Pues sí, ya he asistido a uno de esos cursos de formación del personal docente universitario que están tan de moda. Sin unos cuantos diplomas por haber aguantado esas cosas es difícil hoy en día acreditarse como profesor titular o catedrático. Ahí está el truco, está garantizado el público cautivo. Yo ya no necesito pasar por ese aro, pero quería comprobar con mis propios ojos si es verdad lo que se suele decir de tales eventos. Y sí, es verdad, aunque haya que tener mucho cuidado con las generalizaciones y aunque yo no haya estado presente más que en uno. Pero, con lo poco que he visto, lo mucho que me han contado, lo que se lee por ahí en la literatura al uso sobre el tema y lo que flota en el ambiente, creo que puedo sacar alguna conclusión, dejando a salvo, repito, la posibilidad de que alguna de esas actividades sea útil y meritoria. Al fin y al cabo, también cuando se dice que los varones españoles somos muy machistas, que las mujeres están oprimidas o que los latinos somos ruidosos se están haciendo generalizaciones compatibles con las excepciones que sean menester.
A la hora de escribir esta pequeña crónica con mis impresiones también he de poner por delante que el profesor que impartía ese curso que presencié me parecía buena persona y nada tengo en lo personal contra él. Cada uno se gana la vida como puede, y en ésas estamos todos. La culpa, si alguna hubiere, no es suya. Es más, hubiera preferido que me cayera mal, pues me habría cortado menos durante su curso a la hora de ponerle objeciones, hacerle críticas o buscarle las vueltas. También he de decir que sólo presencié algo menos de la mitad del curso, en parte por falta de tiempo y en parte porque mi capacidad de resistencia sin violencia -verbal- llegó a un límite que no quise rebasar.
Cierto es igualmente que busqué a posta un curso que prometía, pues en los descriptores ya se apuntaba que se iba a tratar de cosas como “autoconciencia emocional”, “autoevaluación emocional”, “confianza en uno mismo”, “empatía”, “compromiso ético”, “adaptabilidad”, “orientación al logro” (no al ogro), “asertividad” (¡?), “liderazgo” y temas así. El ponente explicó al inicio que todas esas cosas formaban parte de los planteamientos y objetivos de Bolonia, lo cual, como es lógico, incrementó mi apego al sistema boloñés. En los descriptores (otra palabreja de moda) se afirmaba también que se entrenarían “las competencias socioemocionales que están incluidas en las directivas de estudio de la Convergencia Universitaria Europea (Tuning)”. ¿Ustedes sabían eso?
La base teórica se la proporcionaba el “Análisis Transaccional” de Eric Berne. Pues vale. Se trata de analizar los “juegos psicológicos” en los que participamos, y se hace desde los conceptos de yo Padre, yo Adulto y yo Niño. Carezco de toda competencia para juzgar de dicha teoría que, por lo poco que sé, tiene una orientación esencialmente terapéutica. Sólo hablaré de lo que he visto. Y, con lo que he visto, concluyo que hay mucho peligro en la vulgarización y trivialización de ese tipo de teorías, pues son traducidas -seguro que injustamente- a una especie de manual de autoayuda para gente que no lee, piensa poco y le gusta sentirse muy guay.
Ésa fue la impresión que tuve todo el rato, la de estar asistiendo a un curso de autoayuda expresado en términos de extrema corrección política, plagado de los tópicos al uso y hasta impregnado de un estilo y una estética cursi y blandengue hasta la náusea. De vez en cuando se proyectaban imágenes supuestamente ilustrativas y que o bien no se sabía a qué venían -por ejemplo un monólogo chistoso tipo “Club de la Comedia”- o bien ponían los pelos de punta. El clímax llegó cuando durante más de diez minutos se nos proyectaron los contenidos de una de esas composiciones de imagen y música con que nos suelen bombardear a través del correo electrónico los conocidos más ñoños y dados a la memez pretenciosa. Iban pasando fotos con imágenes de pajaritos -el martín pescador y así-, paisajes nevados con cabañitas, mares al atardecer, playas solitarias y barquitos en alta mar, y en cada imagen figuraba una inscripción “profunda”, apta, al parecer, para inspirar el “guión de vida” que, según el expositor, todos debemos hacernos. Fueron ¡cuarenta! y anoté, sobrecogido, todas las que pude. Eran tal que así: “escucha buena música todos los días, es alimento del espíritu”, “vive con las tres E´s (sic): energía, entusiasmo, empatía”, “juega mas juegos que el año pasado”, “mira el cielo al menos una vez al día, date cuenta de lo majestuoso que es el mundo que nos rodea”, “come más alimentos que crezcan en las plantas y en los árboles y menos alimentos manufacturados o que impliquen sacrificios”, “elimina el desorden de tu casa, tu auto y tu escritorio y deja que la energía fluya en tu vida”, “desayuna como rey, come como príncipe y cena como vagabundo”, “ponte en paz con tu pasado, así no arruinará tu presente”, “aprende algo nuevo cada día”, “lo que los demás piensen de ti no es de tu incumbencia”, “lo mejor está aún por venir”, “ten sexo maravilloso siempre con... plenitud de tu ser”, “recuerda que estás demasiado bendecido para estar estresado”. Acababa de este modo, en la imagen cuarenta: “por favor, envía este mensaje a quien te importa”. De fondo, todo el rato, una musiquilla que ustedes se pueden imaginar, tralará, tralará, entre aeropuerto y casa de citas japonesa.
Por lo que pude colegir, se trata de consignas que nos ayudan a instalarnos como es debido en el yo Adulto, en lugar de andar todo el día con las normas y los cabreos del yo Padre o enredando y dándose gusto a lo tonto con el yo Niño.
Puesto que el tema iba de la comunicación adecuada y fructífera, se nos contaba a los presentes que comunicarse es meterse en transacciones con otros y que esas transacciones pueden ser complementarias -las buenas-, cruzadas o ulteriores. En lenguaje de andar por casa, resulta que las comunicaciones o transacciones buenas son incompatibles con ir dando cortes al personal, gastarse ironías, o salirse por la tangente cuando nuestro interlocutor nos toca las narices. Ésas son transacciones cruzadas o complementarias. Lo bueno es la simpleza. Yo levantaba la mano todo el rato y le ponía al conferenciante ejemplos de lo enriquecedores de la comunicación y lo útiles que son el lenguaje figurado, la guasa, la insinuación, la provocación, la reducción al absurdo, etc., y de cómo en muchísimas ocasiones está perfectamente justificado, desde cualquier punto de vista, interrumpir la comunicación, ejercer la autoridad, invocar las normas de cualquier tipo y pegarle cuatro gritos a alguien.
Pero con mis alegatos ocurrían varias cosas. Una, que mi interlocutor generalmente no entendía lo que yo trataba de explicarle, y miren que presumo -permítanme la inmodestia- de hablar con propiedad cuando me lo propongo. Otras personas presentes me lo decían por lo bajinis: déjalo, que no te entiende. Otra, que no me permitía hablar o salía por peteneras, con lo que ponía en práctica esas transacciones cruzadas que supuestamente son tan dañinas. Una más, que de inmediato iba y me diagnosticaba tal que así: a ti (en estos cursos el tuteo es preceptivo y yo también lo adoptaba para no parecer de Derecho) lo que te pasa es que tienes un yo Padre negativo que te impide comunicarte adecuadamente. Tócate los cataplines o lo que por género corresponda. Resulta que si le das la razón al profe tienes un yo Adulto estupendo, un yo Padre positivo o un yo Niño enternecedor y la mar de guapo, pero si debates, aunque sea con las buenísimas maneras que yo lo hacía, no sabes comunicarte, eres un autoritario de tomo y lomo y seguramente padeces un desarreglo en las partes. Hay que joderse con la teoría de la comunicación, la asertividad y la autoconciencia emocional.
Pero también logré alguna cosa interesante: que se contradijera estrepitosamente, creo que sin darse cuenta. Por ejemplo, en medio de su desconcierto, llegó a poner ejemplos de los cortes que él había metido a veces a algunos de sus estudiantes o de lo malísimamente que le habían sentado algunas observaciones de sus alumnos. Ah, pero en esos casos eran los otros -o yo- los que incurrían en transacciones cruzadas y horripilantes, las suyas, las de él, siempre eran complementarias, es decir, constructivas y positivas a tope. Es lo que sucede cuando una teoría cualquiera, en este caso una teoría psicológica, se emplea nada más que como muleta para construir un discurso en el fondo perfectamente vacío y compuesto al buen tuntún. Hoy en día la ley del embudo suele presentarse de esta guisa, envuelta en ropajes aparentemente sesudos que no son más que camuflaje de la indigencia y hasta de la inmadurez moral e intelectual.
Por cierto, una joven y entrañable asistente pidió la palabra para explicarme con suma amabilidad lo que es la inteligencia emocional, pues yo había soltado la “boutade” de que si es inteligencia no es emocional y si es emocional no es inteligencia. Pero ponte a explicar lo que es una “boutade”. En cualquier caso, agradecí sinceramente el esfuerzo y el tono afable.
Cuando estaba insistiendo en que la comunicación tenía que ser positiva, buscando siempre las razones del otro y tratando de comprenderle, no cortándolo o reprimiéndolo jamás, le planteé un ejemplillo que lo puso de los nervios. Era éste, poco más o menos: imagínate que me encuentro con un tipo que está violando a una mujer y que, al verme, me dice: fíjate cómo me lo estoy pasando y qué maravilla. ¿Debo pegarle cuatro gritos o atizarle unos mamporros, si puedo, o tengo más bien que hablar con él y pedirle, mientras tanto, que me vaya ilustrando sobre sus razones y su estado emocional? Me contestó que el caso no servía porque la comunicación que el violador estaba manteniendo con su víctima era inapropiada. Toma castaña. Bueno, insistí, pero en lo que concierne a la comunicación entre el violador y yo, ¿qué? Pues que no, que no podía ser que yo me comunicara tan mal y me pusiera violento. Claro, si el violador me dice eso y yo me pongo a gritar ¡policía!, ¡policía!, tenemos un magnífico ejemplo de actuación de un yo Padre negativo e incurro en una transacción cruzada, lo cual, es malo por sí. No digo que en la doctrina originaria sobre el asunto se mantenga eso, que no lo sé y supongo que no, pero eso se deducía de la explicación. Así que, como ese ejemplo no valía, le insistí en qué haría él si viera a un alumno copiando o un estudiante le pedía que lo aprobase por la cara. Su respuesta: lo echo a la calle sin contemplaciones. Viva la Pepa y aúpa la coherencia teórica.
Me parece que el problema, en este caso y en tantos, no estriba en que se acuda a un fundamento teórico u otro, como era en este caso esa doctrina del análisis transaccional. El problema está en los prejuicios ambientales, que fuerzan al uso selectivo de tales teorías. Esos prejuicios ambientales, sintetizados en los topiquillos para bienpensantes y en lo políticamente correcto, hacen que este tipo de profesores que dictan los cursos de este género partan sin dudarlo de que todo el mundo es bueno, de que toda norma es reaccionaria, de que cualquier autoridad es represiva y de que quien enseña debe preocuparse mucho más de que sus estudiantes sean felices que de que aprendan esto o lo otro. El pedagogismo actual está saturado de un buenismo simplón, de un adanismo superficial. Intenté expresar algo de esto y se me ocurrió citar a Rousseau y el Emilio. Para qué. “Cruzó la transacción” respondiéndome que sobre Rousseau habría mucho que hablar porque pegaba a sus propios hijos. Le repliqué que más bien los mandaba al hospicio, pero no se interesó por los matices de la biografía de Juan Jacobo.
Frente a su insistencia en la pureza originaria de nuestros sentimientos y a sus ejemplos de cómo antes imperaba en la sociedad y en la educación el yo Padre negativo y castrante y ahora ya podemos al fin comunicarnos todos horizontalmente y en cósmica armonía, yo traté de hacerle ver que no estaba teniendo en cuenta el elemento contextual, el dato de que en todo momento y en toda sociedad se funciona con pautas normativas y diferenciación de roles, en el marco de cada cultura o de eso que los fenomenólogos llaman el mundo de la vida (esto lo dije así para fastidiar). No lo pilló, estoy seguro. Venía a cuento porque nos había dicho que había que sustituir los castigos por “límites adecuados”. Magnífico ejemplo de eufemismo buenista. Imponer castigos -a los estudiantes, a los hijos, a los asesinos...- está mal, hay que limitarse a aplicarles “límites adecuados”. Le solicité un ejemplo de “límite adecuado” y me lo dio: si tu hijo se porta mal o no hace los deberes, lo dejas sin propina o sin salir ese fin de semana. ¿Eso no es un castigo? ¿No se puede decir que lo castigas sin propina o sin salir? No, cuando castigas aplicas tu yo Padre negativo, pero cuando impones “límites adecuados” haces de yo Padre positivo o yo Adulto. Ah, mira qué cosas. ¿Conclusión? Ciertas palabras asustan a estos apóstoles de la bondad universal, lo que no les impide funcionar como todo el mundo y como toda la vida, incluso convertirse en sádicos y cabronazos en la peor tradición; pero cambiando las palabritas se sienten distintos y piensan que han entrado en una fase evolutiva superior de la humanidad, marcada por la inteligencia emocional y una sensibilidad de pajaritos y verdes praderas.
Ah, se me olvidaba. También se nos hizo saber que son muy importantes las caricias y que hay que acariciar bien, aunque en este “taller” no íbamos a hacer terapia de caricias. Como mi mujer estaba presente, nos quedamos con la copla e hicimos nuestro taller por la noche: sin novedad, bien. Con los/as estudiantes no sé si funcionará así, y a ver quién es el guapo que se lo plantea.
Un servidor se expresa como se expresa, seguro que por culpa de que es un carca-mal y no ha hecho suficiente meditación zen, amén de la repulsión que siento por la estética merengosa y el eufemismo autocomplaciente, pero repito que todo lo que acabo de contar así no está reñido con que el hombre me pareciera buena gente. Pero buena gente también era mi tía Obdulia (q.e.p.d.) y nadie la invitaba a impartir cursos de innovación docente. Ahora que lo pienso, qué carrerón podría haber hecho mi tía en estas lides de la teoría educativa.
A lo que iba, para acabar, es a que lo que no puede ser no puede ser. No puede ser que se nos dé gato por liebre de esta manera, no puede ser que al profesorado se lo humille poco menos que obligándolo a aguantar estas cosas, no puede ser que las universidades se gasten los cuartos en estas mentecateces, no puede ser que se nos intente convencer de que esto lo exige Bolonia y de que por esta vía vamos a mejorar una barbaridad nuestra docencia, no puede ser que se nos tome por ingenuos espectadores de sermones baratos o por consumidores decadentes de manuales de autoayuda para gentes sin seso, no puede ser que la teoría, cualquier teoría -la pedagógica, la psicológica, la política, la jurídica...- se degrade a estos niveles de simplismo y consigna fofa. No puede ser, y tenemos los decentes con autoestima y libres de chantaje que dar la batalla. No basta quejarse en la cafetería y seguir tragando en el BOE y en el día a día, es necesario dar la batalla y reclamar respeto, respeto a nosotros y respeto a la universidad que nos da de comer. Es un imperativo moral dar la cara y decir las cosas donde y cuando hay que decirlas, plantarse, dar guerra, aunque nos repliquen que somos unos reaccionarios, que qué horrible carácter y que tenemos excitado el Edipo.
Me voy a apuntar a más cursos. Seguiré informando.