa causar E sino tan sólo lo que se ha dicho: no impedir E. Quien incumple ese deber de impedir E no causa E, simplemente deja que E ocurra. Dejar que algo ocurra no es lo mismo que causarlo. Si yo no cierro el grifo de la bañera taponada, no soy el causante de la inundación de la casa, soy el que con su acción causal no interfirió para impedir la inundación de la casa.

Se podrá replicar que el Derecho trata como causante al que pudiendo y debiendo impedir E no lo impide. Pero con ello no se hará más que, consciente o inconscientemente, resaltar que en el Derecho a veces se llama causalidad a lo que empíricamente no lo es. Por tanto, al menos en tales ocasiones el concepto de causalidad que usa el Derecho no es un concepto empírico, sino normativo, y por tanto, definido por el sistema jurídico como este quiera. Si para el sistema jurídico yo soy el causante de la pulmonía de mi vecino X porque a la entrada del portal le dije buenos días y no buenas tardes, yo seré tal causante, en términos jurídicos, aun cuando cualquier científico natural se tire de los pelos o se parta de risa.

(ii) Mas en realidad tampoco parece cierto que la Sentencia equipare antecedente causal con antececente lógico y consecuente causal con consecuente lógico, haciendo una forzada analogía. Pues, como hemos visto, añade esto: “tratándose de una omisión de la Administración, no es suficiente una pura conexión lógica para establecer la relación de causalidad: si así fuera, toda lesión acaecida sin que la Administración hubiera hecho nada por evitarla sería imputable a la propia Administración”.

Ahí comprobamos que, según la Sentencia, y contrariamente a lo que acabamos de afirmar, no es que de una omisión no se siga causalmente nada, sino que de una omisión se sigue causalmente (o al menos “lógicamente”) todo, cualquier cosa. Es decir, cualquier estado de cosas se sigue “lógicamente” de un no hacer, de una omisión de la Administración y, por extensión, habrá que decir de cualquier sujeto. Y puesto que la base de la “imputación” es la lógica, cualquier cosa puede ser imputada como causante a cualquier sujeto que no haya hecho nada de nada. Si en este momento un viejo se está arrojando al abismo desde lo alto de una montaña en Japón, “en términos de pura conexión lógica” yo soy el causante, aunque no haya hecho nada; precisamente porque no he hecho nada. Repito, en lugar de afirmar lo más que obvio de que el no hacer no causa nada -en términos empíricos-, sino que supone una renuncia a causar lo que se habría podido causar con un hacer, se nos está indicando que el no hacer causa todo, o que cualquier cosa se puede considerar efecto causado por el no hacer.

Esa inversión plena del sentido empírico de la causalidad lleva a una peculiarísima y correlativa inversión del problema de la relación entre responsabilidad jurídica y causalidad. Mientras que para la postura que aquí defendemos, diferenciadora de lo empírico y lo normativo, el problema de la teoría jurídica se halla en justificar cómo y por qué se imputa responsabilidad por el daño no causado cuando, como en el caso de la omisión, no se da ni puede darse en absoluto la causación empírica, la postura que vemos en la Sentencia conduce a preguntarse cómo se recorta la responsabilidad jurídica en el caso de omisión, una vez que se arranca de afirmar que una omisión es causa de cualquier cosa, en lugar de sostener, como nosotros hacemos, que una omisión no es causa de cosa ninguna.

Es de lo más llamativa la relación entre teoría de la responsabilidad por acción y teoría de la responsabilidad por omisión, resultando esta última algo similar al reflejo invertido de la primera en un espejo. Aclaremos esta imagen. En el caso de la acción, del hacer, el problema jurídico está en determinar dónde se interrumpe la cadena causal y dónde se desatiende la cadena causal, cadena causal que tiende al infinito. De ahí que, como bien sabe cualquier aficionado a estas disquisiciones doctrinales, sea en el campo de la responsabilidad penal o civil, no puede ser responsable cualquiera cuyo comportamiento se halle en un eslabón de la cadena causal que desemboca en que el señor A mate al señor B con un disparo en la cabeza, pues en caso contrario habría que considerar jurídicamente responsables a la madre y el padre de A, a los bisabuelos, a los tatarabuelos, etc., hasta llegar al primer homínido o quién sabe si a Dios o al big-bang. Por eso la teoría de la equivalencia de condiciones tuvo que ser primero matizada como teoría de la conditio sine qua non y luego, aun, que ser enmendada con o sustituida por la de la adecuación y otras similares. Porque, en suma, el problema está en que de la acción A que yo realizo en este momento pueden seguirse causalmente, de modo próximo o remoto, una infinitud de consecuencias empíricas y, evidentemente, no se me puede hacer jurídicamente responsable de todas ellas.

En cambio, pensemos en lo que empíricamente sucede si yo en este instante omito, no hago, algo que podría hacer. Por ejemplo, llamar por teléfono a mi amigo X, rascarme la oreja, acostarme a dormir la siesta o tirar este escrito a la basura. Lo primero que debemos observar es que está erróneamente planteada la cuestión. Lo que empíricamente sucede si yo no llevo a cabo la acción X es simplemente eso: que empíricamente no aconteció mi acción X. Estamos ante la ausencia de un resultado empírico, no ante un acontecer empírico. Y las consecuencias del acontecer no acaecido, es decir, del no-acontecer, sólo pueden ser consecuencias hipotéticas, meramente pensadas. Yo puedo ponerme a reflexionar sobre qué podría haber sucedido como consecuencia de que yo hubiera realizado esa acción que no realicé. Y, puestos a trazar hipótesis, ¿cuál sería mi límite? Ninguno. Sólo hace falta imaginación para hilar de tal manera que mi abstención de rascarme la oreja en este momento pueda ser causa de que pasado mañana un anciano se lance al vacío desde una montaña japonesa. Porque ya sabemos que si aquella mariposa no hubiera movido sus alas en China no se habría producido luego aquel tornado en Alabama.

Podemos ver cómo en el caso de la acción y de la omisión la imagen de la cadena causal tiene una nota crucial de diferencia. Mientras que cuando hablamos de responsabilidad por acción, lo que hacemos es ver cómo se recorta la acción responsable de entre toda la amalgama de acciones realmente, empíricamente causales, si se trata de responsabilidad por omisión se trata de ver cómo se puede atribuir la responsabilidad por un efecto a alguien que empíricamente no lo causó, y para ello lo que se hace es elaborar toda una historia hipotética que sigue los siguientes pasos: 1) Se constata que el sujeto S no hizo algo, no llevó a cabo la acción A. 2) Se establece una secuencia causal hipotética que se habría derivado de A en caso de que dicha acción hubiera sido realizada por S. 3) Se muestra, dentro de esa construcción hipotética, que una de las consecuencias de A habría sido el efecto E´, que supone la negación del efecto E que en la realidad, empíricamente, ha acontecido. 4) Se declara a S responsable del efecto E, que es un efecto dañoso, a tenor del sistema jurídico.

¿Pero responderá S porque su no hacer causó E? No, responderá porque su no hacer A fue razón de que la alternativa que tenía, su hacer A, no causara el efecto E´. Mas ya sabemos dos cosas de suma relevancia. Una, que propiamente el no hacer A no puede ser, en modo alguno, causa empírica de E. No es que de un abstenerse se derive causalmente cualquier cosa, sino que no se deriva causalmente nada. Y la otra cosa que sabemos es que de lo que sí se puede derivar cualquier cosa es de la historia que como hipótesis construyamos, de la narración en la que vinculemos A, lo no hecho que pudo hacerse, con los efectos que hipotéticamente se hubieran podido desprender de A si hubiera sido realizada.

Y arribamos a la culminación de aquel juego de espejos. Así como en la responsabilidad por acción se hace imprescindible recortar la responsabilidad jurídica de entre la amplísima causalidad real o empírica, así en la responsabilidad por omisión se vuelve inevitable construir, aunque sea como mera hipótesis -otra alternativa no cabe- causalidad empírica donde sólo hay responsabilidad jurídica, responsabilidad sin causalidad empírica. Es decir, en la responsabilidad por la omisión se trata, pura y simplemente, de imputar la responsabilidad por el daño a quien empíricamente no lo causó, sino a quien se abstuvo de poner en marcha un curso causal alternativo que, hipotéticamente, habría conducido a un efecto distinto y no dañoso o, al menos, no dañoso para el bien de que se trata en el caso.

¿Y por qué todos estos devaneos que parecen tan gratuitos? Por “causa” de un mito, el mito del nexo causal, el viejo dogma de que no puede haber imputación de responsabilidad por daño a un sujeto sin constatación del nexo o vínculo causal entre la conducta de dicho sujeto y el evento dañoso de que se trate. Cuando, en realidad y a fin de cuentas, la doctrina, al menos la de la responsabilidad civil, sólo saldrá de su secular postración y de sus aporías inverosímiles en el momento en que reconozca esto: que en Derecho ni todo el que causa responde ni todo el que responde ha causado. Porque el Derecho no es más que un mecanismo de imputación de responsabilidad, un sistema para decidir quién corre con los costes de las desgracias y la mala suerte, y que lo hace combinando distintos criterios, que son todos criterios o pautas de imputación, de los que el de causalidad empírica es sólo uno más, importante, pero uno más: ni condición necesaria ni condición suficiente en todo caso para tal imputación. Contrariamente a lo que plantean desde siempre las doctrinas naturalistas, no es que se sea responsable y por ello se responda jurídicamente, sino que porque se responde jurídicamente, a tenor de las pautas normativas dispuestas por el sistema jurídico de que se trate, se es (jurídicamente) responsable. Parece -y seguramente lo es- una tautología, pero es con ese tipo de tautologías funcionan los sistemas normativos. Sólo que se “destautologizan” aparentemente gracias a las doctrinas naturalistas, que sirven para que pase por “natural” y acorde a la “naturaleza de las cosas” lo que es puramente artificial o artificioso y conforme con la naturaleza y función social de los sistemas de normas.

Retomemos el hilo de la sentencia. A fin de cuentas se trata de ver en qué casos de omisión se responde, responde la Administración en este caso. Y la contestación es que un sujeto -aquí la Administración- que no ha actuado responderá por un daño cuando estaba jurídicamente dispuesto el deber de que actuara para evitarlo. Como se dice en el párrafo antes copiado, “el buen sentido indica que a la Administración solo se le puede reprochar no haber intervenido si, dadas las circunstancias del caso concreto, estaba obligada a hacerlo”. No es suficiente que la intervención de la Administración hubiera podido impedir que el daño ocurriera, sino que, además, a dicha intervención había de estar obligada la Administración en virtud de norma jurídica. Tiene que recaer sobre la Administración “un deber jurídico de actuar”.

Así pues ¿responde la Admnistración porque su no hacer causo el daño? En modo alguno, y afirmarlo así, más allá de las forzadas analogías o las imágenes literarias supone incurrir en la más enfebrecida metafísica. ¿Responde porque lo podría haber evitado y no lo evitó? Según la Sentencia, ese haber podido evitar es condición necesaria, pero no suficiente para que recaiga sobre la Administración la responsabilidad. De lo que se desprende que no pesa sobre la Administracion, en nuestro sistema jurídico, un deber genérico y abarcador de evitar en lo posible los daños para los administrados. ¿Entonces? Pues entonces solo habrá responsabilidad de la Administración cuando exista un deber concreto, un deber de evitar ese concreto daño, de actuar -en lugar de abstenerse de ello- en la medida adecuada para la evitación de ese preciso daño.

Estamos, así, ante un supuesto claro de responsabilidad por el incumplimiento de un deber. La causalidad en realidad no pinta nada en esto. Lo que sucede es que el desencadenante de la exigencia de responsabilidad aquí no es el mero incumplimiento de la norma, sino el acontecer de un resultado: el daño, lo que a tenor del propio sistema jurídico pueda computarse como daño. Sentado el daño, el paso siguiente consiste en ver si hubo tal imcumplimiento del deber de actuar de determinada manera, manera que hipotéticamente hubiera podido o debido evitar el dicho acontecer dañoso. No se responde por haber causado mediante la abstención de hacer, sino porque la norma dice que debe responder un determinado sujeto al que imputa el deber de actuar de determinada manera para impedir ese daño, y responde porque no lo impidió de esa forma, de la forma debida.

2. Responsabilidad por el funcionamiento normal y por el funcionamiento anormal de los servicios públicos.

Recordemos que el art. 139.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común sienta que “Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos”.

Ese precepto se prestaría a universalizar hasta el absurdo la responsabilidad de la Administración. Si combinamos que dicha responsabilidad puede ser por acción o por omisión, por una parte, y, por otra, por funcionamiento normal o anormal de los servicios que presta, resulta que la Administración podría hacer siempre: cuando hizo mal o dejó de hacer bien, cuando hizo bien y resultó mal o cuando no hizo bien y resultó mal. Así que a los tribunales les ha tocado recortar, si bien con un profundo desajuste entre lo que se dice y lo que se impone y con un divorcio grande entre la teoría con que la norma se lee y la interpretación que de hecho a la norma se otorga. Pues, por una parte, se afirma que la responsabilidad de la Administración ha quedado dibujada como responsabilidad objetiva, pero en realidad se reconduce nada más que a responsabilidad por culpa, como veremos después, en el apartado siguiente. Y, por otra, al menos en el caso de la omisión, la responsabilidad de la Administración sólo juega por funcionamiento anormal de sus instancias. De esto hablaremos ahora.

Si, como acabamos de ver en el apartado 1, la Administración sólo es responsable por omisión cuando incumple un deber jurídico de actuar, va de suyo que la dicha responsabilidad es en caso de omisión es siempre y por definición responsabilidad por funcionamiento anormal, pues difícilmente cabría defender que funciona con normalidad cuando está desatendiendo un deber de hacer jurídicamente sentado. Y, complementariamente, si a falta de dicha obligación no hay responsabilidad por el no hacer, sentado queda que cuando la Administración opera dentro de la normalidad de sus deberes y funciones no responde por omisión.

Fijémonos en el razonamiento que a este propósito aparece en la mentada Sentencia de 10 de noviembre de 2009. La Dirección General de Seguros dicta medida cautelar por la que se ordena “la inmediata suspensión de contratación de nuevos seguros” por la compañía “Reunión Grupo 86”. Esto fue el 22 de marzo. El 16 de junio el aquí demandante suscribe póliza con esa compañía, a pesar de la referida prohibición. El 2 de julio “ante la evidencia de que la Aseguradora no había cumplido dicho mandato, se adoptaron nuevas medidas, y se incoó expediente sancionador”. El 14 de enero del año siguiente “mediante Orden Ministerial, se acordó disolver la entidad, revocar la autorización de ejercicio de actividad aseguradora, intervenir su liquidación y declarar vencidos los contratos en vigor”. El recurrente reclama a la Administración alegando que un mayor celo de ésta en sus funciones de vigilancia y control habría evitado que la compañía contratara esa póliza pese a la prohibición dictada y, con ello, se habrían impedido los perjuicios para dicho recurrente. La Sentencia rechaza la pretensión de responsabilidad de la Administración, estimando que ésta, a través de la DGS, hizo todo lo que le estaba en su mano y manejando los tiempos y las opciones de modo correcto. ¿Pudo hacer más, con mayor esmero, de manera que hubiera podido tener un conocimiento anterior de los incumplimientos de la compañía y, con ello, haber puesto en marcha primero el expediente sancionador, reduciendo riesgos de pólizas indebidas, con la que da pie a este caso? Seguramente sí, pero la Sentencia no atiende a si podría haberse aumentado el celo para que el riesgo de daños fuera menor, sino a si dicho celo fue normal. Es decir, no se trata de ver si cabía mayor cuidado, sino de constatar que no hubo descuido.

Un párrafo de la Sentencia es capital en este punto: “no se ha probado que, antes del 16 de junio de 1991 cuando se sucribió la póliza de seguro de automóvil aquí considerada, la Administración tuviera conocimiento de que la compañía Reunión Grupo 86 estaba incumpliendo la orden de no seguir contratando acordada el 22 de marzo anterior. Es más, consta que el 2 de junio de 1991, poco tiempo después de que la compañía aseguradora infringiera la primera medida cautelar, la Administración adoptó nuevas medidas cautelares frente a ella. No se puede apreciar, en suma, ninguna dejación de funciones por parte de la Administración”.

¿Qué se nos está indicando? Que nada de anormal ha habido en el funcionamiento del servicio público en cuestión, en este caso el que depende de la DGS. Porque, en efecto, si se hubiera probado que conocía esa contratación irregular de pólizas y, pese a ello, no se hubiera actuado para impedirlo y sancionar, tendríamos un ejemplo de libro de mal funcionamiento de tal servicio y, además, de comportamiento culposo. Pero, ¿no responde también la Administración por el funcionamiento normal de sus servicios? Todo ese razonamiento que hemos visto sintentizado en el párrafo que acaba de citarse sirve, repito, para poner de manifiesto que nada anormal hubo en el servicio, pero dicho razonamiento sólo sería conclusivo si la responsabilidad se diera tan sólo por funcionamiento anormal. Y para lo que tácitamente sirve ese modo de razonar es para algo tan sencillo como decisivo: para reducir la responsabilidad solamente a los casos de funcinamiento anormal.

Entre el absurdo de una responsabilidad administrativa por todo y esa limitación a una responsabilidad sólo por el operar anormal, ¿cabe imaginar término medio? ¿Es posible concebir una responsabilidad por funcionamiento normal que no desemboque en el absurdo? Sí, y se aprecia en casos como éste, precisamente. Sería, expresado en términos coloquiales, la responsabilidad de la Administración que ha procedido con normalidad, pero a la que alguien -aquí la aseguradora- le ha metido un gol que se podría haber evitado con algo más de celo, pero sin exigir un celo desusual. ¿Cómo? ¿Controlando más de cerca, fiscalizando con más empeño si la compañía estaba o no ateniéndose a la prohibición de contratar con nuevos asegurados? Para eso sirve, precisamente, la opción por estándares de responsabilidad objetiva, como, supuestamente y según la doctrina y la jurisprudencia, ocurre en dicho artículo 139.1 LRJ-PAC: para que el sujeto designado como objetivamente responsable corra con los costes del daño aun cuando no haya actuado con ningún grado de culpa, lo cual sirve para que tales sujetos objetivamente responsables maximicen su cuidado y perfeccionen sus estándares de funcionamiento a fin de minimizar en todo lo posible los niveles de riesgo. Lo que sucede es que también se está convirtiendo subrepticiamente en responsabilidad por culpa esa responsabilidad que para la galería se presenta como perfectamente objetiva, como enseguida resaltaremos.

Antes, abundemos un poco más en la diferencia entre responsabilidad por funcionamiento normal y anormal. Decíamos que lo esencial es ver si hay una tercera posibilidad entre, por un lado, responder sólo por el funcionamiento anormal ligado a un incumplimiento de un deber preciso de obrar, y, por otro, caer en el extremo vicioso de que haya de responder la Administración por cualquier daño, haya podido evitarlo o no. ¿Cuál sería esa tercera posibilidad? La de responder cuando a) la Administración tiene un deber genérico de evitar daño; b) ese deber genérico ha podido cumplirse en el caso del que se trate, pues estaba dentro de las pobilidades razonables de la Administración el haber tomado medidas que no tomó y que hubieran servido para la evitación de ese mal. ¿Dónde está la clave? En si hay base o no en nuestro sistema para afirmar la existencia de tal deber genérico de la Administración de evitar daños relacionados con el funcionamiento normal de sus servicios públicos cuando le sea posible. Es fácil sostener que así es, tanto por imperativo del tantas veces referido art. 139.1 LRJ-PAC como del art. .... CE. Pero también se puede ver que la jurisprudencia no pasa por ese aro y es mucho más restrictiva.

Esquematicemos y ejemplifiquemos lo que queremos decir, en aras de la claridad. Las situaciones imaginables son las siguientes:

(i) Con deber de actuar, del tipo que sea, la Administración no ha tenido posibilidad fáctica, real o mínimamente razonable de evitar el daño por el que se la quiere hacer responder. Ahí es donde tiene pleno sentido aplicar las restricciones que eviten que la Administración responda no sólo por lo que habría podido evitar aquí y ahora o en las concretas circunstancias imperantes, sino también por lo que habría debido poder evitar en la hipótesis más absolutamente optimista y contrafáctica o en el mejor de los mundos posibles.

Podemos ilustrar este apartado con el caso que se ventila en la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala Tercera, Sección 6ª, de 31 de marzo de 2009 (ponente L.M. Díez-Picazo Giménez). En la tarde de un domingo, unos ladrones acceden a una joyería por el sistema de butrón y desde unos edificios colindantes. Cortaron las comunicaciones telefónicas “y rompieron los sistemas de grabaciones y la central de alarmas”, procediendo a apoderarse de numerosas joyas y a forzar la caja fuerte. Mas la joyería contaba con un sistema de seguridad que estaba conectado a una campana acústica exterior y a la central receptora de una empresa de seguridad. Ésta no recibe ninguna señal, debido al corte de las líneas telefónicas, pero la campana acústica sí suena intermitentemente durante unas cuatro horas. Un vecino llama a la Policía Local, y una patrulla de persona en el lugar, si bien no toma ninguna medida y se retira de nuevo. La Policía Nacional no fue avisada por nadie, tampoco por la Policía Local. Así que la Policía Nacional sólo comparece a la mañana siguiente, cuando el robo es denunciado por el dueño de la joyería. Lo que en la Sentencia se resuelve es el recurso por el que se solicita la responsabilidad de la Administración del Estado por la actuación de la Policía Nacional. El recurso contra el Ayuntamiento de Sevilla por el comportamiento de su Policía Local se ventila en otro foro.

Como parece claro que ha de ser, se decide que no cabe esa responsabilidad del Estado, pues “a ningún cuerpo de seguridad se le puede reprochar no haber intervenido en un hecho del que no tenía noticia” (F. 3). Cierto que los cuerpos de seguridad tienen que actuar para evitar la comisión de delitos, pero únicamente cuando tengan posibilidad de hacerlo, cosa que en este caso no ocurría con la Policía Nacional, pues no hubo aviso ni denuncia a tiempo.

(ii) La Administración tiene un deber concreto de actuar para evitar ciertos daños o el riesgo de los mismos. La situación, por tanto, es así: En el caso C, que versa sobre la materia M, materia cuya vigilancia y control corresponde a una determinada instancia de la Administración, ésta estaba obligada a tomar la medida precisa X en tiempo y forma, no lo hizo así y aconteció el daño que dicha medida debería haber evitado o hecho más improbable. Como ya hemos indicado, es el supuesto palmario de funcionamiento anormal de los servicios públicos. Y a estos supuestos es a los que parece que la jurisprudencia reciente quiere reconducir en exclusiva la responsabilidad de la Administración.

(iii) La Administración tiene un deber genérico de evitar daños en determinada materia sobre la que tiene algún tipo de competencia o facultad de actuar y en el caso concreto hubiera podido con seguridad o alta probabilidad evitar el daño acontecido si hubiera hecho algo que no hizo, si hubiera realizado la acción A. Pero no existía un deber concreto de realizar A, ninguna norma prescribía que la Administración estuviera obligada precisamente a hacer A, aunque tampoco lo impedía ninguna. Nos movemos pues, en la esfera de la discrecionalidad administrativa y afirmamos nada más que un uso diferente de la misma habría podido conducir a otros resultados o a una proporción distinta de riesgos. Aquí, en este punto crucial, está la clave, y de cómo resolvamos este tema dependerá que tenga algún sentido hablar de responsabilidad por el funcionamiento normal de los servicios públicos, al menos en el caso de omisiones. Si no se hace espacio a este tipo de supuestos, no hay tal responsabilidad.

Y que no hay tal responsabilidad es lo que se desprende de sentencias como la que principalmente hemos comentado hasta aquí y de otras muchas. Por ejemplo, la de la Sala Tercera (Sección 6ª) de 16 de mayo de 2008.

Veamos con cuidado el siguiente párrafo de esa Sentencia:

“Sin duda alguna, desde un punto de vista puramente lógico, es cierto que la mencionada pérdida patrimonial no se habría producido si la CNMV hubiese ejercido todas sus potestades frente a AVA desde el momento en que tuvo noticia de irregularidades en la actuación de dicha agencia de valores. Pero ya se ha visto que la CNMV no tenía entonces un deber jurídico de realizar unas determinadas actuaciones, tales como divulgar toda la información que iba adquiriendo, incoar un procedimiento sancionador, o incluso acordar la intervención de los cargos de dirección y administración de AVA. Un deber jurídico, claro y preciso, de llevar a cabo una determinada actuación sólo surgió, como se ha comprobado, el 25 de noviembre de 1997. Este extremo es de crucial importancia para el análisis jurídico del presente caso y, más en general, para la adecuada comprensión del significado del nexo causal en los supuestos de responsabilidad patrimonial por omisión. En efecto, aun cuando el hecho de que la CNMV no ejerciese todas sus potestades desde el primer momento sea una de las causas en sentido lógico de la pérdida patrimonial sufrida por los recurrentes, ello no significa, por sí solo, que quepa hacer a la CNMV jurídicamente responsable de dicha pérdida patrimonial. La razón es que la CNMV no tenía un deber jurídico de realizar una determinada actuación. De aquí que no se le pueda objetivamente imputar un resultado lesivo que no estaba obligada a evitar. La función que la Ley encomienda a la CNMV es supervisar e inspeccionar los mercados de valores y, en los términos ya explicados, asegurar la transparencia de los mismos. En ningún caso puede concebirse a la CNMV como garante de la legalidad y prudencia de todas las decisiones de todas las agencias de valores, ni menos aún como garante de que los clientes de dichas agencias de valores no sufrirán pérdidas económicas como consecuencia de decisiones ilegales o imprudentes de éstas. La mera causalidad lógica se detiene allí donde el sentido de las normas reguladoras de un determinado sector impiden objetivamente reprochar a la Administración el resultado lesivo padecido por un particular” (F. 8).

Comprobamos que la responsabilidad de la Administración se niega porque la CNMV no tenía “un deber jurídico, claro y preciso, de llevar a cabo una determinada actuación”. Pero que no existiera ese deber jurídico concreto y terminante no significa que la Administración no hubiera podido, tanto en el sentido fáctico como jurídico de “poder”, tomar esas medidas que no adoptó. Es más, se está reconociendo aquí que: a) dichas medidas no tomadas eran jurídicamente viables, aunque no obligadas; b) si se hubieran adoptado, habrían evitado el daño en forma de pérdida patrimonial de los recurrentes. Pero esta Sentencia a continuación hace lo que en términos de lógica sería algo así como un salto mortal sin red. Y se cae. Pues de esa ausencia de obligación concreta de tomar las medidas que no tomó extrae la consecuencia siguiente: “De aquí que no se le pueda objetivamente imputar un resultado lesivo que no estaba obligada a evitar” y hay un impedimento para que se pueda “objetivamente reprochar a la Administración el resultado lesivo”. Maticemos, maticemos.

Con esos antecedentes, lo que no se puede hacer a la Administración es un reproche subjetivo, lo que no cabe es imputarle subjetivamente el resultado lesivo que no estaba obligada a evitar, pues su actuación ni fue culposa ni fue anormal, sino normal, pero no todo lo perfecta que podría haber sido. El comportamiento de la CNMV fue normal e imperfecto. Y eso es lo que tiene que cubrir la responsabilidad objetiva, como responsabilidad por el funcionamiento normal de los servicios públicos. No se trata de pedirle lo imposible ni de atribuirle un deber de evitar cualquier daño imaginable, sino de hacer que la Administración responda cuando tuvo en su mano, cuando le fue posible evitar el mal y no lo hizo, no porque incumpliera una obligación concreta, sino porque no acertó con el mejor curso de acción de los posibles a tenor del caso y sus circunstancias y de las herramientas que el ordenamiento jurídico le ofrecía.

Para apreciar el curioso vaivén que se traen estas sentencias, volvamos a la de 31 de marzo de 2009, la del robo en la joyería, y hagamos una comparación con esta última, la de la CNMV. En aquélla, se dice esto:

“En efecto, se dice que la responsabilidad patrimonial de la Administración es objetiva porque -a diferencia de lo que sucede normalmente con la responsabilidad extracontractual privada, regulada en el art. 1902 CC no requiere culpa o negligencia. Ello significa que, incluso si el agente o funcionario público ha actuado de manera diligente y el aparato administrativo ha funcionado correctamente, la Administración debe reparar las lesiones ocasionadas por ella. Es indiferente, en otras palabras, que el funcionamiento del correspondiente servicio haya sido "normal o anormal", bastando que la lesión sea achacable a la Administración. Pero es claro que este último elemento debe estar presente: si el resultado lesivo no es consecuencia de un comportamiento de la Administración, ésta no tiene por qué responder de aquél”.

Como aquí lo que obsta a que tenga sentido imputar a la Administración la responsabilidad por su omisión es el hecho de que ésta no tuvo de hecho alternativa, no pudo hacer otra cosa, ya que la Policía Nacional no fue avisada del robo mientras la alarma de la joyería sonaba, no hay problema para sacar a relucir la doctrina de que la responsabilidad administrativa es objetiva y se refiere también a los casos de funcionamiento normal y completamente carente de culpa. En otros términos, puesto que aquí no tiene sentido razonable ninguno “achacar” a la Administración la producción del daño, por no haberlo evitado cuando debía y podía, se deja ver que sí podría serle achacado si hubiera podido evitarlo y no lo hubiera evitado, aun cuando ello hubiera sido en el marco de un funcionamiento perfectamente normal de sus servicio policial.

O sea, y a fin de cuentas, que esa doctrina, aplicada a la Sentencia que afectaba a la CNMV habría permitido condenar a la Administración como responsable. Pero en casos como ése se produce el deslizamiento aludido. Ya no se va a decir que la Administración ha de responder por el daño aunque su funcionamiento haya sido normal, exento de culpa y sin vulneración de ninguna norma que establezca un deber concreto de hacer eso o lo otro. No, ahora se dirá, como vimos en ese caso de la CNMV, que no cabe responsabilidad sin violación de norma concreta que establezca deber preciso y claro de hacer esto o lo otro, lo que ya sabemos que es tanto como decir que, así puestas las cosas, sólo hay responsabilidad por el funcionamiento anormal de los servicios públicos.

3. Responsabilidad objetiva y responsabilidad por culpa.

Mantendremos la siguiente tesis y trataremos de fundamentarla: cuando hablamos de las conductas que a la Administración se imputan, o bien la responsabilidad por culpa no tiene cabida, pues no es la Administración como tal sujeto que pueda ser propiamente culpable, o bien equiparamos culpa a funcionamiento anormal, en el sentido de funcionamiento indebido, funcionamiento contrario a las normas jurídicas que lo rigen. Pero si resulta que funcionamiento anormal de los servicios públicos y responsabilidad culposa confluyen (si es que queremos que la responsabilidad por culpa tenga cabida), entonces la responsabilidad objetiva de la Administración, en tanto que responsabilidad sin culpa, sólo puede ir de la mano de responsabilidad por el funcionamiento normal de los servicios públicos. En consecuencia, entender, como se ha visto antes, que la Administración sólo responde por el daño extracontractual cuando en su operar ha violado una norma precisa y clara que imponía su hacer en el caso concreto, supone eliminar toda posibilidad de responsabilidad por el funcionamiento normal y, por tanto, todo espacio para la responsabilidad objetiva de la Administración. Con un corolario inevitable: de ser todo esto así, ¿para qué serviría la distinción entre funcionamiento normal y anormal de los servicios públicos que figura en el art. 139.1 LRJ-PAC y qué de particular o novedoso aportaría dicho artículo frente a la responsabilidad meramente por culpa, del tipo de la del 1902 del Código Civil?

Resulta tentador detenerse un momento el un comentario incidental, a modo de paréntesis en el que trazamos una hipótesis que merecería análisis minucioso. Mientras que el modelo de responsabilidad por daño extracontractual que por defecto y como regla general perfila el Código Civil en su art. 1902 es la responsabilidad por culpa, el art. 139.1 LRJ-PAC intenta introducir un modelo de responsabilidad objetiva para la Administración, responsabilidad que, como mínimo, vaya a la par o complemente en medida igual el tradicional planteamiento de la responsabilidad por culpa. Sin embargo, mientras que la jurisprudencia civil lleva décadas forzando la interpretación del 1902 para expandir los patrones de responsabilidad objetiva en el ámbito jurídico-privado, la jurisprudencia contencioso-administrativa reconduce, como estamos viendo, la pauta de responsabilidad objetiva del 139.1 a un patrón de responsabilidad meramente culpabilística.

Ahora ilustremos con nuestras sentencias lo antes dicho sobre responsabilidad objetiva y culposa.

¿Con qué noción se fabrica el embrollo? Con la de causalidad. Pero debemos intentar por un momento leer y comprender los párrafos decisivos de las sentencias prescindiendo de lo que con el concepto de causalidad ahí se quiera expresar. Veamos, como primera muestra, el siguiente párrafo de la Sentencia de 27 de enero de 2009 (Sala Tercera, Sección 6ª, ponente Octavio Juan Herrero Piña), una de las del asunto GESCARTERA (F. 3):

“[C]omo indicamos en sentencia de 16 de mayo de 2008, "la función que la ley encomienda a la CNMV es supervisar e inspeccionar los mercados de valores y, en los términos ya explicados, asegurar la transparencia de los mismos. En ningún caso puede concebirse a la CNMV como garante de la legalidad y prudencia de todas las decisiones de todas las agencias de valores, ni menos aún como garante de que los clientes de dichas agencias de valores no sufrirán pérdidas económicas como consecuencia de decisiones ilegales o imprudentes de éstas. La mera causalidad lógica se detiene allí donde el sentido de las normas reguladoras de un determinado sector impiden objetivamente reprochar a la Administración el resultado lesivo padecido por un particular". No puede, por lo tanto, exigirse del órgano de control la garantía absoluta del adecuado funcionamiento del sistema, en el que resulta determinante la actitud y conducta de los distintos operadores del mercado, de manera que la simple apelación al ejercicio de las facultades de supervisión no constituye título suficiente para la exigencia de responsabilidad patrimonial de la Administración”. (El subrayado es nuestro).

¿Qué quiere decir la expresión “impiden objetivamente reprochar a la Administración...”? Si la Administración sólo va a responder cuando su actuación merezca “objetivamente” reproche, la responsabilidad de la Administración nunca podrá ser responsabilidad objetiva, pues ésta es, por definición, responsabilidad desligada de todo merecimiento de reproche por el que responde. Con el reproche se corresponde la culpa, la responsabilidad por culpa, pero la objetiva no. En la responsabilidad objetiva los costes de un daño se imputan a un sujeto al que no se puede reprochar que el daño se ocasionó, aunque sea en mínima parte, en su mal hacer.

Lo que se hace para exonerar de su responsabilidad objetiva o por funcionamiento normal de la CNMV a la Administración, una vez que está claro que no es culpable, esto es, que no se condujo con dolo o negligencia ninguna, es forzar una artificiosa dicotomía: o la Administración, de la que depende la CNMV, responde de toda pérdida económica que sea consecuencia de decisiones ilegales o imprudentes de las agencias de valores, o la Administración responde únicamente cuando se constata que no ha cumplido una norma precisa que debió cumplir y, por tanto, actuó sin la debida diligencia. Lo segundo no se da en este caso ni en muchísimos en que tal responsabilidad se reclama (en todos los que se reclama como responsabilidad objetiva); lo primero conduciría al absurdo de afirmar que siempre que un órgano de la Administración tiene facultades de vigilancia y control en un ámbito de actividad determinado, ella es responsable de todo daño que en ese ámbito acontezca; por ejemplo, en razón de las funciones de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, la Administración habría de responder de los costes de cualquier delito, pues todo delito ocurriría porque esos cuerpos y fuerzas no lo evitaron. Ahora bien, entre lo absurdo porque no se pueda pedir lo imposible y el pensar que sólo ha de responder el que se portó como malo o torpe, debe haber un término medio: puede responder también, con responsabilidad objetiva y exención de reproche subjetivo, aquel que a) tuvo intervención en un curso de acción en el que ocurrió un daño y b) podría haber evitado ese daño si su actuación hubiera sido más acertada. Repárese en que no decimos más diligente, sino más acertada.

No es lo mismo sostener que de cualquier daño que provoque una agencia de valores por su imprudencia o la ilegalidad de su proceder tenga que responder la CNMV (la Administración, de la que depende), que sostener que cuando la CNMV está fiscalizando una agencia de valores y yerra -sin mala fe ni negligencia- en sus medidas o no acierta con las más efectivas, sí debe la Administración responder objetivamente. Aunque objetivamente no quepa reproche. Ni garantía absoluta ni falta de garantía salvo que haya un individuo al que reprocharle algo, sino la responsabilidad objetiva que ha querido instaurar la LRJ-PAC.

El párrafo que en la referida sentencia sigue al que acabamos de citar dice así (F. 3):
“La responsabilidad del órgano de control ha de ponerse en relación con un ejercicio ponderado y razonable de dichas facultades, para lo que ha de tenerse en cuenta, además de la actitud e intervención de los distintos operadores, la naturaleza de las mismas y su incidencia en el funcionamiento del mercado, así como los intereses de los inversores, que trata de proteger, y que pueden exigir y justificar una valoración del riesgo que el ejercicio de dichas facultades pueda representar para el mercado y los perjuicios desproporcionados que pueda representar para los intereses de los distintos afectados y todo ello en congruencia con el criterio general en relación con supuestos en los que se invoca la inactividad de la Administración, en el sentido que no resulta exigible una conducta exorbitante, siendo una razonable utilización de los medios disponibles en garantía de los riesgos relacionados con el servicio, como se desprende de la sentencia de 20 de junio de 2003, lo que en términos de prevención y desarrollo del servicio se traduce en una prestación razonable y adecuada a las circunstancias como el tiempo, lugar, desarrollo de la actividad, estado de la técnica, capacidad de acceso, distribución de recursos, en definitiva lo que se viene considerando un funcionamiento estándar del servicio. En otros términos, la responsabilidad del órgano de control vendrá determinada por la imputabilidad del daño, en relación causal, a la omisión de aquellas actuaciones que razonablemente le fueran exigibles adoptar en el ejercicio de las facultades que la ley le reconoce para el cumplimiento de su función o al ejercicio inadecuado de las mismas atendiendo a las circunstancias del caso y la finalidad perseguida por el ordenamiento jurídico, lo que supone una valoración propia de un órgano técnico como la CNMV, con respeto a ese ámbito de decisión, salvo que se produzca un ejercicio arbitrario o injustificado, erróneo en sus consideraciones fácticas o contrario a la norma”.

Estamos en las mismas. Si sólo se responde del ejercicio irrazonable o no ponderado de las facultades, la responsabilidad sólo es por culpa. Y si ha de poder haber responsabilidad objetiva, tienen que darse casos en los que la razonabilidad del ejercicio de esas facultades no sea óbice a la imputación de responsabilidad por el daño sucedido.

De este párrafo se desprende que “un funcionamiento estándar del servicio” es razón bastante para que el daño no deba imputarse a la Administración. Pero ¿no es un funcionamiento estándar lo mismo que un funcionamiento normal de los servicios públicos? Si no hay responsabilidad cuando el funcionamiento del servicio es acorde a los estándares de normalidad, no lugar para la responsabilidad por el funcionamiento normal ni, por consiguiente, para la responsabilidad objetiva.
Termina ese párrafo apelando al margen de discrecionalidad que en el desempeño de su labor han de poseer órganos como la CNMV, discrecionalidad que supone que han de regirse por su “valoración propia” y que deben ver respetado su “ámbito de decisión, salvo que se produzca un ejercicio arbitrario o injustificado, erróneo en sus consideraciones fácticas o contrario a la norma”. Pero si se constata arbitrariedad, defecto de justificación de las medidas adoptadas, error fáctico o antijuridicidad, estaremos en un caso de funcionamiento anormal del servicio público, probablemente con concurrencia de algún grado de culpa.

Además, es importantísimo que diferenciemos bien dos cuestiones: el ejercicio de discrecionalidad legítima y la responsabilidad por el daño. Cuando hay responsabilidad objetiva no se trata de hacer cargar con los costes del daño a quien tomó una decisión discrecional plenamente legal y legítima, sino a quien no acertó a elegir, dentro de ese abanico de opciones posibles y legítimas, la que hubiera evitado el daño. La responsabilidad objetiva no lo es ni por maldad o falta de cuidado -obviamente, pues ése es el ámbito de la responsabilidad por dolo y culpa- ni por haber tenido libertad para elegir -pues en ese caso, en efecto, dicha responsabilidad sería incompatible con la discrecionalidad-, sino porque objetivamente no se ha acertado a hacer las cosas del modo que se hubiera evitado el daño, porque objetivamente y aun en medio de la inevitable incertidumbre que acompaña a toda valoración y a toda ponderación, no se ha acertado con la alternativa mejor de entre todas las fáctica y jurídicamente posibles. La responsabilidad objetiva es una responsabilidad por mala suerte, no por mala voluntad. La responsabilidad objetiva es el precio que en ciertos campos se pone a la ventaja y los beneficios de la libertad. Así opera, por ejemplo, cuando en derecho privado se trata de la responsabilidad del fabricante por los daños ocasionados por sus productos. Y así ha de operar también en lo referido a las actuaciones de los servicios administrativos si ha de ser cierto lo que dice la doctrina y lo que afirman “de boquilla” muchas sentencias: que en el art. 139.1 LRJ-LPA se ha introducido un sistema de responsabilidad objetiva de la Administración.

Habría que someter a detallado escrutinio si las razones con que suele justificarse que en ciertas actividades de Derecho privado, como la mencionada responsabilidad por productos defectuosos, se responda objetivamente, son trasladables al Derecho público y admisibles como fundamento de la responsabilidad objetiva de la Administración. Algunas lo son sin duda, como la que afirma que dicho sistema de responsabilidad sirve para que los sujetos a los que los costes de los daños se imputan con pauta objetiva extremen su cuidado y pongan a prueba con particular rigor sus procedimientos y estándares de calidad. Bástenos pensar que la mayor parte de las sentencias que estamos tocando versan sobre la actuación de la CNMV en casos de fraudes e ilegalidades cometidas por agencias de valores (GESCARTERA, AVA...) o compañías de seguros, fraudes o ilegalidades que produjeron graves daños de asegurados o de inversores privados y que aquella agencia pública de control no fue capaz de detectar a tiempo o de evitar una vez poseídos los primeros indicios. Es fácil creer que si los tribunales aplicaran aquí estrictos parámetros de responsabilidad objetiva, en acuerdo pleno con el art. 139.1 LRJ-PAC, el Estado extremaría aquellos controles, crecería mucho su eficacia y se evitarían muchos de esos escándalos financieros que con implacable periodicidad surgen en nuestro país y provocan la ruina de ciudadanos poco avisados.

En esas fintas jurisprudenciales que sirven para estrechar hasta la anulación la responsabilidad objetiva de la Administración y para reconducirla nada más que a responsabilidad por funcionamiento anormal de los servicios públicos y/o responsabilidad por culpa, reaparece el juego de la idea de causalidad. Más aún, en este punto es donde podemos entender algo de una manera de emplear dicha noción que, si no es así, resulta poco menos que absurda y carente de todo sentido. Pero para verlo con la requerida precisión tenemos que hilar bien fino en nuestros análisis.

Podemos esquematizar del siguiente modo el razonamiento jurisprudencial al uso:

(i) Cuando se trata de responsabilidad por acción, “basta que la lesión sea lógicamente consecuencia de aquélla”, de la acción . “En cambio, tratándose de una omisión de la Administración, no es suficiente una pura conexión lógica para establecer la relación de causalidad: si así fura, toda lesión acaecida sin que la Administración hubiese hecho nada para evitarla sería imputable a la propia Administración” .

(ii) Se ha de limitar el alcance de la causalidad como elemento determinante de la imputación, pues, sorprendentemente y según acabamos de ver, cualquier efecto es “consecuencia lógica” de cualquier no hacer . La solución: “Es necesario que haya algún otro dato en virtud del cual quepa objetivamente imputar la lesión a dicho comportamiento omisivo de la Administración; y ese dato que permite hacer la imputación objetiva sólo puede ser la existencia de un deber jurídico de actuar” .

(iii) Así pues, ara que la Administración sea responsable debe haber incumplido un deber jurídico de actuar, deber que, como sabemos y se dice en otras muchas sentencias, ha de ser preciso y claro. Y la Administración responderá cuando propiamente haya incumplido esa obligación jurídicamente establecida; es decir, cuando, pudiendo cumplir la norma, la incumpla. Por eso en el caso de la Sentencia de 31 de marzo de 2009, el del robo en la joyería, la Administración no es responsable, porque la Policía Nacional no tuvo la posibilidad ni de incumplir su deber siquiera, puesto que no fue avisada.
(iv) Más no basta tampoco el incumplimiento de la norma concreta que mandaba hacer y que la Administración pudo cumplir. Se necesita también que con dicho cumplimiento se hubiera evitado el daño, pues, de no ser así, ese no acomodarse a la norma que la obligaba no es razón para que la Administración cargue con la reparación del daño. Es lo que apreciamos en la Sentencia de 16 de mayo de 2008. En esa ocasión sí aprecia el Tribunal la violación de un deber jurídico de actuar: “en el presente caso, la CNMV violó el deber jurídico que deriva del art. 89 LMV al no poner en conocimiento del público la información relativa a la doble prenda de determinados valores tan pronto como tuvo conocimiento de ella”. “Ello significa desde el punto de vista de la responsabilidad patrimonial por omisión, que concurre el primer requisito, consistente en la inactividad cuando existe un deber jurídico, claro y preciso, de actuar. Ahora bien, (...) no concurre el siguiente requisito, relativo al nexo de causalidad entre la omisión y la pérdida patrimonial, sufrida por los recurrentes, pues el 25 de noviembre de 1997 los valores estaban ya pignorados y los recurrentes no habrían ya podido hacer nada para evitar las consecuencias de la doble prenda. Sólo por esta razón de falta de nexo causal, aun siendo cierto que la CNMV infringió el art. 89 LMV, se debe concluir que no ha lugar a la responsabilidad patrimonial de la Administración solicitada por los recurrentes” (F. 7).

(iv) Recapitulemos. Según vimos en (i) toda omisión se vincula lógicamente a cualquier efecto. Según eso, se podría imputar a la Administración, con base en una omisión suya, todo daño que no hubiera evitado con su hacer. Pero como de esa forma se desborda hasta al absurdo la responsabilidad y la Administración tendría que hacerse cargo prácticamente de cualquier daño que suceda, como base de la responsabilidad sólo contará el nexo causal entre la omisión de un hacer al que la Administración esté obligada en virtud de una norma que claramente y con precisión lo establezca (ii). Mas (iii) ese nexo causal desaparece, y con él la responsabilidad, cuando el daño ocurrió con independencia y al margen de tal incumplimiento de la norma, de forma que, de haber sido atendida, tampoco se hubiera atajado ese efecto negativo.

Es probable que la doctrina y jurisprudencia de la responsabilidad por daño extracontractual padezcan una cierta confusión entre responsabilidad objetiva y criterios objetivos de imputación . En el momento en que de separan debidamente, se disuelven muchos de los aparentes enigmas y se aclara más de un enredo. Se trata de nociones perfectamente independientes.

En un determinado ámbito o materia rige la responsabilidad objetiva cuando para hacer que alguien responda por un daño -es decir, para atribuir o imputar la responsabilidad por ese daño- y cargue, en todo o en parte, con los costes del mismo no se requiere en modo alguno que concurra un reproche subjetivo; esto es, la imputación de responsabilidad es independiente de que ese sujeto al que se hace responsable haya obrado con dolo o con cualquier grado de culpa o negligencia. Responsabilidad objetiva es lo opuesto a responsabilidad por culpa, y esas dos nociones son exhaustivas, agotan la clasificación: entre ellas o más allá de ellas no hay ninguna otra categoría a ese respecto, no existen más que esos dos modos de imputación de responsabilidad: uno basado en la culpa y otro independiente de la culpa.

Esa bipartición entre responsabilidad subjetiva y objetiva alude, como acabamos de decir, a la presencia o ausencia de un determinado elemento en la conducta del sujeto al que el sistema jurídico quiere hacer responder. Pero, obviamente, dicho elemento no basta para que la imputación de responsabilidad sea posible, ha de darse, además lo que podríamos llamar alguna relación en o con el mundo empírico, el de los hechos o estados de cosas. Esa relación tiene que vincular dos elementos: el sujeto que va a responder por el daño y el daño mismo. Porque, sin tal ligazón, cualquiera podría ser tratado como responsable de cualquier mal. Yo, por ejemplo, podría ser obligado a cargar con los costes de un accidente que ahora ocurre en las antípodas y que nada tiene que ver conmigo: ni con mi situación ni con mi conducta . En ese “tener que ver” se encuentra la clave.

La solución primera y tradicional viene de la mano de la causalidad. El vínculo o nexo entre el sujeto al que se va a hacer cargar con la responsabilidad y el daño es un vínculo o nexo causal: ese sujeto ha tenido que causar el daño con su conducta. Mas así el problema se acota, pero no se elimina, y ello por dos razones. Una, en la que ya hemos insistido y a la que volveremos, porque la causalidad en sentido propio o empírico no puede existir entre omisión y daño, con lo que sólo ficticiamente -ni siquiera presuntamente- o en sentido plenamente figurado podemos hablar de causación por omisión. Otra, porque la causalidad permite conectar con un efecto -el daño- tantas causas y sujetos que con su acción las determinan, que las posibilidades de imputación se desbordan: si yo daño a X mañana, mi madre, solo por haberme traído al mundo, y mi padre, por su contribución a mi concepción, podrían ser declarados responsables y habrían de correr con, al menos, una parte de la indemnización del por mí perjudicado.

Aquí es donde los criterios objetivos de imputación van a tener su papel protagonista. Durante muchísimo tiempo, la práctica infinitud de las cadenas causales empíricas se limitó en la práctica a base de configurar un concepto ficticio o pura y pragmáticamente jurídico de causalidad. De esa forma, cuando se evitaba que jurídicamente respondiera alguien que, sin duda, tenía su conducta inserta en algún punto de la cadena causal, simplemente se decía que no estaba en la cadena causal; sólo que esa cadena causal que se rompía o se reanudaba a discreción es la de la causalidad jurídica, no la de la causalidad empírica.

Para dar coherencia a ese juego con la causalidad, la doctrina, siempre la penal a la cabeza, empezó a elaborar teorías de la causalidad, como la de la causa adecuada y similares. Pero, en términos empíricos o de la “naturaleza de las cosas” las causas son las que son, no las que como tales quiera retratar esta o aquella teoría, y se muestran o demuestran con los métodos de contrastación empírica, no a base de disquisiciones jurídico-conceptuales o de pautas de relevancia jurídica. ¿Queremos decir con esto que sean inútiles o desenfocadas esas teorías de la causalidad jurídicamente relevante? No, lo que queremos resaltar es que, adopten la forma doctrinal que adopten, son en realidad y funcionan como criterios objetivos de imputación. Sirven para determinar a quién le corresponde en Derecho cargar con un daño como responsable del mismo, a quién de entre todos los que se hallan en la cadena causal empírica .
Más aún. Si definimos criterios objetivos de imputación como aquellos que, sin referirse a elementos de intención o cuidado, a culpa, conectan la acción o situación de un sujeto con un daño, a efectos de que a aquél le sea imputada la responsabilidad por -los costes de- éste, nos encontramos, en primer lugar, con que la causalidad, el tan cacareado nexo causal, no es más que uno de esos criterios objetivos de imputación. Y, en segundo lugar, con que los otros criterios objetivos de imputación recortan, corrigen o -en ocasiones- hasta reemplazan a ése primero de la causalidad.

Todavía podemos dar un paso más en este camino del “realismo” radical sobre el modo de funcionar del Derecho de la responsabilidad por daño extracontractual. Parafraseando -sólo en cierto sentido y sólo con cierta intención- a algunos penalistas normativistas y funcionalistas, como Jakobs y su escuela, se puede afirmar que “toda imputación es imputación objetiva”. Quiere decirse que la imputación de responsabilidad no es, en Derecho, el reflejo de algo que ocurra en el mundo de la naturaleza o en el de alguna justicia objetiva e ideal, sino que siempre depende de la manera como cada sistema jurídico la configure. No es que en Derecho la pague quien la ha hecho o quien en justicia merezca pagarla, sino que la paga quien el sistema jurídico determine a tenor de sus patrones vigentes en cada momento . Y para tal fin cada sistema jurídico combina dos tipos de elementos: por un lado, alguna forma de conexión, un “tener que ver” entre la conducta del sujeto responsable y el daño. Por otro, la presencia o ausencia de una actitud interna de ese sujeto respecto al evento dañoso, bien porque lo quisiera -dolo-, bien porque no mostró que le importara lo suficiente el evitar que pudiera ocurrir -culpa-. Pero todo, lo uno y lo otro, lo define el propio sistema jurídico: sus normas son las que dicen dónde para responder se requiere culpa y dónde no hace falta ese elemento “subjetivo”; incluso es con parámetros normativos internos con lo que en cada tiempo se define en qué consista “ser culpable”. Y también son las normas de cada sistema en cada instante las que perfilan cual “tener que ver” de hecho es un tener que ver que importe en Derecho. Para esto último sirven los criterios objetivos de imputación.

Cosa distinta es que la doctrina y la jurisprudencia sigan aferradas a esquemas y terminologías naturalistas y que piensen que puede pasar por verdad material la ficción de que ciertos eventos interrumpen cadenas causales o hacen materialmente más importantes unas causas que otras. Ese naturalismo heredado pretende presentar el orden jurídico como eco o reflejo del orden objetivo del mundo. Pero tenemos que reconocer que es al revés, si queremos entender el mundo y no sólo lograr que el Derecho funcione a pedir de boca a base de insuflarnos “falsas conciencia” e “idola”: son los sistemas normativos los que ponen orden en el mundo, aquí en el sentido de proporcionar explicaciones de interrelaciones entre eventos que, en el plano natural, son perfectamente aleatorias y carentes de todo significado de deber. Es decir, y expresado en la inevitable tautología: el que es jurídicamente responsable lo es no porque sea en sí responsable, sino porque el sistema jurídico de turno lo hace jurídicamente responsable. Y ese sistema jurídico hace al sujeto S responsable del daño D que ha padecido el sujeto S´ porque dicho sistema construye una “historia” que liga la conducta de S con D. Por eso y como no puede ser de otro modo, sólo sabremos quién es responsable de qué cuando se nos aclara a tenor de qué sistema jurídico y en qué momento.


Es momento de regresar a la responsabilidad por omisión. En ésta lo que acabamos de exponer cobra una definitiva radicalidad. Pues en la responsabilidad por omisión el “tener que ver” es más claramente normativo. Lo que se tome en consideración del mundo de los hechos serán situaciones y estados de cosas relativas al sujeto S y al sujeto S´, pero lo que no cabe es sentar un nexo causal propiamente dicho entre la conducta de S y el daño D que perjudica a S´. Por tanto, aquí el criterio objetivo de imputación no puede funcionar a base de recortar o podar la cadena causal, sino con base más puramente normativa. Simplemente, el sistema jurídico dice que quien en ciertas circunstancias no haga algo que según ese mismo sistema debería hacer, cargará con el coste del daño, salvo -en su caso y según lo que para cada tipo de casos se establezca- que concurran ciertas circunstancias (que S demuestre que actuó con la debida diligencia, que se muestre que el daño no habría podido evitarse con la conducta debida de S, que se demuestre que otro sujeto interfirió de modo relevante con su conducta, etc., etc.).

5 comentarios:

Bernardo dijo...

Leyendo...
Debería haber un modo de hacer saber al bloguista que se le está leyendo, sobre todo en estos temas a palo seco, sin sentir uno la urgencia de discurrir una decente respuesta en pro o en contra. Aqui estoy, no importa que del otro lado del Atlántico, en México.

Bernardo dijo...

A riesgo de ubicar este comentario en la banda de lo anecdótico y no en la de lo meramente doctrinal, diré que no deberíamos esperar que el instituto de la responsabilidad patrimonial (asi le llaman en América)diera para toda una teoría de la antijuricidad; aquella fue creada como una justicia de ventanilla, para dar oportunidad justicialista a ciertos regímenes providenciales, que no se pensó para que fuera a ser típicamente justiciable; había que enseñarle a Leviatán a comportarse, o pagar. Sin embargo, como doctrina, pareciera que la luz estuviera en la jurisprudencia italiana en donde bien se entiende que, sin mayores pretensiones, la responsabilidad patrimonial parte de su función meramente resarcitoria para desde ahi, modestamente, reconocer que su función no puede ser la protección de posiciones jurídicas, sino sencillamente la reparación de un perjuicio. Medina Alcoz asegura que la doctrina italiana de la responsabilidad parte de la neutralidad de la situación jurídica a efectos indemnizatorios, y eso le ha valido a la sentencia del Tribunal de casación 500/1999, calificativos tales como: significativa; revolucionaria;histórica;pequeño compendio de teoría general; ejemplo de style jurisprudncial; grand arrét; algo casi igual a la sentencia Marbury v. Madison; todo ello por considerar que el daño antijurídico no es contra ius, sino, sencillamente, el realizado non iure, es decir, en ausencia de un título jurídico legitimador o causa de justificación.
Algo final: es casi una experiencia religiosa esa de escribir sobre doctrina jurídica dentro de un cuadrito de 10 por 5, eh?

Ángel dijo...

Coincido con usted cuando dice que los tribunales han convertido la responsabilidad por omisión de la Administración de objetiva en culposa; incluso en el caso de la responsabilidad por acción. Sospecho que cuando el constituyente –y a su son el legislador- establecieron la responsabilidad por funcionamiento normal de los servicios públicos, no pensaban tanto en aquellos supuestos en que habiendo una actuación correcta y diligente de las autoridades o el personal y un desempeño adecuado de los medios materiales se producía un resultado lesivo, sino en aquellos supuestos en que unos u otros faltaban pero por una causa no imputable a la Administración. Sería, por ejemplo, el caso de lesiones producidas durante una intervención sanitaria a causa de un defecto de fabricación imprevisible del material empleado en dicha intervención o en el de los daños causados a la víctima de un incendio cuando, habiendo avisado del mismo, no recibió a tiempo asistencia de los bomberos porque el camión sufrió un pinchazo durante la salida. Son casos en que el comportamiento de la Administración es diligente, el servicio funciona “normalmente”, pero concurre una causa fortuita que lleva a que dicho servicio genere un daño o no lo evite. A pesar de ello, la Administración es objetivamente responsable.
De todos modos, ha de atenderse a lo que se dijo, y no a lo que se quiso decir.

Bernardo Molina dijo...

Aqui voy diciendo que estoy a punto de infingir varias, si no todas, las reglas que la comunidad web-lectora ha construído para la lectura de blogs:
La primera, que no encuentro lugar apropiado para expresar lo que abajo sigue, asi que con su tolerancia, sigo:
La segunda, que tengo el mas alto respeto por este medio de comunicación: es cosa de agradecer que el bloguista te abra las puertas de su estudio y empieze a compartir con lectores muchas veces anónimos, sin rostro ni etiqueta, muchas cosas que dicen bien de sus luces intelectuales, pero mas, de su propia calidad personal, aunque bien se ve que aqui concurren valiosas personas de la comunidad académica.
La tercera, que siento por elemental cortesía y por reciprocidad que puede tener hasta calidad sinalgmática,que se tiene que salir de ese semianonimato que con deliberada complicidad permite la web-comunicación, y que en casos como este blog se siente hasta como falta de respeto hacia su sostenedor; ha de ser como un dolor de estómago eso de saber que se te está leyendo y que a veces ( muy a veces) se aporta algún comentario, pero no saber ni por quién ni con cuales intenciones, quiero decir, si finalmente se tiene el mérito para rebatir.
Por todo ello, diré que mi nombre queda arriba, de profesión abogado (claro!), nacido en 1946, en el norte de México; y que me encanta leer en este sitio. Salud!

Juan Antonio García Amado dijo...

Estimados Bernardo y Ángel, mil gracias por sus comentarios. Es un placer tener tales interlocutores en esta clase de temas. Lamento no haber podido contestarles como sus intervenciones merecen, pero espero hacerlo aún o seguir escribiendo sobre el tema para que sigamos hablando.
Saludos